Otro artículo perfecto

Gabi Beltrán

Hace años me comprometí a escribir cada año un artículo veraniego sobre los artículos que me hubiera gustado escribir ese año. No he cumplido, pero no volverá a ocurrir (o eso espero): al fin y al cabo, no hay que descartar que alguien pueda imaginar, entre los escombros de estos artículos nonatos, el artículo perfecto, el que todos los articulistas perseguimos en vano.

Me hubiera gustado mucho escribir, por ejemplo, un ar­tículo anunciando que nunca volveré a escribir un artículo sobre el nacionalismo. Es una pérdida de tiempo: como dice Proust, lo que no ha entrado racionalmente en un...

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Hace años me comprometí a escribir cada año un artículo veraniego sobre los artículos que me hubiera gustado escribir ese año. No he cumplido, pero no volverá a ocurrir (o eso espero): al fin y al cabo, no hay que descartar que alguien pueda imaginar, entre los escombros de estos artículos nonatos, el artículo perfecto, el que todos los articulistas perseguimos en vano.

“Me hubiera gustado escribir una furiosa apología de la discoteca”

Me hubiera gustado mucho escribir, por ejemplo, un ar­tículo anunciando que nunca volveré a escribir un artículo sobre el nacionalismo. Es una pérdida de tiempo: como dice Proust, lo que no ha entrado racionalmente en una cabeza no puede salir de ella de forma racional. El nacionalismo es un sentimiento convertido en ideología. O una neurosis. Todas las sociedades tienen la suya: la de Cataluña es España. Mi artículo recogería una frase que le oí decir en sueños a un personaje que parecía Vladímir Putin, pero que bien podría ser Jordi Pujol: “El catalán que no quiere la independencia no tiene corazón; el que la quiere no tiene cabeza”. En mi artículo abominaría de quienes abominan del nacionalismo catalán (o el vasco, o el gallego) pero lamentan la falta de patriotismo español, de quienes sostienen que el nacionalismo español ya no existe, de quienes protestan contra los que quieren abolir el castellano en Cataluña pero no contra los que quieren abolir el catalán en Aragón. Otro artículo que me hubiera gustado escribir es un elogio de Alemania en estos tiempos en que todos despotrican de Alemania. El argumento hubiera sido simple: nadie puede liderar mejor que Alemania la unión de Europa, porque nadie en Europa está más cerca que los alemanes de terminar con el nacionalismo; ellos, hacia finales del siglo XVIII, lo inventaron, y ellos, hacia mediados del XX, lo llevaron a su éxtasis: 50 millones de muertos. De ahí que ninguna persona alfabetizada pueda oír en Alemania la palabra nacionalismo sin que se le pongan los pelos de punta; de ahí que en el centro de Berlín haya un monumento a los soldados soviéticos que en 1945 tomaron esa ciudad a sangre y fuego, y de ahí que la mayor aspiración actual de los mejores alemanes sea disolverse en Europa. Para rebajar mi entusiasmo teutón me hubiera gustado escribir un artículo asombrándome del asombro causado en Alemania por la publicación, en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, de textos del joven John F. Kennedy en los que éste alaba a Hitler; porque es asombroso que los alemanes, que han asumido mejor que nadie su pasado reciente, hayan olvidado que el problema no es sólo por qué una banda de gánsteres liderada por un psicópata hechizó a su país, sino por qué hechizó al mundo. Me hubiera gustado también comentar el concepto de “depresión poscomunista”, acuñado por Emmanuel Todd para describir el vacío dejado por la desaparición del comunismo en aquellos lugares en que éste constituyó “una creencia colectiva estructurante”, un vacío sin el que no se explican el nihilismo de Berlusconi ni el populismo racista de Le Pen; el artículo hubiera incluido una frase letal de Dostoievski: “No hay para el hombre preocupación más constante que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse”. Y, puestos a hablar de Dostoievski, me hubiera encantado contar la historia infame y fascinante, desvelada por el The Times Literary Supplement, de un erudito que se vengó de sus colegas engañándolos durante años con el invento de un falso encuentro entre Dickens y Dostoievski, que todos creyeron.

Pero lo que más me hubiera gustado escribir es un comentario de la obra de Guillaume Dustan, un mediocre escritor difunto, homosexual y exhibicionista reivindicado ahora por el incurable esnobismo francés; el artículo sería en realidad una excusa para hacer una furiosa apología de la discoteca, lugar que de chico frecuenté poco, porque estaba hecho un lío con Kierkegaard y Unamuno, y de mayor todavía menos, porque los porteros tienden a confundirme con un padre en misión de vigilancia y no suelen dejarme entrar. Pero estoy convencido de que es un lugar fantástico, ideal para las noches de agosto. El artículo terminaría con estas palabras de Thomas Clerc a propósito de la pasión discotequera de Dustan: “La danza y la música unen a la gente, y en el fondo la discoteca de noche es el lugar de una vanguardia popular. Ella realiza el ideal democrático”. Feliz verano.

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