PISA y las condiciones de educabilidad
Si algo ha caracterizado al informe a lo largo de sus ya ocho ediciones es la ausencia de factores causales inequívocos que permitan entender las diferencias entre países o la evolución de los resultados dentro de cada país
Pasadas las primeras 24 horas de la publicación de PISA asistimos al espectáculo de las múltiples explicaciones causales sobre la debacle educativa, sea la general, la de España o la de Cataluña en particular. Importa poco que después de 23 años de existencia de PISA se insista en que se trata de una prueba que constituye un buen termómetro sobre la salud del aprendizaje, pero que no permite precisar las causas d...
Pasadas las primeras 24 horas de la publicación de PISA asistimos al espectáculo de las múltiples explicaciones causales sobre la debacle educativa, sea la general, la de España o la de Cataluña en particular. Importa poco que después de 23 años de existencia de PISA se insista en que se trata de una prueba que constituye un buen termómetro sobre la salud del aprendizaje, pero que no permite precisar las causas del rendimiento educativo. Las reacciones en caliente (o fría e ideológicamente calculadas) son tan contundentes como sonrojantes: la ley Celáa, la dejadez del “curriculum de verdad” y la obsesión por las competencias (curiosa atribución, cuando PISA lo que mide son competencias), la falta de recursos, el exceso de politización de la educación o el filantrocapitalismo son ejemplos de los últimos males que pueden leerse en opiniones expresadas en diversos medios.
Si algo ha caracterizado a PISA a lo largo de sus ya ocho ediciones es la ausencia de factores causales inequívocos que permitan entender las diferencias entre países o la evolución de los resultados dentro de cada país. Y no es porque la investigación académica o la propia OCDE no hayan puesto empeño en ello. Se han desarrollado múltiples y rigurosos modelos estadísticos para identificar factores explicativos de las tendencias del rendimiento, sin que nadie medianamente serio se atreva a decirnos cuál es la clave. Se han explorado en concreto aspectos como la autonomía escolar, la profesionalidad de las direcciones, la segregación escolar o la inversión económica. Todas nos explican algo, pero ninguna nos los explica todo. Nada en realidad que no sepamos: que la educación es un proceso fuertemente contextual y no explicable por una única causa, sino por la confluencia de factores de naturaleza diversa.
Lo que sí supone PISA es un buen sistema de alerta para la política y la práctica educativa. Y en esta ocasión, la alerta, aunque esperada, es de una enorme magnitud. La pandemia, como era previsible, ha pasado factura. La caída del rendimiento a escala global es contundente, especialmente en algunos países de la OCDE acostumbrados a situarse en el top ten (Alemania, Finlandia, Países Bajos o Bélgica, por ejemplo). En España la caída respecto al año 2012 o 2018 es menor, lo que nos sitúa esta vez en la media de resultados de los países de la UE y de la OCDE. La reapertura relativamente rápida de las escuelas evitó una caída mayor y, sin duda, una respuesta más decidida en políticas de recuperación del aprendizaje habría reducido aún más la caída.
La menor caída del conjunto de España se distribuye, sin embargo, de forma muy desigual entre comunidades autónomas. Mientras la mitad de ellas ha conseguido mitigar el retroceso hasta niveles estadísticamente no significativos, otras han sufrido un grave retroceso. Es el caso por ejemplo de Andalucía, Navarra, el País Vasco, y sobre todo, Cataluña, que retrocede significativamente en los tres ámbitos de competencia evaluados y especialmente en lectura (38 puntos menos respecto a 2012).
Diferencia entre comunidades
¿Por qué estas diferencias entre comunidades? La explicación no puede venir de grandes diferencias en las políticas compensatorias postpandemia, puesto que sabemos que no hubo grandes diferencias entre autonomías, y la reapertura escolar ocurrió de forma casi simultánea en todo el territorio. En el caso de Cataluña, el Departamento de Educación lo achacó inicialmente y de forma errónea a una sobrerrepresentación en la muestra del alumnado inmigrante. El alumnado inmigrante de primera y de segunda generación ha aumentado de forma abrupta en los últimos cuatro años en Cataluña, hasta alcanzar un 24%, lo que la sitúa como la comunidad autónoma con mayor proporción de inmigración del Estado. Pero, es más, un análisis del nivel socioeconómico del alumnado nativo o inmigrante desvela niveles notablemente más vulnerables en Cataluña que en otras comunidades con elevados niveles de inmigración, como la Comunidad de Madrid. Cataluña presenta también una tasa de pobreza infantil del 31,1%, superior a la media española (28%).
Por supuesto, ninguno de estos datos puede servir ni debe utilizarse de excusa de la caída del rendimiento, pero sí debe ayudarnos a entender donde poner el foco para la mejora del aprendizaje y del rendimiento escolar. Dicho de otro modo, probablemente nos equivocaremos si pensamos que la mejora vendrá exclusivamente por la vía de las políticas educativas. El aumento de la vulnerabilidad social se refleja en situaciones de malestar emocional y de autopercepción negativa del alumnado ante el aprendizaje. Los indicadores que recoge PISA en esta edición respecto a la ansiedad ante las matemáticas o la percepción de autoeficacia son contundentes, y arrojan diferencias superiores al 30% entre el alumnado favorecido y desfavorecido. La pobreza repercute en el ambiente familiar, en la salud psicológica infantil, en la precariedad material, en la afectividad relacional, y en otras dimensiones que sin duda limitan la capacidad para concentrarse, para sentir motivación por el aprendizaje o para disponer de los apoyos necesarios para hacerlo posible. Lo que está en juego son, por lo tanto, la generación de condiciones mínimas de educabilidad que hagan posible el aprendizaje. Como nos recordaba el añorado Juan Carlos Tedesco, por debajo de cierto umbral de pobreza, no es posible aprender.
Mejorar las condiciones de educabilidad del alumnado requieren más política social que educativa. Por supuesto, debemos mejorar en qué enseñamos, cómo enseñamos, cómo mejoramos la calidad docente, con qué ratios trabajamos o cómo optimizamos la digitalización del sistema. Pero para una proporción muy significativa del alumnado, debemos trabajar para mejorar sus condiciones de educabilidad. Ello requiere de sólidas políticas de protección, de más y mejores transferencias de renta y sobre todo, de políticas de acompañamiento y seguimiento que atiendan de forma simultánea a las condiciones materiales, la salud mental, las redes de apoyo y la generación de un capital social que proporcione capacidad de definir proyectos de futuro y confianza. Estamos, por lo tanto, ante un cambio de paradigma. Si seguimos centrándonos en lo educativo y no en lo social, seguiremos estancados en lo que David Tyack y Larry Cuban señalaron sobre un siglo de reformas educativas sistémicas en EE UU, que no consiguieron modificar sustancialmente las cifras de fracaso escolar. Cambiar el paradigma requiere repensar el sistema educativo, articularlo con otros departamentos de política pública y con la comunidad, y entender que el aprendizaje no puede guardar relación con la cultura del esfuerzo cuando el esfuerzo hay que ponerlo en tantas otras cosas para salir adelante. Supone repensar roles profesionales e incorporar nuevos perfiles al sistema que pueden ser claves para mejorar las condiciones de educabilidad. De ello depende no ya la puntuación de PISA, sino la calidad y legitimidad de un sistema que dé oportunidades a quienes más lo necesitan.