Atraer mejores profesores, no más
Hay razones sólidas que apuntan a que España no tendrá, tomados los docentes en su conjunto, una escasez sistémica de enseñantes, a diferencia de otros países
En los tiempos de la pospandemia, de la aceleración digital, de otra década más sin reformas del profesorado y de la creciente complejidad que supone hoy educar y enseñar en la escuela, comenzamos a escuchar por primera vez advertencias de que sí, de que esta vez es cierto, de que faltan profesores en España. ¿Es esta una afirmación cierta o no pasa de la anécdota? Veamos.
Desde luego, el contexto internacional justifica las dudas. La expansión de los niveles de educación infantil y postsecundaria que continúa en muchos países obliga a más contrataciones y a salarios más altos. La cuest...
En los tiempos de la pospandemia, de la aceleración digital, de otra década más sin reformas del profesorado y de la creciente complejidad que supone hoy educar y enseñar en la escuela, comenzamos a escuchar por primera vez advertencias de que sí, de que esta vez es cierto, de que faltan profesores en España. ¿Es esta una afirmación cierta o no pasa de la anécdota? Veamos.
Desde luego, el contexto internacional justifica las dudas. La expansión de los niveles de educación infantil y postsecundaria que continúa en muchos países obliga a más contrataciones y a salarios más altos. La cuestión de la deserción es preocupante: en su informe de 2023 sobre el estado de la profesión, la UNESCO estimaba que la tasa de deserción docente se había duplicado (de un 4,5% a un 9%) en menos de una década, un fenómeno en auge también en países desarrollados, fruto de la pandemia, las nuevas demandas de las familias y la creciente complejidad de la profesión: en Estados Unidos, medios de postín como el New York Times o The Atlantic llevan informando un par de años, no sin cierto alarmismo, de la “Gran Dimisión” del profesorado en los estados sureños.
Se añade a lo anterior un mercado laboral polarizado, donde las profesiones más demandadas y cada vez mejor pagadas del sector privado se ubican en la computación, la tecnología y la ciencia, y logran atraer a los mejores candidatos que de otro modo podrían acabar en la docencia. Las matemáticas han pasado de una sobreoferta generalizada a tener las notas de corte más altas tras medicina, una competitividad que hace que las matemáticas no sean ya una salida digna a la docencia en secundaria sino una autopista segura (y cada vez más masculinizada) a empresas tecnológicas y grandes compañías. De inicio, los salarios se asemejan a los del profesorado, pero a los pocos años comienzan a crecer y, sobre todo, estos empleos ofrecen lo que difícilmente podrán encontrar en el aula: una carrera profesional satisfactoria.
Sumemos a lo anterior otros factores. La nueva generación de regulaciones (estatales y autonómicas) está suponiendo una carga burocrática cada vez más pesada para los hombros de la profesión; los salarios apenas han crecido en los últimos 15 años mientras los precios subían; la llegada de una nueva ola de migración obliga a la escuela a un esfuerzo adicional de inclusión; por último, la reducción de la repetición de curso supone trabajar con aulas más heterogéneas. No es sorprendente que las últimas elecciones sindicales vieran un crecimiento importante de los sindicatos corporativos en detrimento de los de clase, ni tampoco que la jornada matinal en infantil y primaria se haya convertido en la última gran cruzada de la profesión en la escuela pública. ¿Quién querría ser docente ante semejante panorama?
Sin embargo, no hay que dejarse llevar por este ejercicio de ilusionismo. Hay razones más sólidas que apuntan a que no habrá una escasez sistémica de profesorado en España. Nos encontramos en el máximo histórico de número de docentes, y aunque un tercio va a jubilarse en la próxima década, la evolución reciente de nuevos graduados no hace presagiar un déficit a corto y medio plazo. No hay datos de deserción, pero son claramente más bajos que ese 9%.
Los retos a los que se enfrenta la profesión pueden sin duda mermar la calidad potencial de quienes llegan, pero no la cantidad. El salario de la profesión sigue siendo claramente superior al de los titulados universitarios, lo cual es una excepción a nivel internacional; a pesar de la Gran Recesión, las condiciones laborales, sobre todo en la escuela pública, siguen facilitando como ningún otro trabajo la conciliación de horarios, tanto por las tardes como durante el verano, lo que hace que sea una de las escasas profesiones que permite a muchos jóvenes llevar a cabo proyectos vitales completos. Finalmente, la demanda de nuevos docentes será, como máximo, la que obligue a reponer las jubilaciones, y probablemente algo menos. Recordemos: estamos pasando de un mundo de niños sin escuelas a otro, muy distinto, de escuelas sin niños. Para casi todas las comunidades autónomas, lo anterior seguirá bastando para atraer a una masa importante de candidatos, no los mejores, pero desde luego suficientes. La excepción podrían ser Euskadi y Cataluña, cuyo estanque donde pescar podría seguir achicándose dados los crecientes requisitos lingüísticos: así lo muestran los datos a la baja de nuevos aspirantes a la profesión.
El agotamiento docente es real, pero las condiciones laborales siguen siendo mejores, lo que podría explicar la paradoja de una profesión desencantada pero no desertora. La falta de profesorado será parte localizable del paisaje en los próximos años y sus consecuencias las veremos en algunas disciplinas de secundaria y FP, lo que podría obligar primero a reducir las barreras de entrada a impartir esas materias y, si la cosa se pone fea, plantearse los impopulares bonus a profesores de ciertas materias. Pero la profesión no está en peligro ni lo va a estar.
Lo que sí es un peligro real es que este debate de la cantidad y de la escasez eclipse lo importante, que es la más que probable bajada de calidad. No se avecinan por ningún lado cambios normativos que eleven el estatus de la profesión: ni sistemas de selección eficaces y modernos, ni modelos de iniciación a la docencia (¿alguien se acuerda del MIR?), ni incentivos y reconocimientos a crecer y a desarrollar una identidad profesional, ni por supuesto evaluaciones profesionales para reconocer a quienes más aportan o para apartar a quienes solo restan. Termino con una propuesta un poco provocadora: en vez de reducir un 25% las famosas ratios alumno-profesor (ya en valores bajos comparativamente con otros países) mientras cae la natalidad, contratemos un poco menos y paguemos mejor a quienes mejor lo hacen para mejorar, de verdad, la calidad del sistema. O, dicho de otra manera, sacrifiquemos cantidad, que hoy sigue sin ser un problema para abordar el desafío de las últimas décadas: atraer mejores profesores.
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