Adela y el aquagym

Se consideraba una mujer afortunada, aunque había llegado a ese estado de armonía a costa de ceder siempre

La monitora, treinta años, el vientre liso como una tabla de planchar, vocecita aguda, chillona, de niña histérica, fingía desde un extremo de la piscina que se estaba divirtiendo.

–¡Ahora! ¡Palmada! ¡Salto! ¡Bieeeen!

Ella no prestaba atención. Copiaba mecánicamente los movimientos de su cuñada y miraba hacia el mar, donde ya se veían las primeras velas, ligeras y apuntadas como llamas de colores, intensas, arrogantes, infinitamente más interesantes que aquella maldita clase de aquagym.

–¡Adela! –el codazo de Margarita la pilló por sorpresa–. Que te has saltado ya dos movi...

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La monitora, treinta años, el vientre liso como una tabla de planchar, vocecita aguda, chillona, de niña histérica, fingía desde un extremo de la piscina que se estaba divirtiendo.

–¡Ahora! ¡Palmada! ¡Salto! ¡Bieeeen!

Ella no prestaba atención. Copiaba mecánicamente los movimientos de su cuñada y miraba hacia el mar, donde ya se veían las primeras velas, ligeras y apuntadas como llamas de colores, intensas, arrogantes, infinitamente más interesantes que aquella maldita clase de aquagym.

–¡Adela! –el codazo de Margarita la pilló por sorpresa–. Que te has saltado ya dos movimientos, mujer…

A su alrededor, nadie parecía pensar que ella tuviera sus propios gustos. Era culpa suya, y lo sabía

Pero a Adela no le gustaba el aquagym. Se había apuntado porque sí, porque su cuñada se había empeñado, porque sus hijos la habían animado, porque su marido había leído en alguna parte que era buenísimo para las mujeres de su edad. Adela tenía sesenta y seis años, pero todavía no le dolía nada y no le gustaba el aquagym. Tengo derecho, ¿no?, se dijo a sí misma, y volvió a mirar el mar, las velas, a aquellos dichosos, privilegiados seres enfundados en neopreno que montaban las olas sobre una tabla.

–Adela, hija, estás atontada, yo no sé…

–Me voy –cuando lo dijo, estaba aún dentro de la piscina, inmóvil, como una inexplicable anomalía en la pequeña multitud de mujeres de su edad que levantaban la pierna izquierda para tocarse la corva con la mano derecha.

–Pero, ¿qué dices?

Y se fue sin decir nada. Ni siquiera se volvió a mirar a Margarita, porque todavía no estaba segura de nada, pero si se atrevía, sería en secreto, sin anunciarse, sin comentarlo. Caminó a buen paso hacia la playa sin pensar en lo que iba a hacer, porque le convenía más pensar en lo que había hecho durante toda su vida.

Adela, en general, había sido feliz, y lo sabía. Se consideraba una mujer afortunada, con un marido al que quería, hijos sanos, aceptablemente situados, y unos nietos monísimos, aunque había llegado a ese estado de armonía a costa de ceder siempre. A su alrededor, nadie parecía pensar que ella tuviera sus propios gustos. Eso era culpa suya, y eso también lo sabía. Se había pasado la vida apagando fuegos, terciando en los conflictos, haciendo cenas a medianoche, cuando a los niños les daba la gana de volver a casa, subiendo escaleras, mamá, ¿me haces un favor…?, y haciendo recados ajenos a diario, a pie o en coche. A ella le gustaba el pescado más que la carne, la verdura más que la pasta, y detestaba esos arroces italianos, tan caldosos como los guisos que hacía su abuela para los perros, pero cocinaba carne, pasta, y risottos todo el tiempo, porque era lo que le gustaba a los demás. Los había mimado siempre y los había mimado demasiado, tanto que, a aquellas alturas, todos debían pensar que era feliz haciendo cosas que no le gustaban. Pero eso no era verdad. No exactamente.

La caseta de la empresa que organizaba cursos de casi todo lo que se puede hacer en el mar aparte de nadar –windsurf, kitesurf, canoa, catamarán y media docena de cosas más– tenía la puerta abierta. Adela fue hacia allí, pero a medio camino la detuvo un acceso de vértigo. Qué estupidez, se dijo, y sin embargo, sintió las piernas blandas, como huecas por dentro, y un sudor repentino se heló en todo su cuerpo. Por un instante pensó en su marido, en su cuñada, en sus hijos, en su propia edad, su cuerpo torpe, el flotador de grasa contumaz que bordeaba su cintura, pero el recuerdo de la monitora, ¡vamos!, ¡ahora!, ¡palmada!, le dio fuerzas. Si hay que hacer el ridículo, concluyó, mejor disfrutándolo. A pesar de todo, atravesó el umbral de la caseta con los ojos cerrados, como si temiera, o deseara, que aquel lugar se hubiera desvanecido en la nada al abrirlos.

–Buenos días –pero una voz cantarina, con un fortísimo acento gaditano, le dio la bienvenida–. ¿Qué desea?

Levantó los párpados para enfocar a una chica joven, guapa de cara, bajita y regordeta, que le sonreía con unos dientes blanquísimos.

–Hola, yo… –tomó aire, apretó los puños, siguió adelante–. Usted va a pensar que estoy loca, a mi edad, pero… Veraneo aquí desde hace muchos años, y siempre he querido… Es lo que más me gustaría en el mundo, hacer uno de sus cursos, de lo que sea, lo más fácil, aunque… Usted me va a decir que me conviene más el aquagym, ¿verdad?

–¿Yo? –la chica se echó a reír–. ¿Y por qué voy a decirle yo eso, mujer, si no me ha hecho usted ningún daño?

Entonces se rieron las dos. Media hora después, enfundada en un mono de neopreno, Adela sujetó una vela por primera vez en su vida. Mucho antes de practicar en el mar, fue ya enormemente feliz

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