Metamorfosis educativa y emotivismo terapéutico
El delirio emotivista es tal que hablar de exigencia se asocia con la lista de los reyes godos y el antiguo dicho “la letra con sangre entra”, mientras se cae en afectaciones vacías como “enseñar desde el corazón”
Cuando la ministra Celaá defendió el regreso a las aulas en tiempos de pandemia, lo hizo por su “valor terapéutico y emocional”. Esta aparente declaración “típica de ministra” explica en realidad por qué la enseñanza está a un paso de despertarse una mañana como Gregorio Samsa: convertida en algo distinto de lo que fue.
Si algo tiene de especial la escuela, en tanto que institución pública dedicada (concebida, al menos) a proporcionar aquellos conocimientos que solamente en ella se pueden garantizar, es precisamente e...
Cuando la ministra Celaá defendió el regreso a las aulas en tiempos de pandemia, lo hizo por su “valor terapéutico y emocional”. Esta aparente declaración “típica de ministra” explica en realidad por qué la enseñanza está a un paso de despertarse una mañana como Gregorio Samsa: convertida en algo distinto de lo que fue.
Si algo tiene de especial la escuela, en tanto que institución pública dedicada (concebida, al menos) a proporcionar aquellos conocimientos que solamente en ella se pueden garantizar, es precisamente esta peculiaridad. Si uno es avispado, puede aprender en otros sitios, pero es en el colegio, en el instituto o en la universidad donde se encontrará con profesionales específicamente experimentados en esta transmisión de conocimientos antaño deseable, función primigenia de la enseñanza que lleva tiempo siendo cuestionada, con ímpetu en los primeros años de fervor logsiano, y temo que repuntando nuevamente hoy, en plena dictadura emotivista. El cambio fundamental que podemos apreciar en el debate educativo, y más desde la irrupción de los Globalteacherprize, es el énfasis en la emoción y el desdén por la razón. Alguno me llamará exagerado, me dirá que emoción y razón no son incompatibles.... Y así es, desde luego, pero es que la emoción podemos hallarla en el saber, la ciencia y la cultura, y aprendemos a apreciar lo bello por medio de la emoción que el conocimiento nos da (y no a través de atajos cursis y superficiales cuyo aliciente es escaso, precisamente por no ser necesario esforzarse para alcanzarlo). Tan cierto es que no podemos dejar a un lado la emoción en el aprendizaje como que nos equivocamos si nos preocupamos únicamente de esto y olvidamos que cuanta mayor sea nuestra solidez intelectual, en mejor disposición estaremos de disfrutar de lo que merece la pena ser disfrutado.
El delirio emotivista es tal que hablar de exigencia se asocia con la lista de los reyes godos y el antiguo dicho “la letra con sangre entra”, mientras se cae en afectaciones vacías como “enseñar desde el corazón” (¿qué opinará de esto un cardiólogo?) o “educar las emociones”, lo que terminará por convertir la enseñanza, primero en entretenimiento puro y duro y, después, en terapia. Terapia y emociones, como proclama nuestra ministra. ¿Acaso nuestros alumnos son todos disfuncionales o están todos enfermos? Porque transformar al profesor en terapeuta dejará a los menores que requieren terapia sin el profesional adecuado para ayudarles y al conjunto sin aquello que sí es imprescindible: saber.
Ya se han reducido en Canarias las horas destinadas a Matemáticas y Lengua, para encajar una materia obligatoria de educación emocional. ¿Tiene sentido que un alumno de cuarto de primaria dedique el tiempo que antes dedicaba a estas dos asignaturas a “identificar sus estados de ánimo”, responder a preguntas sobre cómo se siente” o confesar si en casa le reciben “con un abrazo”…? ¿No supone todo esto una invasión en la intimidad emocional de los alumnos, que pueden sentirse incómodos, desnudos emocionalmente, ante la indagación del adulto? ¿De verdad es más urgente elevar la autoestima de nuestros alumnos que resolver los problemas de “analfabetismo”, como parecía sugerir recientemente un profesor de Psicología? La mejor manera de educar las emociones de nuestros alumnos es no comprometerlas. Y la mejor forma de mostrar aprecio hacia los demás es respetar sus posicionamientos, aunque no se empatice con ellos (al fin y al cabo, ¿qué mérito tiene empatizar con alguien que ve las cosas igual que nosotros?).
También Galicia se suma a la tiranía de las emociones. Según un comité educativo asesor, “el interés en clase” y “el absentismo escolar” son consecuencia, pásmense, de la pandemia (hasta ahora, que un alumno no se interesara por estudiar o faltara a clase se debía a que el profesor “no lo sabía motivar” o a que el currículo estaba “obsoleto”, pero ya tenemos el factor definitivo: el COVID ha llegado para servir de Excusa Total. Bien lo sabe nuestra Ministra, con sus “no-aprobados generales”. El antídoto ante esta falta de interés nada tiene que ver, pues, con el ejercicio de la responsabilidad o la recuperación de conceptos como disciplina, atención o constancia, no, la solución es recurrir a un “Plan de Bienestar Emocional”, con objetivos como “la resiliencia” (¿pero qué resiliencia van a desarrollar nuestros alumnos si les evitamos afrontar retos?) o la ya mencionada autoestima, que como se nos dispare más no sé dónde puede terminar (bueno, sí, en un narcisismo patológico).
Volvemos a caer en la sobredimensión de los aspectos más subjetivos, arbitrarios y cuestionables de la educación, cuando lo apremiante es fundamentar nuestro sistema en lo sólido, en lo científico, en la evidencia y en la experiencia de quien cada día se bate el cobre en clase con el propósito de enseñar y formar ciudadanos. Los propios psicólogos denuncian la intrusión de pseudociencias como el “coaching” (¿les suena?) en su ámbito de trabajo, que “podría”, denunciaban, “desorientar a pacientes desinformados”. Nosotros tenemos alumnos (naturalmente) desinformados, a los que estamos desorientando también a base de ocurrencias, placebos y métodos milagrosos que ni servirán para lograr su bienestar ni ayudarán a conformar una sociedad madura, crítica y emocional e intelectualmente sana. Pero no se apuren: algunos investigadores consideran que las abejas parecen ponerse de buen humor cuando prueban algo dulce. Supongo que con esto sería suficiente para, como poco, obtener el título de ESO. Saluden a los futuros Gregorio Samsa. Pronto serán nuestros gobernantes.
Alberto Royo es profesor de Música en el IES Tierra Estella y autor de: Contra la nueva educación (2016), La sociedad gaseosa (2017) y Cuaderno de un profesor (2019), todos ellos publicados por Plataforma Editorial.
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