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Adolescentes

La gramática digital: secuestro de la atención y manipulación del deseo

El auge de las redes y plataformas digitales exige una nueva pedagogía educativa y crítica que permita a los más jóvenes descifrarlas y gestionarlas

La red digital se ha convertido, en apenas una generación, en la plaza pública más influyente, privatizada y omnipresente de la era contemporánea. No fue hasta la aparición del iPhone, en 2008 —y la explosión imparable de los smartphones en 2009— cuando las redes sociales consolidaron su lugar indiscutible en el bolsillo de cada ciudadano y en la mente de cada adolescente. Hoy, no solo constituyen ...

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La red digital se ha convertido, en apenas una generación, en la plaza pública más influyente, privatizada y omnipresente de la era contemporánea. No fue hasta la aparición del iPhone, en 2008 —y la explosión imparable de los smartphones en 2009— cuando las redes sociales consolidaron su lugar indiscutible en el bolsillo de cada ciudadano y en la mente de cada adolescente. Hoy, no solo constituyen la vía de socialización dominante entre adolescentes y jóvenes; también han rediseñado la forma en la que millones de personas se informan, se expresan y se relacionan desde la segunda década del siglo XXI.

La adicción que provoca esta nueva ágora digital no es casual, ni un efecto secundario inadvertido. Por el contrario, es resultado de dos dinámicas bien estudiadas y profundamente entrelazadas. Primera, la mercantilización y monetización total de los datos personales compartidos, el oro blanco, la materia prima más valiosa del siglo XXI, por su utilidad para la publicidad comercial, la propaganda política y el entrenamiento incesante de las inteligencias artificiales. La inquietud principal reside en que este espacio virtual, en el que una buena parte de la juventud pasa entre 6 y 8 horas al día, está monopolizado por un puñado de megacorporaciones estadounidenses (Google, Amazon, Apple y Microsoft), que, lejos de ser simplemente servicios neutros, imponen sus reglas y códigos en el tablero global, creando una esfera de información y comunicación comparativamente más atractiva que la ya declinante prensa, radio o televisión tradicionales.

El segundo motor del fenómeno es la sorprendente eficacia de la comunicación digital como ingenieros del deseo. Las redes sociales emplean inteligencia artificial y vastos archivos de datos para crear perfiles psicológicos detallados y completos de cada usuario, lo que les permite identificar y explotar los aspectos más vulnerables de su personalidad: deseos, miedos, debilidades, sueños y propósitos, tanto conscientes como subconscientes. El algoritmo no descansa: aprende de cada clic y cada gesto, su objetivo real no es el bienestar del usuario sino maximizar el tiempo que este pasa ante la pantalla. El resultado: cuanto mejor te conocen, más te controlan, utilizando tus propios datos, incluso, en tu contra.

Siendo tan determinantes en la vida actual de los ciudadanos de todo el mundo, me parece imprescindible analizar su naturaleza, sentido y funcionamiento. Dos son a mi entender los componentes más sustanciales y mutuamente interdependientes de esta gramática digital: una sintaxis adictiva y una semántica ultraliberal e invisible, cuidadosamente diseñadas y alimentadas para atrapar a los usuarios en aras del mayor beneficio económico de sus propietarios.

Una sintaxis adictiva de la recompensa inmediata. La fórmula de su éxito no es casual, se apoya en el conocimiento de que la conducta humana más básica se moldea por sus consecuencias, por las recompensas. Las redes sociales operan como una inmensa “caja de Skinner digital”, donde likes, selfies, emoticonos y scroll infinito actúan como reforzadores conductuales, aprovechando la naturaleza adictiva de la validación social instantánea. Con este propósito, las redes deben explotar una interacción dominada por la espectacularidad, la brevedad, la velocidad y la primacía audiovisual para atrapar, sorprender y conmover. Así, la comunicación en redes se nutre cada vez más de eslóganes simples y atractivos, junto con creaciones audiovisuales breves, espectaculares y contundentes.

Otra de las características más relevantes de esta sintaxis pegajosa es la distracción constante, causada por notificaciones, sonidos, luces y alarmas, que inunda el entorno y los dispositivos, debilitando nuestra capacidad de concentración, pensamiento reposado y diálogo atento. Mención especial merece el scroll -desplazamiento- infinito, que representa un bucle interminable de consumo cautivador. Su creador, Ada Raskin, llegó a lamentar los efectos de su invención, calificándolo como auténtica “cocaína conductual”, por su poderoso potencial para activar la dopamina y generar hábito y dependencia. El scroll infinito supone, con facilidad, el enganche sin fin a una cámara estanca que solo devuelve el propio eco.

Una semántica ultraliberal, polivalente, invisible y extrema

En aras del beneficio, las plataformas y las redes priman no solo las formas espectaculares y atractivas, sino también los contenidos extremos que hurgan en las emociones más sensibles del ser humano. Entre cuyos rasgos cabe destacar los siguientes:

Construcción de relatos. El contenido semántico que triunfa en las redes, no son los datos, ni las ideas, ni los hechos aislados, si no los relatos atractivos, sugerentes y relevantes. El relato es una secuencia emocional y moral que pretende dotar de sentido a los datos y a los hechos, exige más lealtad emocional que comprensión intelectual, porque más que informar selecciona, oculta, prioriza, embellece o deforma, en función de los intereses del emisor. Con este propósito, la semántica de las redes apela a las emociones como el factor determinante de la conducta habitual de los seres humanos y de manera más potente en los más jóvenes.

El predominio de las emociones sobre la razón, de las opiniones sobre los hechos y del espectáculo sobre el debate riguroso, conforman una cultura ligera, banal, poco propicia al desarrollo del pensamiento reflexivo, argumentado y contrastado, promoviendo un discurso precocinado, espectacular, llamativo, capaz de atrapar la atención con independencia de su valor ético o epistémico. Los influencers que triunfan no son los científicos, ni los pensadores, ni siquiera los artistas.

Aprovechando el vínculo emocional y la necesidad humana de identidad y pertenencia, las redes fomentan las burbujas ideológicas y culturales que refuerzan las propias creencias y dificultan la apertura de horizontes intelectuales, así como la comunicación dialógica. Aprovechando nuestros sesgos de confirmación y familiaridad, las redes te adoctrinan con tus propias ideas, porque repiten lo que crees. Estas burbujas se convierten en un caldo de cultivo propicio para el sectarismo, la crispación y el tribalismo extremista. En este magma social es fácil comprender la polarización irresistible del panorama político en el mundo actual entre un “nosotros” y un “ellos”, que desata y amplifica los instintos de odio y violencia, ¡¡a por ellos, oe,oe,oe!!

Es evidente que en las redes circula todo tipo de ideologías y posiciones políticas, pero, para sorpresa de muchos, la tendencia mayoritaria es la difusión de posiciones ultraconservadoras, cuyos mensajes simples y emotivos se adaptan mejor a la sintaxis del medio digital. Susurran y diseminan, pero no debaten explícita y detenidamente, la doctrina invisible del neo o ultraliberalismo, un coctel de posiciones ultraliberales en la económico, ultraderechistas en lo político y reaccionarias en lo social.

Otra de las manifestaciones más corrosivas de la deriva extrema de la doctrina invisible ultraliberal es la normalización de la desinformacion y postverdad. El término postverdad incorpora la intencionalidad de engañar, utilizando verdades, medias verdades, hipérboles bulos, mentiras y calumnias. Internet y las redes sociales no premian la verdad, sino el número de seguidores y la necesidad de reafirmar nuestra pertenencia a grupos sociales que validan desde fuera nuestra identidad. En este clima irrespirable de normalización de la postverdad como estrategia política, la diana de los centros del poder económico se sitúa ahora en los pocos reductos de la sociedad donde puede cultivarse el pensamiento crítico, libre y reflexivo: el periodismo profesional, la educación, las ciencias, las humanidades, las artes, los museos y las universidades.

Si algo revela el análisis sintáctico y semántico de las redes sociales es el carácter deliberado y sofisticado de su diseño adictivo. Dos son a mi entender los efectos sociales más preocupantes de esta telaraña digital, su pragmática: el deterioro de la salud y de la autonomía mental de los adolescentes y la erosión progresiva de la convivencia social, la cultura y las instituciones democráticas.

¿Qué implica para la autonomía y el bienestar individual y social ser constantemente seducidos y perfilados por plataformas guiadas por el beneficio económico? ¿Podemos considerar libres a los ciudadanos en una esfera digital diseñada para manipular y monetizar hasta sus impulsos y deseos más íntimos? Estas preguntas exigen una nueva pedagogía educativa y crítica, preocupada por ayudar a cada ciudadano, especialmente a los más jóvenes, a construir recursos cognitivos y socioemocionales capaces de descifrar y gestionar los mecanismos simbólicos, técnicos y económicos de esta nueva “polis digital”.

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