La otra tragedia del Yak-42

La última imagen. 25 de mayo de 2003. Kabul (Afganistán). El brigada César Barciela González, de 44 años, es fotografiado pocos minutos antes de subir a bordo del Yakolev 42 que debía conducir al contingente militar español de vuelta a España. Horas más tarde, el aparato se estrellaba en las cercanías de la localidad turca de Trabzón. Sesenta y dos militares españoles fallecían en el acto. La cámara con la que fue realizada esta fotografía fue recuperada por los equipos de rescate y entregada a su viuda, Margarita Pérez. Margarita cedió esta imagen a El País Semanal en Burgos.liniers

Vinimos a ayudar al pueblo afgano, pero hemos sido nosotros los que más provecho hemos sacado de esta misión”. El 25 de mayo de 2003 el teniente coronel José Ramón Solar, jefe del IV contingente militar español en Afganistán, estaba feliz. “Misión cumplida. Volvemos a casa”. Su primer día de relax tras casi cinco meses de misión en las proximidades de Kabul. “Había estado muy preocupado. Era la primera vez que su regimiento de Ingenieros iba a Afganistán. Una responsabilidad enorme”, recuerda su compañera Mila Ordóñez. “Me decía que habían reducido el número de soldados y les faltaba material....

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Vinimos a ayudar al pueblo afgano, pero hemos sido nosotros los que más provecho hemos sacado de esta misión”. El 25 de mayo de 2003 el teniente coronel José Ramón Solar, jefe del IV contingente militar español en Afganistán, estaba feliz. “Misión cumplida. Volvemos a casa”. Su primer día de relax tras casi cinco meses de misión en las proximidades de Kabul. “Había estado muy preocupado. Era la primera vez que su regimiento de Ingenieros iba a Afganistán. Una responsabilidad enorme”, recuerda su compañera Mila Ordóñez. “Me decía que habían reducido el número de soldados y les faltaba material. Eran los parientes pobres de las misiones de paz. Estuvo vomitando unos días antes de su marcha, el 14 de enero”.

La misión había comenzado con mal pie. Algunos familiares hablan de “malas vibraciones” desde aquel día de Reyes de 2003 en que los miembros del contingente confirmaron a sus familias la marcha inminente. Todo fueron prisas. Según diversas fuentes, el contingente, un rompecabezas de distintas unidades, no se concentró antes de su partida como hubiese sido aconsejable. Carecía de parte del material y, algunos de sus miembros, de las chapas de identificación y las preceptivas vacunas; incluso de médico: éste llegó a Kabul 12 días más tarde. El sargento experto en informática no era experto en informática y el jefe de cocina nunca había visto una cocina. El viaje de ida fue un infierno de 20 horas; nada más despegar, el avión se tuvo que desviar a Lisboa para repostar. Ya sobre territorio afgano, estuvo a punto de estrellarse. Como constancia de este hecho, el correo electrónico enviado por el capi­tán Ignacio González a su familia en los días posteriores al suceso: “¿Sabíais que en el viaje de ida antes de aterrizar casi chocamos con un avión? Bueno, pura anécdota que intentaremos no repetir”.

El comandante Antonio Perla a bordo del Yak. La cámara fue recuperada por los equipos de rescate.

No era un batallón de novatos. El teniente coronel Solar y sus hombres eran veteranos de Bosnia y Kosovo. Expertos en reconstrucción, ayuda civil, desactivación de explosivos. Un equipo compacto. “Gente que funcionaba como un reloj en situaciones límite”, explica un oficial que exige el anonimato. “Cuando estás tan lejos, en medio de un conflicto, necesitas rodearte de gente que sabes no la va a cagar”. Pero Afganistán era un escenario peor que los Balcanes: un territorio en guerra, castigado por el terrorismo y la miseria, sembrado de minas (es el segundo país del mundo con mayor número de trampas explosivas), con un clima extremo. Durante más de cuatro meses, los 123 hombres y mujeres del contingente del Ejército de Tierra español lo iban a pasar mal. No pudieron salir del acuartelamiento en sus horas de ocio ni desviarse del camino trazado por ellos mismos entre el aero­puerto y su campamento; durmieron en camastros (algunos se pagaron colchonetas de su propio bolsillo). “Cuando llegaron a Afganistán ocuparon unas naves que el ejército ale­mán había desechado”, relata un familiar. “Nuestras instalaciones no tenían nada que ver con las de los americanos, que tenían hasta pizzería y gimnasio; nosotros, buen ambiente y paella los domingos, porque de dinero, los que menos”, explica un suboficial que estuvo en Kabul. Un correo electrónico que envió uno de los oficiales confirma ese estado de las cosas: “La gente aguanta, pero empieza a estar muy cansada. Tengo la conciencia muy tranquila que hemos hecho lo que hemos podido siendo tres gatos. La pena es que nos vamos a quedar con la íntima satisfacción del deber cumplido como siempre, pero pocos sabrán apreciar la excelente labor que ha hecho mi gente. Pero seguiremos adelante”.

Pero aquel domingo 25 de mayo, el día fijado para el regreso, el teniente coronel Solar estaba orgulloso. No había perdido un solo hombre. Ni uno solo de sus tres equipos de tedax (técnicos en desactivación de explosivos). Ni de los 12 hombres del Ejército del Aire que defendían el despliegue aéreo español en el aeropuerto. Vol­vían machacados, con la piel agrietada, tos crónica y hemorragias nasales por el pol­vo que habían tragado y con el eco en los oídos de los cohetes talibanes que ha­bían impactado sobre el Warehouse Camp. Así lo relataba en un e-mail el capitán Ignacio García Castilla a su mujer: “A veces nos dan pequeños sustos que hacen que nos pasemos encerrados en un búnker tres o cuatro horas, pero al final te acostumbras y lo tomas con filosofía”. Volvían. Los malos ratos habían pasado. El 14 de mayo había partido hacia España más de la mitad de sus miembros. Y el domingo 25 de mayo les tocaba a ellos. Cuarenta profesionales del Ejército de Tierra, 21 del Aire y un comandante de la Guardia Civil. Solar no dejaba de sonreír. Así se le ve en las últimas fotos rodeado por sus oficiales el mismo día de la partida. “¡La siguiente, Irak!”, aventuró el capitán Santiago Gracia.

El alférez David Paños en las cercanías de Kabul.

Algunos tuvieron tiempo de hacerse una fotografía en la pista del aeropuerto de Kabul antes de subir al avión. Estas imágenes fueron recuperadas tras el accidente por los equipos de rescate, que encontraron cámaras intactas que fueron devueltas a las familias. En noviembre, Margarita Pérez nos hizo entrega en Burgos de las del brigada César Barciela con la inquietante silueta del avión Yakovlev 42D matrícula UR-42352 a su espalda. En esa fotografía, el Yak va engullendo figuras anónimas vestidas de camuflaje. Provoca escalofríos.

En Valencia, Rosa Camps nos mostró las últimas de su marido, el comandante médico Antonio Perla, un madrileño de 48 años para el que Afganistán había supuesto su primera misión en el extranjero. “Toni fue de rebote, 12 días más tarde que el resto, pero resultó para él una experiencia maravillosa. ‘He sentido que he ayudado a los que lo necesitan’, me dijo. Habían conseguido prótesis para los mutilados por las minas, realizado un estudio sobre la malaria, trabajado con orfanatos. Repartieron comida y juguetes. Incluso dieron dinero de su bolsillo. Su trabajo era como el de una ong. Y estaban felices. Lo que temía Toni era el vuelo de vuelta: ‘Me da yuyu…’, me dijo en su última llamada”.

Varios de los militares españoles, fallecidos en el accidente del Yak-42, en una entrega de juguetes en un colegio afgano.

Es cierto. La única sombra que enturbiaba la alegría de Solar y sus 53 hombres –a los que se incorporarían otros nueve del Ejército del Aire en una escala en Manás (Kirguizistán)–, la tarde del 25 de mayo, la proyectaba el avión ucraniano que les iba a transportar a España. Un modelo que contaba con seis accidentes en los últimos 20 años. Que en el momento de la tragedia sólo usaban para transportar sus tropas los Gobiernos de Turquía, Croacia y Austria. Que ninguna gran compañía aérea del mundo incorporaba en su flota. ¿Por qué subieron a bordo? “Después de cinco meses en Afganistán estás tan quemado que te vuelves en bicicleta”, explica un oficial. “Tenían más miedo al viaje que a la misión”, confiesa la mujer del teniente coronel Solar. No es una exageración, sino una opinión extendida entre los soldados españoles. Y ninguno con más criterio aero­náutico que los especialistas del Ejército del Aire que participaban en el contingente. Las viudas de los brigadas Eduardo Ro­dríguez y Pedro Rodríguez, amigos desde la infancia, vecinos de Sotés (La Rioja) y destinados hacía más de diez años en el Ala 31 de Transporte en Zaragoza como mecánicos de los aviones Hércules destacados en Manás, confirman esa versión. Mari Ángeles, viuda del primero, explica cómo en una de sus últimas llamadas “me dijo textualmente: ‘Esos aviones ucranianos me dan pánico”. Pilar, viuda del segundo, corrobora una conversación similar: “Estaba preocupado porque esos aviones no estaban bien, y si me lo dijo es que no estaban bien: él era un profesional, ¿para qué se lo iba a inventar? Él vio algo raro…”.

Más allá de estas conversaciones indemostrables, el correo electrónico enviado por el comandante José Manuel Ripollés a su mujer el 22 de mayo, tres días antes de la partida, resume los estados de ánimo: “De mi regreso sólo te puedo decir que, de momento, a día jueves, nos han cambiado un par de veces el regreso, y parece ser que salimos el domingo 25 sobre el medio­día y llegamos a Torre­jón sobre las 07.00 h, claro está sin contar con los retrasos a que nos tienen acostumbrados los transportes que salen de la zona. Como te puedes imaginar, no son aviones nuestros, sino alquilados a un grupo de piratas aéreos que en condiciones límite transportan nuestro material y personal. Te hablo de los Tupolev, Yakovlev… vamos, como el avión, bueno, mejor dicho, el vion que tuvo una apertura fortuita en África y fueron succionados los pasajeros. La verdad, sólo con ver las ruedas y la ropa tirada por la cabina de la tripulación te empieza a dar taquicardia…”.

En la imagen, un grupo del contingente en el Warehouse Camp.

A las 4.45 (hora local) del día 26 de mayo de 2003, el Yakovlev 42D se estrellaba en una zona montañosa a 10 kilómetros de la localidad turca de Trabzón, donde había intentado tomar tierra. No hubo supervivientes.

Desde las ventanas de la casa de Ma- ría Peña en Burgos se divisa un paisaje inequívocamente castrense: el cuartel general de la mítica División Brunete, la residencia de oficiales, la Ciudad Deportiva Militar. María es la viuda del capitán de Ingenieros Ignacio González Castilla, fallecido a los 32 años en Trabzón. El llanto de sus tres hijos, de tres, dos y un años, llena el hogar. María y otras seis viudas del accidente del Yak-42 reciben a los dos periodistas con fría amabilidad. Dos prefieren que su nombre no figure en este reportaje. Una critica agriamente la labor de la prensa: “Sólo buscáis carnaza”. Otra, viuda de un oficial, prefiere que sus suegros no vean en ella ningún afán de crítica a las Fuerzas Armadas: “Para ellos ha sido horrible. Se han refugiado en que su hijo murió ‘por la patria’. Y yo no puedo contradecirles. Eso sí, si tuviera aquí a Trillo, le diría cuatro cosas: ¿Dónde están los informes que envió mi marido sobre dos vuelos desastrosos y que nunca nadie contestó?”. Las otras cuatro mujeres, Mari Paz Fer­nández, Mila Ordóñez, Mari Carmen Bermejo y Margarita Pérez, son las viudas del comandante Ripollés, el teniente coronel Solar y los brigadas José Ignacio Pacho y César Barciela.

En el opaco ambiente militar no es frecuente que un grupo de mujeres de militares hable con la prensa. Y menos aún que critiquen las actuaciones de la cúpula de Defensa. No temen nada. En todo caso, la incomprensión de los compañeros de sus maridos. Se debaten en una suerte de desdoblamiento de personalidad. Por un lado, critican con dureza la forma en la que los pasajeros del Yak-42 encontraron la muerte: “Una auténtica chapuza que no se merecían. Ellos estuvieron a la altura de su país y su país no estuvo a su altura”. “Que se investigue. Que dimitan los responsables”. Por otro, intentan que de sus palabras no se deduzca una crítica al ejército. No son antipatriotas, no son antimilitaristas ni familias de tercer grado de las víctimas, como ha acusado algún responsable de Defensa a los familiares más respondones. No las mueve el ansia de las indemnizaciones. “Y a mí ¿quién me devuelve mi marido? Hasta ahora sólo hemos cobrado 60.000 euros de un seguro de vida, lo que nos corresponde”. Cantidad que no recibi­rán las que no estaban casadas.

Mujeres rotas de dolor que buscan la verdad. “Y que nunca se repita una tragedia como la del 26 de mayo, que se pudo evitar con mejores medios de transporte”.

“¿Sabes por qué no había dinero para un transporte digno para los soldados? Claro, no había presupuesto, pero es que ni éste ni otro ministro se ha preocupado de que el país conozca el trabajo que hacían allí. Que se sientan apoyados. El ministro no ha hecho de correa de transmisión entre el ejército y la sociedad. Se han tenido que matar 62 soldados para que la gente se entere de que hay compatriotas suyos en Afganistán”, esgrime María Peña.

“No les han dejado ni el sueño romántico de morir cumpliendo con su trabajo. Eran militares. Corrían un riesgo. Podían haber muerto con un misil. Morir como militares y no en una porquería de avión a cuatro horas de Madrid”, reflexiona sin levantar la voz Mari Paz Fernández.

Es admirable la entereza de estas mujeres. A lo largo de cuatro horas de conversación, las lágrimas pugnan por asomar a sus ojos. A veces no pueden más. En ese momento en que Mari Carmen Bermejo recuerda la madrugada del día 26 de mayo, con la casa inundada de globos y pancartas para dar la bienvenida al brigada Pacho González, en que tuvo que confesar a sus dos hijas: “No va a haber fiesta; papá no va a volver”. O esa viuda que se encontró con la noticia de la muerte de su marido en televisión y se puso a tender la ropa: “No supe reaccionar de otra manera”.

“No les dejaron ni el sueño romántico de morir cumpliendo su misión como militares”.

Son una raza aparte. Acostumbradas a las continuas ausencias de sus maridos, muchas veces en territorio en guerra. Para algunos de los fallecidos, Afganistán era su cuarta experiencia en fuerzas de pacificación. “Y al principio les podía hacer ilusión, pero ya estaban cansados. A Afganistán iban con menos ganas, sin una misión militar concreta, y sabían que nos quedábamos otra vez solas con los niños”. Sólo hay que leer un correo electrónico del capitán González Castilla a su mujer desde el Warehouse Camp: “Cada vez tengo más ganas de llegar y devolveros el tiempo que por mi condición de militar os he quitado”.

Desde 1993, 23 militares españoles han muerto en misiones de paz. Sin contar los siete fallecidos del CNI. “Ese riesgo continuo y la separación no se paga con millones”. “Meses viendo pobreza, guerra. Aislados. Cuando volvían a España, tenían que readaptarse a nuestro tipo de vida. Yo pensaba: a lo mejor, después de tanto tiempo sin ver una mujer, en lo sexual se ha vuelto un egoísta. Tenían que aprender de nuevo a vivir en familia. Y sin ayuda: un psicólogo para todo el cuartel. Estos años ha habido muchos militares que han vuelto de una misión y su pareja les había abandonado”.

En la reunión con los dos periodistas, las viudas reivindican con vehemencia la memoria de sus maridos. Su labor humanitaria. “Su obsesión por el sacrificio, la entrega, el compañerismo”. “Nadie se ha preocupado en explicar qué hacían allí. No estaban pegando tiros, no iban de ardor guerrero. Debajo del uniforme había personas de carne y hueso, que tenían familia y cuyo bienestar no le importaba a este Gobierno”, inquiere con rabia Pilar, viuda del brigada del Aire Pedro Rodríguez.

El capitán González Castilla con un grupo de niños.

A medida que transcurre la conversación, sus críticas hacia el Ministerio de Defensa se hacen más duras. “No queremos dañar la imagen de las Fuerzas Armadas. Son los que mandan los que han hecho que parezcamos un ejército bananero. Si no hay dinero para tener 3.000 soldados en el mundo, que no les envíen. Que no les manden con material antiguo, vehículos sin frenos y en esos aviones para que Trillo y Aznar se hagan la foto”.

Las quejas de las 24 familias con las que se ha entrevistado este periodista en Zaragoza, Valencia y Madrid, y telefónicamente con Andalucía y Cantabria, son interminables. Se sienten “olvidados y engañados”. “Maltratados por el Ministerio de Defensa”. Algunos de ellos están íntimamente unidos al ejército, como Pilar Saa, madre del alférez David Paños, casada con un jefe del Ejército del Aire, y con dos hijos militares. “Hay compañeros que temen que el ejército quede tocado con nuestras críticas. Pero se equivocan: yo estoy muy orgullosa de ser madre y esposa de militares. Y como madre de un militar, asumo que a mi hijo le pase algo en una misión; asumo el riesgo de un atentado, de una explosión… Lo que no acepto ni asumo es que mi hijo me dijera que el avión era malo y se mate en él un día después”.

“Que no les manden de misión sin medios sólo para que Trillo y Aznar se hagan la foto”.

Si se les pregunta a los familiares si es diferente morir en una emboscada a hacerlo a bordo del Yak-42, la respuesta queda sintetizada en la del padre del sargento primero Rafael Martínez Mico: “La pena es la misma; la rabia, la rabia, no”.

Las familias de las víctimas han actuado como involuntarios portavoces de lo que muchos militares en activo no pueden decir sobre el accidente del Yak. De su convicción de las malas condiciones en que en ocasiones realizan su trabajo. Les podía haber tocado a ellos. El ministerio, por mediación de los cuarteles generales de los tres ejércitos, se ha encargado de recordar a los profesionales que tienen prohibido hacer declaraciones sobre el asunto. Sin embargo, la mayoría de las familias confiesa que el apoyo de los compañeros de armas ha sido total. Siempre en voz baja. Enumeran frases como “ha sido un asesinato”, “si contara lo que se tendría que dejar el ejército mañana”. Por contra, una viuda también reconoce que un compañero de su marido le recriminó su toma de postura contra el ministerio con un cortante: “Él era un militar y no le hubiera gustado que te metieras en estos líos”.

El brigada José Ignacio Pacho, junto a los niños del orfelinato de Kabul.

Padres y madres destrozados. Hijos e hijas descolocados. Viudas que no comprenden lo sucedido. Algunas aún los esperan: “Dejé a mi marido el 14 de enero en Villanubla [Valladolid], me paso cinco meses sin verle y me devuelven un ataúd que no puedo abrir. Y todo deprisa. Llegan a España, funeral y tumba. Sin dejarnos tiempo a pensar. Todo tan rápido que mi cabeza no asimila que se haya ido, parece que va a entrar por la puerta en cualquier momento”, se queja una viuda. “Ni un abrazo dejaron que les diésemos”, recuerda María Peña, viuda del capitán González Castilla. “Yo pedí verle y me dijeron que no era posible. Que si estaba prohibido abrir el féretro, que si iba a ser un trauma… Pero yo quería decirle adiós. Y si me afecta psicológicamente me da lo mismo. Yo quería verle, calcinado, roto, me daba igual. Confirmar que era él. Es mi cuerpo, es mi marido y le veo porque quiero. Pero ni ese consuelo nos han dejado”.

Se sienten despreciados por los poderes del Estado que les niegan una investigación sobre las circunstancias del accidente. La mayoría absoluta del PP ha cerrado la posibilidad de una investigación en el Parlamento. La Audiencia Nacional ha rechazado la denuncia de los abogados de 42 de los familiares de las víctimas para esclarecer las circunstancias de la tragedia y la responsabilidad de la Administración. Dos golpes muy duros. Su camino ahora es el Defensor del Pueblo y a continuación al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.

“Me convencieron de que no abriera su ataúd y ya nunca sabré si eran sus restos”.

“Durante siete meses el avión se ha vuelto a estrellar una y otra vez delante de nuestros ojos”, se lamenta Curra Ripollés, hermana del comandante José Manuel Ripollés. Para empezar, la devolución con cuentagotas de los efectos personales de los fallecidos: “A los tres meses me enviaron sus zapatos y a los cinco su cartera. ¿Sabes la intranquilidad, la incertidumbre que te provoca eso?”, confiesa una viuda. A su lado, Juani Campillo, viuda del sargento primero Francisco Javier Hernández, acaricia con ternura la documentación de su marido que le acaban de devolver. Estamos a finales de noviembre. Muchas familias no han recibido ni un solo objeto personal. Según la viuda de un suboficial del Aire: “A mí me llamó un general y me dijo que mi marido venía de paisano y sin placas con el número personal y le habían identificado por el pasaporte que llevaba en el bolsillo. Hasta hoy. Nadie me lo ha devuelto”.

Siete meses de informaciones,

rumores y desmentidos. Cada día, una mala noticia para las familias. Más combustible para su desconcierto. Una muestra. 27 de mayo: el ministro atribuye el accidente al mal tiempo. 28 de mayo: se hace público que los ejércitos de Noruega, Finlandia y Suecia cancelaron el contrato con la compañía del Yak-42 por motivos de seguridad. 2 de junio: Defensa suspende el alquiler de los aviones ucranianos. 3 de junio: el ministro atribuye ahora el accidente a un fallo humano. 12 de junio: Aznar rechaza una comisión de investigación. 7 de junio: el Yak-42 tenía averiada una de las dos cajas negras. 22 de junio: la escala en Manás duró seis horas y no 90 minutos como afirmó el ministro. 22 de octubre: dudas sobre si un piloto y una azafata estaban ebrios. 24 de octubre: el Yak no tenía combustible para volar hasta un aeropuerto alternativo. 28 de octubre: el Yak no cargó más combustible porque estaba al límite de su peso máximo. 29 de octubre: el PP veta el debate sobre una comisión de investigación en el Congreso. 10 de noviembre: el Yak superó su altura de crucero para ahorrar combustible. 13 de diciembre: la Audiencia Nacional rechaza definitivamente la denuncia de la Asociación de Familiares Accidente Turquía Yak-42 contra el Ministerio de Defensa.

El 28 de mayo, tres aviones Hércules del Ejército del Aire repatriaban los 62 cadáveres en ataúdes precintados. Un grupo de médicos militares españoles había realizado en sólo 36 horas su identificación en Turquía. ¿Cómo? Según la versión oficial, a través de los distintivos de los uniformes, las placas con el número personal que muchos llevaban al cuello, la documentación y la comparación con fotos de las víctimas. A nin­gún familiar se le solicitó muestras de ADN ni placas dentales de los fallecidos. Alguno de los pasajeros, como el sargento del Aire Francisco Cardona, de 28 años, no llevaba uniforme ni placas. ¿Cómo le identificaron? Según el escueto documento que obra en poder de su padre, “mediante los rasgos faciales y la comparación con fotografías”. Cardona no quedó contento con la identificación del cuerpo de su hijo. Ha seguido luchando. “En una reciente reunión en Defensa con el general responsable, le pregunté: ‘El cuerpo del que usted dice es mi hijo, ¿tenía alguna cicatriz?”.

Dos militares en una entrega de alimentos a civiles.

–¿Qué le respondió?

–Con toda chulería y sin mirar un papel me dijo: “No, no tenía ninguna”.

–¿Y su hijo tenía cicatrices?

–Sí, tenía dos.

Más dudas: otro de los fallecidos, el sargento Blas Aguilar Ortega, fue identificado por los médicos militares a tra­vés de unas insignias militares que resultaron no ser las suyas. En este momento varios familiares comienzan a plantearse la exhumación de los cuerpos. David González, padre del sargento del mismo nombre, rompe a llorar frente al periodista: “Todos los días pienso si los restos que tenemos enterrados serán los de mi hijo. En Torrejón me convencieron para que no abriera el féretro. Y ahora, toda la vida con esa duda. Ni una foto de David muerto nos han enseñado”. “Se aprovecharon de nosotros, todo se hizo con precipitación, había que echar tierra al asunto”, recalca Angélica Gonzalo, hermana del brigada Emilio Gonzalo.

El 26 de junio, 42 de las 62 familias constituyeron una asociación para llegar hasta el final en la investigación del accidente. La iniciativa la tuvo en el mismo funeral Alfonso Agulló, hermano del cabo primero Vicente Agulló. En aquella ceremonia fúnebre en la que Trillo se enfrentó a las familias que le increpaban. A Francisco Cardona se le encaró con un: “¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Usted qué sabe?”.

Las viudas del brigada César Barciela, el capitán Ignacio González, el comandante José Manuel Ripollés, el teniente coronel Solar y el brigada José Ignacio Pacho, en Burgos.

La asociación ha seguido adelante con mucha ilusión y muy poco dinero. Apenas hay que contemplarles en una cafetería madrileña, el bar de un hotel de Zaragoza o un alma­cén de Valencia celebrando sus reuniones. Muchas veces las lágrimas suplen a las palabras. “No nos defiende nadie, ni partidos ni sindicatos, así que tiraremos adelante con nuestros medios, aunque nos tengamos que ir a Ucrania con un bolígrafo”, se reafirma José Antonio Alarcón, hermano del sargento primero Santiago Alar­cón. El resto de familiares se ha mantenido al margen de esa iniciativa. Quince de ellos han preferido aceptar la línea oficial del ministerio y pleitear civilmente contra la compañía aérea UM Air, achacar la tragedia a un error del piloto y eximir a las autoridades españolas de cualquier tipo de responsabilidad. El bufete que defiende sus intereses en la demanda, Martín-Chico & Asociados, les fue sugerido por el mismo Ministerio de Defensa.

Han aguantado el dolor del accidente; los desplantes del ministro, que no se ha entrevistado con las víctimas; las dudas. Incluso el desprecio de saber que la compañía aérea ni siquiera ha­bía suscrito un seguro individualizado de 75.000 dólares por cada pasajero. Y nadie en Defensa parecía haberse dado cuenta. Pero todo empezó de nuevo el pasado 14 de octubre, cuando un grupo de familiares viajó a Trabzón, el escenario de la tragedia del Yak-42, invitado por el Villarreal Club de Fútbol. Allí, en la ladera en la que el Yak-42 se estrelló en la madrugada del 26 de mayo, en un lugar que el ministro ha­bía asegurado había sido peinado minuciosamente, los familiares descubrieron olvidados 15 objetos personales de sus víctimas: distintivos militares, una navaja, dos relojes… Y el avión se volvió a estrellar en sus mentes.

Y quizá en ese momento, el general de brigada José Luis González Arribas, de 73 años, padre del capitán González Castilla, tuvo la certeza de que debía hacer algo para expresar su dolor y su indignación. El lunes 20 de octubre envió una carta al ministro de Defensa que tres días más tarde se hacía pública en los medios de comunicación.

El comandante José Manuel Ripollés, con su ‘arma’, su guitarra, al hombro.

“Estallé. Quise decir lo que sentía. Pensé firmarla sólo con mi nombre, sin poner mi grado de general, pero uno de mis hijos me dijo que tenía la obligación de decir que era militar. Ahora me alegro. Sin ese detalle, la carta no hubiera tenido ninguna trascendencia”. En la misiva, el viejo general recriminaba el trato que habían recibido las familias por parte de la cartera de Defensa y de su titular: Federico Trillo-Figueroa. La carta, que terminaba con un “Por la obediencia debida, a sus órdenes”, contenía párrafos tan duros como éste: “Sólo hemos recibido de ustedes palabras inconvenientes, malos gestos y descalificaciones hacia las familias, promesas incumplidas, informaciones contradictorias, ocultación de datos… Usted, señor ministro, dice que ‘comparte nuestro dolor’, pero llego a pensar, en muchas ocasiones, que es usted mismo quien lo alimenta”.

González Arribas no quiere protagonismo. No concede entrevistas. Es un militar. Acostumbrado a obedecer. Cincuenta años de carrera intachable. Origen humilde. Familia numerosa. “Pero algo tenía que hacer. Y tenga presente que es una carta escrita como militar; si fuera una carta escrita como padre, hubiese sido menos respetuosa. Hubiese dicho muchas barbaridades que me he callado”.

–¿Ha recibido la solidaridad de sus compañeros?

–De muchos sólo he tenido aliento, cariño y amistad.

Lo que el viejo general Gon­zález Arribas prefiere no salga a la luz es la carta insultante que le envió un miembro de la cúpula militar para recriminarle su escrito dirigido al titular de Defensa. “Por favor, no diga su nombre. Él solo se ha retratado”. Una fría comunicación en la que le afeaba su carta, le remitía a la disciplina, las Reales Ordenanzas y concluía con un sucio chantaje emocional: tu hijo nunca hubiere hecho lo que tú has hecho.

Familiares del teniente Mario González, el brigada Juan Carlos Jiménez, el brigada Emilio Gonzalo, el sargento Sánchez Alcázar, el comandante Ripollés y el alférez David Paños en el monumento a los Caídos, en Madrid.

Al final de su encuentro, el general González Arribas recoge ordenadamente todos sus papeles, abraza al periodista y se pierde por las calles del viejo Madrid: “Toda mi vida dedicada al ejército, y, al final del camino, fíjese…”.

Los restos de su hijo, el capitán Gon­zález, reposan en el cementerio de Burgos. En una pradera cuidada y solitaria cedida por el Ayuntamiento a las víctimas del Yak-42. Junto a él, sus compa­ñeros José Manuel Ripollés, Íñigo Maldonado, Sergio Maldonado, Juan Ra­món Maneiro y José Ignacio Pacho. Al pie de una de las tumbas hay una poesía infantil. Adherida a otra, una fotografía muestra a un grupo de hombres jóvenes y sonrientes de uniforme. Todos murieron a bordo del Yak-42.

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