La educación y los Monty Python
“Diga usted que entra en clase con la firme decisión de alfabetizar, culturizar o refinar a sus alumnos y ya puede reunir argumentos contundentes porque la sospecha caerá sobre usted”
Hace tiempo que vengo diciendo que la educación se ha convertido en una película de los Monty Python. No porque los profesores no nos tomemos en serio nuestro oficio, no. Quiero pensar que la mayoría somos profesionales comprometidos e intentamos aislarnos del mundanal ruido pedagogista para dedicarnos a enseñar todo lo que podemos y lo mejor que sabemos. Pero el ambiente (el entorno, que diría un moderno) no es precisamente el más apropiado para quienes entendemos la enseñanza como una respon...
Hace tiempo que vengo diciendo que la educación se ha convertido en una película de los Monty Python. No porque los profesores no nos tomemos en serio nuestro oficio, no. Quiero pensar que la mayoría somos profesionales comprometidos e intentamos aislarnos del mundanal ruido pedagogista para dedicarnos a enseñar todo lo que podemos y lo mejor que sabemos. Pero el ambiente (el entorno, que diría un moderno) no es precisamente el más apropiado para quienes entendemos la enseñanza como una responsabilidad sustancial. Por eso procuramos tomarnos las cosas con sentido del humor, siempre que esto no nos lleve a frivolizar con aquello que, por su naturaleza respetable, debiera estar al margen del jijijá: nuestra labor y nuestros alumnos. Yo mismo hago bromas en mis clases y trato de propiciar un clima adecuado para el aprendizaje, que no es ni el jolgorio continuado ni el silencio sepulcral, pero también asumo con la seriedad indispensable lo que atañe directamente a la enseñanza y al aprendizaje. La cuestión es que basta estar un poco al día para leer y escuchar ocurrencias, afirmaciones y consejosvendoqueparamínotengo, provenientes de los gerifaltes y expertos educativos, para que muchos sintamos la necesidad de recurrir al sarcasmo y a la soca(b)rronería como válvula de escape. Y terminemos confundiendo situaciones de aprendizaje con situaciones de aterrizaje.
Aunque no lo crean, a menudo los profesores nos vemos inmersos en una nueva versión de Los caballeros de la mesa cuadrada. ¿Quién no se ha imaginado nunca a esos innovadorers galopando sin caballo junto a sus escuderos (los aprendices de innovadorers), entrechocando dos cocos para simular que son un poderoso ejército al trote, y “sugiriendo” a los profesores que IM-PLE-MEN-TE-MOS sus estrategias paraeducativas? ¿Quién no ha pensado, cuando se insiste en eliminar exámenes, deberes y tarimas, en la escena en la que el caballero negro de esta misma película pelea, con todas las extremidades amputadas, contra el mismo Rey Arturo, que lo derrota y le dice que no sea imbécil, que ya no tiene brazos con que luchar, a lo que el mutilado responde que es sólo una herida superficial, para comenzar después a patearle el culo? Puede que el lector piense que exagero, así que pondré algunos ejemplos.
Si no son ustedes profesores, seguramente desconocerán la manera en que se dirigen a nosotros los vendedores de cursos de formación. Estoy seguro de que a ningún médico se le trataría como si fuera un paciente o a ningún entrenador como si fuera un jugador o a ningún piloto como si fuera un pasajero o a ningún cocinero como si fuera un comensal. Digo más: no creo que haya otro ámbito, salvo el nuestro (es verdad lo de que somos unos privilegiados, pero no es por las vacaciones) en el que se trate al adulto como a un niño. Pues verán, a los docentes se nos ofrecen cursos en cuyos carteles hay monigotes y emoticonos, en cuyas clausuras se reparten abrazos y al término de los cuales se hacen tómbolas (se lo juro) o se tiran aviones de papel al aire, repletos, intuyo, de empatía y deseos inclusivos, como si fuéramos púberes, iba a decir, pero es que ni eso. Prepúberes, a lo sumo. Y no muy avispados. Por si esto fuera poco, la palabrería pedagogista que impregna el discurso educativo, esa que parece escrita en la lengua de Mordor (que no emplearé aquí), es propia, más aún que de Tolkien, de “los Caballeros que dicen Ni”. Así, a nuestros egregios representantes de la pedagogía hegemónica los supone uno vestidos con túnicas y cascos con cuernos, mientras “apatrullan”, como el Fary, el bosque brumoso (una más que evidente metáfora de las aulas de Secundaria) custodiando las palabras sagradas (innovación, aprendizaje cooperativo, educación emocional…). Si no, ¿cómo iba a osar decir uno de sus profetas que lo que nos falta a los profesores es “más formación en diseño instruccional”? Son, queridos amigos, una parodia en sí mismos.
¿Y qué me dicen del debate educativo? ¿Y de los congresos? ¿Y de los expertos? Mientras los profesores nos preocupamos por encontrar la mejor manera de enseñar nuestra materia, los debates, los congresos y los expertos van por otro lado. Ellos quieren “enseñar a ser”. No sabemos exactamente a ser qué porque nadie les exige que se expliquen. Si suena bien lo que dicen, bien estará (a tope con ese espíritu crítico). Ahora bien, diga usted que entra en clase con la firme decisión de alfabetizar, culturizar o refinar a sus alumnos y ya puede reunir argumentos contundentes porque la sospecha caerá sobre usted, le lloverán chuzos de punta en forma de competencias y se establecerá una agria discusión en la que tiene todas las de perder. La situación se convertirá por momentos en puro surrealismo y se encontrará siendo atizado con razonamientos absolutamente descacharrantes mediante los que se pondrá en cuestión su provocadora reivindicación de la importancia de enseñar. Y esto, no me lo negarán, puede resultar tan hilarante como la escena en la que el trol que guarda el Puente de la Muerte plantea a quienes pretender cruzarlo preguntas de cuya respuesta depende que terminen arrojados al pozo. Cuando es el propio Rey Arturo el que aparece en el puente, tiene lugar este impagable diálogo:
―¿Cómo os llamáis?
―Arturo de Camelot
―¿Y qué buscáis?
―El Santo Grial
―¿Cuál es la velocidad media de una golondrina sin carga?
―¿Golondrina africana o europea?
Siguiendo con la sospecha, imagino que nadie ha olvidado otra mítica escena en la que Sir Bedevere demostraba una gran capacidad deductiva a la hora de descubrir quién era bruja. Hoy, multitud de Sirbedeveres ejercen la delación pedagogista, escrutando en los papeles (sobre todo en los papeles, no sea que entrar en un aula les provoque algún efecto secundario ―nunca mejor dicho―) para encontrar profesores no afectos al Régimen. Y no es fácil esquivar estas pesquisas porque en el momento en el que huelen que has hecho un dictado (aunque sea musical, que siempre suena más creativo) o has puesto un examen, tienen dispuestos los adornos con que te piensan engalanar. Como en la maravillosa escena de la película, por más que trates de justificar tu actitud reaccionaria apelando al valor del conocimiento (y este será tu mayor error, alma de cántaro), te pondrán nariz postiza y sombrero de bruja, y dirán que convertiste a un alumno en grillo… (“Y mejoró”).
Sirvan, en fin, estas líneas para romper una lanza en favor de lo que un día se denominó instrucción pública y como llamamiento a mis colegas de la enseñanza para que no caigan en el desánimo. Tenemos una responsabilidad. No con los dirigentes ni con los expertos educativos ni con los innovadorers. Con nuestros alumnos. Ya sabemos que, como Sir Galahad, que justificaba el nombre de su castillo (el Castillo Ántrax) reconociendo que no era un buen nombre, pero escudándose en que eran muy amables, en la pedagogía mainstream todo se disculpa con tal de que la apariencia resulte atractiva, como sabemos que da igual si un método es o no eficaz, siempre que parezca moderno. Sabemos que las consecuencias de una enseñanza deficiente son serias y nos acordamos del Rey del Castillo del Pantano cuando afeaba a Sir Lancelot haber matado al padre de la novia, a lo que respondía este que no era su intención y, cuando el rey detallaba que lo había atravesado con la espada, la contestación era: “Oh, cielos… ¿está bien?” No tenemos la mejor enseñanza ni la mejor ley ni los mejores políticos. Pero nosotros, precisamente nosotros no podemos permitirnos que la situación nos supere. Tenemos la obligación de enseñar. Y ya hay mucho irresponsable por ahí suelto y mucho aprovechado como para dejar todo el campo libre para sus desmanes y sus lucros. Al menos, no se lo pongamos fácil. Tomemos con humor lo que no está en nuestras manos solucionar (sin dejar de combatirlo, por supuesto) y con seriedad aquello que sí podemos controlar. Divirtámonos con unos y enseñemos a los otros.
Puedes seguir EL PAÍS EDUCACIÓN en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.