La herencia de Juby

No teníamos la misma edad, no votábamos al mismo partido, no vivíamos en el mismo barrio, pero nos queríamos

Durante mucho tiempo creí que Juby se llamaba Jubilosa. Inventé para ella un nombre que no existe, pero no fue un capricho ni una equivocación. Yo creía que Juby tenía que llamarse Jubilosa porque ese nombre la definía mejor que cualquier otro. Para mí, ella siempre ha sido un sinónimo de la alegría, y alegría es mi palabra favorita.

Juby era también una de mis personas favoritas. La quería mucho porque la admiraba mucho. El amor verdadero nunca es posible sin la admiración, y Juby derrochaba las virtudes que me parecen más admirables en un ser humano. Porque era buena e inteligente, mu...

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Durante mucho tiempo creí que Juby se llamaba Jubilosa. Inventé para ella un nombre que no existe, pero no fue un capricho ni una equivocación. Yo creía que Juby tenía que llamarse Jubilosa porque ese nombre la definía mejor que cualquier otro. Para mí, ella siempre ha sido un sinónimo de la alegría, y alegría es mi palabra favorita.

Juby era también una de mis personas favoritas. La quería mucho porque la admiraba mucho. El amor verdadero nunca es posible sin la admiración, y Juby derrochaba las virtudes que me parecen más admirables en un ser humano. Porque era buena e inteligente, muy buena y muy inteligente. Porque era fuerte y sensible, muy fuerte y muy sensible. Porque poseía una voluntad de hierro y un candor inmaculado, y se apoyaba en ambos por igual para disfrutar de todas las cosas, desde las más sencillas hasta las más sofisticadas. Juby era una mujer sabia que se reía como una niña pequeña. Yo la admiraba tanto por su sabiduría como por la transparente claridad de su risa.

Juby Bustamante era mi amiga. Una amiga especial, como son siempre especiales los mejores amigos. Una amiga propia y heredada, porque desde el principio nos unió el amor que compartíamos por Toni López Lamadrid mientras él estuvo vivo, y después, más aún, cuando murió. Las dos formábamos una extraña pareja. No teníamos la misma edad, no votábamos al mismo partido, no vivíamos en el mismo barrio, no veraneábamos en la misma playa, no compartíamos demasiados amigos y ni siquiera éramos del mismo equipo de fútbol, pero nos queríamos. Cada una de nosotras descubrió en su corazón, gracias a la otra, una cuerda ignorada capaz de producir una melodía armoniosa cuando estábamos juntas. Una afinidad que parecía haber existido siempre, incluso antes que nosotras mismas. Un misterio gozoso, en el que el gozo fulminaba al misterio porque nunca nos preguntamos, yo nunca me pregunté, ni por qué, ni cómo, ni cuándo habíamos empezado a querernos tanto. Ningún sentimiento puede explicar mejor la amistad que este intrincado laberinto de emociones. Lo único que importa es que querer a Juby, y que Juby me quisiera, es uno de los privilegios que le agradezco a la vida.

Lo suyo tenía más mérito, porque querer a Juby era muy fácil. Ese es el mayor elogio que puede hacerse de una persona y no existe otro epitafio más exacto, más justo, para recordarla. Era un ser luminoso, que irradiaba y concentraba luz al mismo tiempo. Una mujer tan generosa que cuando quería a alguien, se entregaba por completo, sin condiciones. Una mujer tan generosa que congregaba a su alrededor a todos los que la queríamos porque siempre, hasta el final, tuvo tiempo para nosotros. Y siempre, hasta cuando empezaron a sobrarle motivos para preocuparse por ella misma, estuvo pendiente de los problemas y las preocupaciones de sus amigos. Quizá por eso, cuando empezaron a llegar las malas noticias, no les di importancia.

Yo te tengo mucha fe, Juby, le decía, yo creo mucho en ti, y era verdad. Ella se reía, y salía de las sesiones de quimioterapia comiéndose los cruasanes de dos en dos, porque no quería adelgazar. No estoy dispuesta a darme pena cuando me miro al espejo, decía, y nos seguíamos riendo. Nos reímos mucho, del cáncer, de la quimio, de la radio, nos reímos de todo hasta que ese todo pudo más. Y sin embargo yo sigo creyendo en Juby, sigo teniendo una fe ilimitada en ella. Eso, como mi amor, vivirá mientras yo viva.

Hace ya bastantes años, Juby me regaló un collar extraordinario, una hilera de piezas redondas como inmensos rubíes, esmeraldas, zafiros, diamantes de plástico y un valor incalculable. Esa irónica interpretación de las joyas de la Castafiore la define tan bien como el nombre inexistente que la adjudiqué por mi cuenta. Cuando no me apetece salir de casa, cuando amanece un día nublado, cuando estoy triste o desanimada, me pongo ese collar de piedras auténticas, que son preciosas porque saben transmitirme alegría de vivir. Esta es la herencia que he recibido de Juby Bustamante, el ejemplo que procuro imitar, la risueña memoria que quiero evocar ahora que ya no está, cuando tanto dolor se agrupa en mi costado que, por doler, me duele hasta el aliento.

Juby no se llamaba Jubilosa, pero era alegría pura, pura vida, un regalo del mismo destino que nos la ha arrebatado a traición, antes de tiempo. Ella debería haber vivido siempre, y alguien tendrá que contarle a su nieto Tomás, algún día, que cuando amanece cada mañana, es la risa de su abuela, esa mujer excepcional a la que ha perdido con sólo cuatro meses, la que enciende el sol. www.almudenagrandes.com

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