Una metamorfosis

Mientras esperaba a que subiera el café, se asomó a la ventana de la cocina y sintió una misteriosa excitación.

Aquel fenómeno se había ido acrecentando en pequeñas dosis a lo largo del último año. Era una sensación tan extraña, tan ajena a sí misma, que al principio se asustó. Antes siempre les había mirado con hostilidad, una animadversión casi congénita. No en vano era hija del Cuerpo y había vivido en muchas casas cuarteles, como hija de un guardia civil, primero; como esposa de otro hasta que su pobre Manolo se jubiló, hacía ya más de diez años, por culpa de la enfermedad que acaba...

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Mientras esperaba a que subiera el café, se asomó a la ventana de la cocina y sintió una misteriosa excitación.

Aquel fenómeno se había ido acrecentando en pequeñas dosis a lo largo del último año. Era una sensación tan extraña, tan ajena a sí misma, que al principio se asustó. Antes siempre les había mirado con hostilidad, una animadversión casi congénita. No en vano era hija del Cuerpo y había vivido en muchas casas cuarteles, como hija de un guardia civil, primero; como esposa de otro hasta que su pobre Manolo se jubiló, hacía ya más de diez años, por culpa de la enfermedad que acabaría matándole poco después. Desde entonces, Venancia vivía sola en un piso pequeño y luminoso, en un barrio modesto pero agradable de las afueras de la ciudad, cuya existencia dominaba sin dificultad desde su atalaya del octavo piso.

La cristalera del salón daba a la avenida. La ventana de la cocina, a la calle del centro de salud. Así empezó todo. Cuando las batas blancas empezaron a colgar de alféizares y barandillas, no se extrañó, porque sabía que varios de sus vecinos trabajaban allí, y al menos dos, en un hospital cercano. Pero al ver una sábana blanca en la terraza del tercero B estuvo a punto de desmayarse. Se habrán mudado, se dijo, se lo habrán vendido a otros, porque ellos no, ellos nunca harían una cosa así… Hasta que una mañana, Mila le dio la vez en la carnicería y no fue capaz de quedarse callada.

-¿Y qué? –contestó ella, muy tranquila–. Mi marido es guardia civil, sí. Por eso le han recortado el sueldo, le han quitado la paga extra, y además… ¿Qué pasa, que los guardias no se ponen enfermos? ¿Y mis hijos, qué? Si nos cierran el centro, ¿adónde voy a llevarlos? ¿Colgar una sábana blanca es un delito? ¿Es que yo no pago impuestos, no tengo derecho a exigir que no usen mi dinero para amargarme la vida?

Alborotar, no; los desplantes ante la policía, no; no puede ser…¿Y entonces, qué, Venancia?

Venancia no tenía respuestas para tantas preguntas, pero tampoco quiso darle la razón a su vecina. Negó con la cabeza varias veces, mientras rumiaba la única respuesta que se le ocurría, ya, pero es que eso no son formas, protestar no arregla nada, las cosas no se hacen así… El problema fue que, al llegar a casa, no había encontrado aún una alternativa que la convenciera. Alborotar, no, se repetía; las pancartas, los megáfonos, los desplantes ante la policía y cortar la calle todos los miércoles, no; eso no puede ser… ¿Y entonces, qué, Venancia? No lo sé, se respondía a sí misma, y no sabía, no entendía lo que le pasaba, de dónde había salido esa incertidumbre que la vapuleaba por dentro como a un muñeco de trapo.

Desde la ventana de la cocina veía a los municipales cargando contra los manifestantes una mañana, y otra, y otra más, y sentía ganas de rezar para que se disolvieran, para que no se expusieran, para que la absolvieran de las dudas que la estaban destrozando. Hasta que una mañana se dio cuenta de que no rezaba por los policías. Ya no estaba segura de nada, pero cuando los chicos del barrio volcaban un contenedor, sufría por ellos, por si los detenían, por si les hacían daño, y por sus madres, pobrecitas. Era todo tan raro…

Hasta que dejó de serlo. Porque, de momento, el centro de salud no lo habían cerrado. La amenaza de trasladarlos a otro más grande, según el concejal, más nuevo, mejor equipado, pero tan alejado de sus casas que era imposible llegar hasta él en transporte público sin hacer transbordo, no se había cumplido. El centro seguía abierto. Con menos personal y sin urgencias nocturnas, pero abierto. Los vecinos habían ganado, y aunque no se había desconvocado la concentración semanal, para exigir que se devolviera al barrio lo que se le había quitado, nadie había vuelto a cortar la calle hasta hoy.

Hoy sí. Mila se lo había contado la semana pasada, cuando se encontraron en el portal. Ella ya había visto algo en la tele, y en la radio lo decían todo el tiempo, que querían cargarse el parque para construir viviendas de precio libre y un aparcamiento subterráneo para residentes. Para eso quieren ensanchar las aceras, para que no se pueda aparcar en la calle, ¿te das cuenta…?

Aquella mañana, al cerrar la ventana de la cocina, Venancia se había dado cuenta de eso y de mucho más.

-Pero, abuela… –le dijo un muchacho que estaba repartiendo panfletos cuando la vio llegar–, ¡que ha salido usted con las zapatillas de andar por casa!

–Ya lo sé, hijo –respondió ella, mientras levantaba el brazo para saludar a Mila–. Pero he pensado que si al final hay que correr… Mejor esto que los zapatos, ¿no?

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