REPORTAJE

El arte de los olvidados

Trabajos inquietantes, oscuros y misteriosos. Un colectivo de creadores con discapacidad intelectual desafía los cánones.

Eduardo de la Calle con la obra a la que ha dedicado dos años.Teresa Isasi

A Lola Barrera, la vida le ha ido llevando de una cosa a la otra desde que colgó la bata blanca para dedicarse a la pintura, tras ejercer 10 años como médico. Eso fue en los noventa. En la siguiente década dio el giro al cine, y en este salto tuvo mucho que ver su hija con síndrome de Down fruto de su relación con el realizador Julio Medem. Leyó en una revista dedicada a esta enfermedad un reportaje sobre Judith Scott, artista estadounidense con Down, sordomuda y cuyas esculturas cotizaban al alza en el mercado intern...

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A Lola Barrera, la vida le ha ido llevando de una cosa a la otra desde que colgó la bata blanca para dedicarse a la pintura, tras ejercer 10 años como médico. Eso fue en los noventa. En la siguiente década dio el giro al cine, y en este salto tuvo mucho que ver su hija con síndrome de Down fruto de su relación con el realizador Julio Medem. Leyó en una revista dedicada a esta enfermedad un reportaje sobre Judith Scott, artista estadounidense con Down, sordomuda y cuyas esculturas cotizaban al alza en el mercado internacional. Con su expareja Medem de productor, Barrera viajó a California para codirigir junto al realizador Iñaki Peñafiel un documental sobre ella. Allí le impactó el Creative Growth Art Center, el lugar donde trabajaba la escultora junto a otras personas con discapacidad. Un espacio donde se alentaba la creación outsider o art brut; así suele denominarse al arte libre de influencia, parido en los márgenes de la sociedad. A la vuelta, mientras promocionaba la película sobre Scott ¿Qué tienes debajo del sombrero?, solía anunciar que quería montar una institución similar en España. Fue su siguiente giro: de cineasta a directora de Debajo del sombrero, una “plataforma de creación contemporánea dirigida a personas con discapacidad intelectual”, que nació en 2007. El 19 de noviembre, La Casa Encendida de Madrid inaugura la primera gran exposición de arte outsider de España. Los 26 artistas de la muestra han salido del colectivo.

Andrés Fernández, uno de los artistas con discapacidad del colectivo Debajo del sombrero.Teresa Isasi

Hace unas semanas, Barrera, de 52 años, abandonó un momento un aula en la segunda planta de La Casa Encendida. Era el primer día del nuevo curso para los alumnos de primer año y los novatos estaban viendo el documental Encuentros en el fin del mundo, en el que el director Werner Herzog viaja a la Antártida en busca de la belleza en los confines de la Tierra. Barrera abandonó la clase sujetando el iPad con el que suele documentar todas las obras. Se sentó y fue pasando con el dedo criaturas fascinantes, como las de José Manuel Egea, un gigante de 25 años con un trastorno del espectro autista. Egea solo pinta hombres lobo (“teen Wolf”, suele decir con su vozarrón) o al superhéroe Hulk, o una curiosa síntesis de ambos. Le obsesionan desde los cinco años. En casa, al artista lo suelen dejar en cueros porque en cuanto puede se rasga la ropa por la mitad, como si quisiera sacar la criatura que lleva dentro. Todos sus jerséis llevan un remiendo. Ese corte impulsivo también lo practica en sus obras, una vez terminadas, confiriéndoles una misteriosa composición a tajos. Nadie sabe por qué.

Luego, los dedos de Barrera se posaron sobre una extraña escultura, una taquilla de feria en cuyo interior hay un busto verde (la taquillera) y en la que se lee: “Dance extreme”. La obra aparece en el cortometraje homónimo de Belén Sánchez, una videoartista de 40 años con retraso mental. Una tarde de octubre, Sánchez, sentada en el salón de su casa, lanzó un chillido de satisfacción cuando su madre encontró el DVD con el cortometraje, un viaje surrealista en el que la artista interpreta todos los personajes y todas las voces y es el molde de todas las esculturas que aparecen en el filme. Arranca con ella esperando el autobús; la rapta un camión; es arrastrada al parque de atracciones, donde la obligan a subir en la montaña rusa hasta vomitar y perder el conocimiento. Una voz en off desquiciada dice: “¿Qué te pasa, cariño?”, y cuando es ensartada por las agujas de un reloj añade: “Mira cómo sangra… Un cabrito”; la trasladan a un quirófano y es revivida con una transfusión en la nuca. Al despertar, aparece en la taquilla de Dance extreme; suena música de baile y gira una estatua diabólica, cuyo rostro es un molde de ella misma. Ocho minutos impenetrables que lo dejan a uno clavado en la silla. Su madre dice que ve a su hija “un poco sádica” y que le gustaría que “le dieran un caballete y pintara lo que ve”. Pero asume que “quienes saben de arte” valoran su trabajo.

Sus propuestas muestran el enigma de la vida y el desgarro del que brota la necesidad”, dice Ángel Gabilondo

¿Qué es arte? Este es quizá el debate más interesante que plantea esta muestra en la que hay mucho más: los mapas y las listas de Andrés Fernández, un chico que se quedó sin oxígeno al nacer, que siempre lleva un GPS encima y documenta hasta los planos de sus sueños; o la propuesta de Eduardo de la Calle, un hombre sin habla, que lleva dos años levantando una especie de rascacielos chabolista con trocitos de madera. Tomás Bañuelos, escultor y colaborador del Sombrero, confiesa: “Esta gente rompe con la grandilocuencia del artisteo. Es casi, yo diría, el arte de verdad”. Creaciones “elaboradas en medio de una soledad dramática y que tienen como único objeto encantar a su autor”, decía Jean Dubuffet, creador del concepto del art brut. “Considero que estamos ante arte, no como mera expresión o manifestación, sino como generación de posibilidades de belleza y de vida”, según el catedrático de Metafísica Ángel Gabilondo, que ha visitado el colectivo. “En estos trabajos se hace patente el enigma de la vida y el desgarro del que brota la necesidad”.

Luis Sáez, cofundador del Sombrero, prefiere emplear el símil de una enorme cueva descubierta a partir de una grieta en un muro de hielo. Esa imagen es uno de los clímax del documental de Herzog que les pasan a los nuevos. Belén Sánchez, por ejemplo, comenzó pintando bodegones. Un día hizo un collage y pidió una cámara. Grabó una escena superponiendo su voz a las imágenes. Al poco, pintó el storyboard de su corto Extreme dance. Tenía algo que contar. Y su vídeo le ha dado nombre a la exhibición, Mundo extreme. El fruto de seis años de trabajo que Barrera, con todo su bagaje como médico, pintora y cineasta, resume así: “Estar receptivos a lo que trae cada persona”.

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