Un día con Yanira y Nuria o el valor del colectivo invisible que cuida del alumnado más frágil
Las auxiliares de educación especial, que acompañan la escolarización de los estudiantes con discapacidad y trastornos graves de conducta, reivindican su papel entre los profesionales educativos y reclaman mejores condiciones laborales
Nuria Lozano recibe cada día a Yanira en la puerta del instituto público Luisa Sigea, en Tarancón (Cuenca). Juntas van hasta su clase, donde Lozano ayuda a la joven de 17 años a dejar el abrigo en la percha que lleva su nombre y a señalar con una pinza en un cartel de cartón, de un lado, el día de la semana que están empezando y, de otro, el tiempo que hace: lluvia, sol, tormenta... Es el primer paso de unas rutinas que son fundamentales para Yanira, que tiene una discapacidad intelectual y motórica que requiere los cuidados constantes del auxiliar técnico educativo que la Junta de Castilla-La...
Nuria Lozano recibe cada día a Yanira en la puerta del instituto público Luisa Sigea, en Tarancón (Cuenca). Juntas van hasta su clase, donde Lozano ayuda a la joven de 17 años a dejar el abrigo en la percha que lleva su nombre y a señalar con una pinza en un cartel de cartón, de un lado, el día de la semana que están empezando y, de otro, el tiempo que hace: lluvia, sol, tormenta... Es el primer paso de unas rutinas que son fundamentales para Yanira, que tiene una discapacidad intelectual y motórica que requiere los cuidados constantes del auxiliar técnico educativo que la Junta de Castilla-La Mancha le ha asignado para atenderla durante la jornada escolar.
Esa es Nuria Lozano, una de las miles de personas —la mayoría, mujeres— repartidas en centros educativos públicos de toda España, cuyo trabajo desborda desde hace ya mucho tiempo un traje puramente asistencial creado cuatro décadas atrás, cuando su cometido se reducía a cuidar de los alumnos con discapacidad que lo necesitasen en su cotidianidad más básica: desplazarse, ir al baño, comer… Pero el enorme aumento de alumnos con necesidades educativas especiales (de 99.000 en el curso 1984-85 a 220.000) ha incrementado paralelamente la necesidad de estos profesionales y la complejidad de su trabajo, pues aunque no todos requieren atención constante, muchos de ellos sí, sobre todo en centros ordinarios, donde están escolarizados la mayoría (hace tres décadas eran la mitad y hoy son el 82%). En ese contexto, los auxiliares reivindican su labor educativa y un reconocimiento que pasaría, para empezar, por la mejora de las condiciones laborales que sufren muchos, con contratos a tiempo parcial y despidos en verano.
“No pedimos vacaciones de dos meses, que nadie lo malinterprete. Queremos lo mismo que los docentes, los fisioterapeutas… Es decir: agosto de vacaciones y julio formación y estar a disposición de nuestros centros”, protesta Lozano, que recuerda que, para acceder al puesto, tienen que aprobar una dura oposición. En Castilla-La Mancha son unos 873 trabajadores, de los que 621 son fijos discontinuos (al paro, en verano) y, de ellos, más de la mitad con contratos de 30 horas semanales. El Gobierno castellano manchego “está manteniendo reuniones en el marco de la mesa técnica de personal laboral para el estudio y valoración de sus reivindicaciones y funciones a realizar durante el horario y calendario escolar completo”, dice un portavoz de la Consejería de Educación de la comunidad.
Sus puestos, como señala el portavoz, son en este caso de personal laboral (al igual que en la mayoría de comunidades), pero el hecho de que sean funcionarios tampoco garantiza menos precariedad: un ejemplo, de los cerca de 600 auxiliares de educación especial que hay en Aragón, “unas 450 son temporales (con contratación de septiembre a junio), lo que supone una interinidad de más del 80%”, asegura Andrés Mingueza, de CC OO.
Persona de referencia
El aumento del alumnado con trastornos graves de conducta, en especial con trastorno del espectro autista (han pasado de menos de 10.000 a mediados de los noventa, a 53.000, la mayoría en centros ordinarios), es uno de los factores que más han complicado este trabajo en los últimos años, coinciden los profesionales. Lozano cuenta su experiencia con Yanira: “Los primeros días le costó un poco; echaba mucho de menos a su ATE [auxiliar técnico educativo] del año pasado. Pero con paciencia, haciendo un poco lo que ella quería —salíamos al patio a jugar al escondite, a darnos sustos—, fue cogiendo confianza”. Ahora, es su ineludible persona de referencia.
Junto a Yanira, forman parte de un aula mixta de transición a la vida adulta para alumnos con discapacidad intelectual otros tres chicos (Ismael y Cristian, de 19 años, y Samuel, de 21), que están en el programa de capacitación de artes gráficas, y Salud (de 18), que está con ella en otro de habilidades sociales. Salud suele ayudar a Nuria a cuidar de su compañera, por ejemplo, cuando van a lavarse las manos o si hay que explicar nuevo vocabulario. Le encanta y lo reivindica: este jueves luce la bata de maestra que ha exigido para sí.
Lozano, periodista de larga trayectoria en la prensa conquense, cuenta que hace algunos años, cansada de intentar conciliar unas interminables jornadas con las necesidades de su familia, decidió cambiar completamente su vida profesional. Así que en 2019 se preparó y aprobó una oposición en la que preguntaban sobre legislación educativa y sobre los derechos de las personas con discapacidad, higiene y salud, actividades de ocio y tiempo libre, en general, sobre las necesidades del alumnado de educación especial, así cómo el funcionamiento de los centros educativos. En su día a día, intenta ayudar en todo lo que puede, más allá de la atención que tiene encomendada a Yanira, sin reparar demasiado, asegura, en si cada asunto entra o no dentro de sus atribuciones.
En todo caso, junto con las precarias condiciones laborales, otro de los problemas comunes de estos profesionales que trabajan bajo diferentes nombres —según la autonomía, son cuidadores, auxiliares, ayudantes, técnicos…— es la “vaguedad con la que están definidas sus funciones en la mayoría de las comunidades”. Así lo recoge en un informe María Ángeles García, de CC OO Murcia, que lleva años documentando la situación de estos profesionales en toda España.
Unas ambigüedades que les dejan a merced del interés y la sensibilidad de cada equipo directivo y de los tutores, oscilando entre ese deseo de aportar mucho más y la necesidad en ocasiones de poner “pie en pared” cuando se les convierte en “chicas para todo”. Esto último lo expresa una técnica de integración social (PTIS, así se llama la figura en Andalucía) que trabaja en un colegio de Málaga contratada a través de una empresa externa y que prefiere que no se publique aquí su nombre.
Asegura que atiende a 18 niños con necesidades especiales de educación infantil integrados en aulas ordinarias, así que anda todo el día con el móvil en la mano a la espera de que le llamen de la clase donde más la necesitan en cada momento. “Fundamentalmente, son niños con autismo, pero también hay parálisis cerebral, algún chico que no controla esfínteres... Es una sobreexplotación. La primera semana me vi desbordada, la verdad. ¿Que cómo me apaño? Pues como puedo. Estoy llena de dermatitis, del estrés”.
García Peñalver señala que, junto a la indefinición del puesto, el otro gran problema común que ha detectado es que no hay establecido un número máximo de alumnos con necesidades especiales por cada ATE cuando están integrados en aulas ordinarias: “Estamos con ratios muy altas, pendientes del botón de alarma o, como esta chica de Málaga, del móvil”, señala. Añade que sí suelen estar muy bien definidos los recursos necesarios en el caso de los centros específicos o las aulas de educación especial ubicadas en centros ordinarios. Como el del Luisa Sigea de Tarancón.
Nuria Lozano tampoco sufre otro de los problemas señalados insistentemente por otros compañeros, que se sienten apartados de la vida del centro y la organización del aula. Las maestras que llevan la unidad de educación especial —Conchi García (profesora técnica de artes gráficas), Raquel Cantos (especialista en pedagogía terapeútica y audición y lenguaje) y Mercedes Ábalos (especialista en pedagogía terapeútica)— se consideran parte de un mismo equipo en el que Lozano es fundamental. Sin embargo, la normativa y sus condiciones de trabajo fijan serias limitaciones. “Yo no puedo convocarla a un claustro de profesores ni una reunión de departamento”, se queja el director de instituto, Ricardo López Jaén. “No les dejan espacio en su horario para las reuniones de coordinación”, añade la jefa de estudios, Alejandra de la Cruz, mientras Nuria y las maestras acompañan el trabajo de sus chicos.
Hoy los cinco alumnos están haciendo tarjetas de Navidad con las que participarán en un concurso que organiza el instituto; todos se esmeran, pero la verdad es que Isma muestra un talento especial para el dibujo —las obras que decoran el pasillo exterior de su clase lo atestiguan—. Yanira interactúa con los compañeros, sobre todo con Salud, y el resto de maestras, pero siempre está pendiente de dónde anda Lozano. De hecho, cuando llega la hora del almuerzo, la muchacha no quiere comerse el sándwich si no es con Nuria, así que acaba yendo a buscar y abrazándose a la auxiliar educativa mientras esta atiende a las visitas.
A media mañana, toca clase de Educación Física, este jueves con los alumnos de 3º de ESO; aparte de compartir el recreo y algunas excursiones, intentan que los chicos del aula de educación especial den algunas clases con el resto de estudiantes del instituto. Las maestras van con todos; Nuria y Yanira de la mano. Enseguida llega el profesor de la materia, Alberto Hortelano, y les pone a todos a calentar, incluidas Conchi, Raquel y Nuria. Hortelano cuenta cómo organiza las clases para todos y explica los circuitos que suele hacer para que los alumnos con discapadidad mejoren sus habilidades a través de la motricidad.
“La coordinación entre profesionales es fundamental [...] Las competencias, los contenidos, los criterios de evaluación, los métodos pedagógicos no son de aplicación exclusiva dentro del aula sino que tienen que preverse a lo largo del día y en entornos de aprendizaje fuera del aula”, dice el documento en el que María Ángeles García reclama la profesionalización de una figura que se ha convertido en “un anacronismo histórico” con unas funciones que ya están perfectamente definidas en el Catálogo Nacional de Cualificaciones Profesionales bajo el perfil de “Atención al Alumnado con Necesidades Educativas Especiales en Centros Educativos”, con un nivel equivalente a bachiller o FP de grado medio.
Esta titulación profesional tiene entre sus competencias específicas, las de acompañar a los estudiantes en los desplazamientos, en el recreo o el comedor, funciones clásicas de los auxiliares educativos, pero también las de “ejecutar, en colaboración con el tutor/a y/o con el equipo interdisciplinar del centro educativo, los programas educativos [...] en su aula de referencia” e “implementar los programas de autonomía e higiene personal en el aseo”.
Después de la clase de Educación Física, Yanira se echará un rato la siesta en la camita que tiene preparada en una de las aulas —”Se cansa mucho y le viene bien echarse un poco todos los días”, explica Lozano— y los demás se irán andando con Cantos hasta la plaza donde los compañeros del centro del día han organizado un mercadillo. Ya en la puerta del instituto, Salud y los demás enseñan el dinero con el piensan comprar alguna cosa antes de despedirse de los visitantes.
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