Las tres vidas del ‘Alberto’: la receta de un colegio de Toledo para sobrevivir al estigma de un gueto escolar
Nacido como una apuesta por la integración, el centro público sobrevivió durante sus años más difíciles gracias al compromiso del profesorado y las familias y el apoyo de la administración. Hoy es una de las escuelas más deseadas de la ciudad
El primer día del curso 1999-2000, una joven profesora lloraba en la puerta de su nuevo destino, un colegio público en el Polígono de Toledo del que se hablaban pestes, pues recogía a toda la población infantil de unas viviendas sociales cercanas, de perfil casi marginal, y se decía por ahí que andaban cada día por los pasillos poco menos que a navajazos. Uno de sus nuevos compañeros se la encontró en la entrada de esa guisa y trató de tranquilizarla: “Aquí la gente llega llorando y se va llorando, porque luego no se quieren ir”. En el caso de esta profesora, Gloria Ramiro, es probable que sea...
El primer día del curso 1999-2000, una joven profesora lloraba en la puerta de su nuevo destino, un colegio público en el Polígono de Toledo del que se hablaban pestes, pues recogía a toda la población infantil de unas viviendas sociales cercanas, de perfil casi marginal, y se decía por ahí que andaban cada día por los pasillos poco menos que a navajazos. Uno de sus nuevos compañeros se la encontró en la entrada de esa guisa y trató de tranquilizarla: “Aquí la gente llega llorando y se va llorando, porque luego no se quieren ir”. En el caso de esta profesora, Gloria Ramiro, es probable que sea así, pero todavía no se sabe porque nunca se fue; ha seguido trabajando en el colegio público Escultor Alberto Sánchez desde aquel día de hace más de dos décadas.
Lo cierto es que lo que encontró entonces no era para tanto; se trataba de un colegio con un alumnado ciertamente complicado, con algunas situaciones extremas, pero también era un espacio lleno de profesionales entusiastas, enamorados de su trabajo y comprometidos con buscar soluciones a las dificultades que se encontraban cada día. Muchas de ellas, aplicando unas innovaciones educativas que eran ya la seña de identidad de un centro que nació en 1984, muy vinculado a los movimientos de renovación pedagógica (grupos de docentes que se multiplicaron a partir de mediados de los setenta en busca de nuevas fórmulas democráticas de enseñanza), y se especializó enseguida en la integración de niños y niñas con discapacidades. Además, con el paso del tiempo (bastante, eso sí), fueron cambiando poco a poco las tornas hasta que el colegio acabó dejando atrás completamente esa imagen externa de gueto. Hasta el punto de que desde hace algunos años el Alberto, como muchos se refieren a él, está entre los centros más demandados de Toledo, gracias entre otras cosas a los alumnos de las primeras épocas que, convertidos ya en padres, quisieron esa misma escuela para sus hijos.
En ese proceso intervinieron muchos y variados factores —el esfuerzo de un núcleo duro comprometido de docentes que se mantuvo en el tiempo y algunas decisiones de las administraciones, incluido el polémico derribo de las viviendas sociales de la discordia—, pero lo más interesante de esta historia, vista desde una perspectiva actual, es cómo se mantuvo abierto, a pesar de los pesares, durante todos los años en los que cada curso llegaban muchas menos solicitudes de las plazas que iban quedando libres.
De hecho, la historia del Alberto llegó a la redacción de EL PAÍS después de la publicación, hace unas semanas, de un reportaje sobre el Juan XXIII de Mérida, un colegio público que la Junta de Extremadura ha decidido cerrar por falta de alumnos, a pesar de la resistencia de los profesores y de las familias, que rechazan su fama de gueto y lo defienden como el mejor espacio educativo y de integración que podían haber encontrado para sus hijos. “Me acuerdo del caso contrario, el Alberto Sánchez, en el Polígono Industrial de Toledo, un colegio que estuvo muchos años a punto de morir por falta de alumnos, pero allí peleó el claustro, pelearon los padres, peleó todo el mundo…”, decía un mensaje de voz de Francisco Caballero, un maestro jubilado de Sonseca, un municipio cercano a Toledo. Es cierto que el centro toledano nunca llegó a tener tan pocos alumnos como tiene ahora el de Mérida (39), y que tampoco se vio obligado a competir con colegios concertados (el Juan XXIII tiene dos a menos de 1.000 metros), pero probablemente muchos elementos de su historia pueden servir en estos tiempos en los que el descenso de la natalidad parece que va a poner muy a menudo a las administraciones ante la tesitura de reordenar la oferta de plazas o cerrar algunas escuelas.
Los inicios: apuesta por la integración
Para entender cuál fue exactamente la receta del Alberto habría que empezar por el principio. Francisco García Galán es hoy director del colegio y también fue parte, recién salido entonces de la Escuela de Magisterio, del equipo que lo inauguró en 1984. “Cuando me vieron llegar, dijeron: ‘Bien, un hombre joven’, porque todavía estábamos metiendo sillas y mesas”. Enclavado en un extremo de un barrio en plena expansión —el de Santa María de Benquerencia, conocido popularmente como el Polígono— que contaba con un fortísimo movimiento vecinal, el colegio Escultor Alberto Sánchez (en honor a una de las figuras clave de las vanguardias en España) fue una apuesta decidida por la integración: “Teníamos personal de apoyo, orientador, logopeda. Y un máximo de 24 alumnos por aula, más uno de integración”. Entre los veteranos con plaza definitiva, se contaban convencidos impulsores de la renovación pedagógica —Rafael del Cerro, Ana Blázquez, Antonio Arrogante, Jesús Chule Mora…— y a los jóvenes entusiastas como García Galán se les aseguraba una estabilidad de al menos tres años en el centro.
Pusieron en marcha en aquellos primeros años, por ejemplo, un proyecto de alternativa al libro texto de único: usando varios manuales y otros materiales, los alumnos iban confeccionando sus propios textos en torno a distintas temáticas, de un modo muy parecido al del hoy extendido método de enseñanza por proyectos. También fueron pioneros en ofrecer educación sexual y formaron cooperativas entre los padres de las distintas etapas que, por medio de una cuota anual, gestionaban los fondos con los que pagaba absolutamente todo: los libros de texto, las excursiones, el material escolar…
Daniel Pérez es un exalumno: empezó en el 84 en segundo de EGB y salió al terminar octavo, en 1992. “Tengo un recuerdo precioso en todos los sentidos, en lo personal, en lo emocional, en lo formativo... Y, con la perspectiva del tiempo, profesionalmente también valoro el gran trabajo que se hizo allí”, señala Pérez, que hoy es profesor de Tecnología y director de un instituto público en el mismo barrio. También es profesor, pero del Conservatorio de Ciudad Real, Hernán Milla, que cuenta que cuando llegó al Alberto en 1989 para hacer cuarto de EGB, enseguida se dio cuenta que aquel era “un colegio diferente, que las cosas que se hacían allí no se hacían en ningún otro sitio”. Recuerda ver llegar al profesor empujando un carrito como los del comedor con libros de texto de todas las editoriales, las asambleas de los viernes donde se podían expresar críticas, sugerencias y felicitaciones, explica cómo les ponían a leer, a investigar, experimentar, a hacer trabajos en grupo sobre distintos temas para luego exponerlos, incluido algún documental que grabaron ellos mismos por las calles del casco viejo de Toledo. “La autonomía que se nos instaba a buscar creo que nos ha servido siempre”, reflexiona Milla, pianista, clavecinista, compositor, improvisador, arreglista y productor musical con dos nominaciones a los Grammy latinos.
La cuesta abajo: soluciones de supervivencia
De aquellos primeros tiempos también fue partícipe Pedro Guijarro, que llegó al colegio en 1988. Cuatro años después se convirtió en el secretario, puesto que ocupó hasta su jubilación en 2018. Guijarro fue precisamente quien animó a Gloria con la frase de los lloros aquella mañana de 1999. Explica cómo las cosas se fueron complicando a principios de los noventa: metieron un segundo alumno de integración por clase, empezó a romperse la estabilidad de la plantilla —algunos se fueron a ocupar puestos en sindicatos, otros a la administración, como García Galán en 1991— y se construyeron muy cerca los bloques de viviendas sociales.
Para cuando llegaron al colegio en 1996 Fernando Moreno y Manuel Aguado ya era casi imposible mantener muchas de las apuestas pedagógicas de los inicios y las cooperativas también se acabaron. El alumnado, gran parte de entornos muy humildes —“un 70% u 80% de los chicos tenían beca completa de comedor”—, presentaba una enorme complejidad, y en muchas ocasiones también había “follones con los padres”. El centro era definitivamente otro, así que tocaba adaptarse a una nueva situación y se hizo.
“Bajó tanto el alumnado que un día nos dimos cuenta de que tocábamos a nueve por cabeza”, explica Moreno. Y fueron los propios tutores, aporta Guijarro, que eran los que más horas libres tenían en esa situación, los que propusieron darle la vuelta al horario: todos los días, las dos primeras horas se dedicarían a lengua y matemáticas —materias clave y en las que había más dificultades por la enorme diversidad de niveles que había en cada clase—, con dos maestros a la vez en el aula. Para poder hacerlo, era necesaria la participación durante esas dos horas de todos los maestros: los especialistas de Música y Plástica, Inglés, Educación Física, orientadores, los de pedagogía terapéutica…. “La verdad es que se sudó un poco para hacer los horarios”, confiesa Moreno, que entonces era el director. Y añade, entre risas, Guijarro: “Al principio participábamos absolutamente todos, pero luego me liberé yo, como secretario, porque nos dimos cuenta de que hacía falta alguien por si sonaba el teléfono, había una visita, una urgencia o algo…”. Lourdes García Pulido, actual jefa de estudios, profesora del centro desde 2007, apunta: “Ahora que se habla tanto de codocencia, de trabajo por proyectos…, pues aquí lo hacemos desde hace muchísimo tiempo”.
Pulido, Guijarro, Moreno, Aguado y García Galán rememoran sus vivencias, sentados en corro, un miércoles de mayo en el despacho de dirección del colegio. Y, aunque siempre se echan de menos algunos recursos, todos admiten que la administración hizo su parte en aquellos tiempos difíciles: la inspección aceptó el vuelco metodológico de los horarios, dividió en zonas de escolarización distintas el barrio para evitar que absolutamente todos los alumnos complicados del polígono acabaran allí, aunque vivieran en la otra punta; nunca dejó de haber profesores de apoyo, logopeda, orientador pese al descenso de alumnos…. García Galán vivió algunos de los peores años del Alberto, a finales de las década de los 2000, como delegado provincial de Educación, Cultura y Deporte: “Siempre planeó la idea, pero nunca se planteó de verdad cerrar el colegio”, asegura. Entre otras cosas, porque sabían perfectamente que aunque tuviera esa imagen exterior de gueto, estaban haciendo su trabajo, sacando adelante a muchos chavales en situaciones muy complicadas, pero también a los que iban mejor.
Cambio de escenario con el mismo espíritu
El espíritu de integración del Alberto de los primeros tiempos, el de dar a cada alumno lo que necesita, se mantuvo en las épocas malas, explican sus maestros, intentando crear siempre buen ambiente entre el profesorado, fomentando el trabajo en equipo, la implicación de todos en el proyecto (incluso en los años en los que cambiaba la mitad de la plantilla cada curso) y la colaboración con las familias y todo el barrio... “Aquí siempre hemos creído que la letra con cariño entra”, explican al recordar la historia de un muchacho muy conflictivo que llegó rebotado de no se sabe cuántos colegios y en el Alberto le acabó agradeciendo a algún profesor: “Es la primera vez que me tratan como una persona”.
Y ese espíritu se mantiene hoy, continúan, reconvertido el colegio ahora en objeto de deseo de familias de toda la ciudad: reciben en torno al doble solicitudes de las plazas que ofrecen. En el Alberto se siguen metiendo en todos los jardines: huerto ecológico, proyecto de digitalización, de metodologías activas e iniciación a la robótica en infantil, de animación a la lectura, de igualdad y prevención de la violencia de género, de alimentación saludable, de apoyo para la transición al instituto de alumnado con dificultades, de actividades alternativas en los recreos….
El vuelco fue muy rápido, explica Moreno. Primero, en 2010, derribaron las viviendas sociales de la discordia, tras un controvertido proceso de desalojo (una parte de las casas estaban ocupadas) y poco después se construyeron varias urbanizaciones nuevas. Y a la vez que llegaban al centro los hijos de los nuevos vecinos, también lo hicieron los de algunos de los primeros alumnos del colegio que, ya convertidos en padres, querían para sus hijos aquel espíritu que ellos vivieron.
En las tres vidas del Alberto, el colegio pasó de cerca de 600 alumnos a, en sus momentos más bajos, unos 125. Ahora vuelven a ser medio centenar. Algunos de ellos andan de excursión en este miércoles de mayo. Otros permanecen atentos a sus tabletas y a la pantalla táctil durante la clase de Inglés de Lourdes Pulido. Los profesores, los antiguos y los actuales, se ponen al día mientras enseñan con orgullo las instalaciones a los visitantes. Muestran el gran mural que regalaron al centro los alumnos de la Escuela de Artes de Toledo. O la estrella, que es símbolo del colegio, la misma que corona la gran escultura que Alberto Sánchez (Toledo, 1895–Moscú, 1962) concibió para la entrada del pabellón español de Exposición Universal de París, en 1937, en el que se exhibió el Guernica de Picasso. En el orgullo que muestran los profesores por haber formado parte de esta escuela está incluido el nombre del centro, homenaje al artista que inició la Escuela de Vallecas junto a Benjamín Palencia y cuya memoria e importancia se hubo de recuperar con gran esfuerzo durante los años ochenta, pues buena parte de su obra se perdió irremediablemente tras la Guerra Civil y su exilio a Rusia.
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