No cuenten con un aterrizaje suave para la economía global
Soy profundamente escéptico respecto del anuncio de China de que su economía creció un 5,2% el pasado año
Ya han pasado casi dos meses de 2024 y la proyección general para la economía global sigue siendo cautelosamente optimista: la mayoría de los bancos centrales y de los analistas proyecta un aterrizaje suave o, directamente, ningún aterrizaje. Inclusive mi colega Nouriel Roubini, famoso por su sesgo bajista, considera que los peores escenarios son los que tienen menos probabilidades de materializarse.
Los consejeros delegados y los responsables de las políticas con los que hablé durante el...
Ya han pasado casi dos meses de 2024 y la proyección general para la economía global sigue siendo cautelosamente optimista: la mayoría de los bancos centrales y de los analistas proyecta un aterrizaje suave o, directamente, ningún aterrizaje. Inclusive mi colega Nouriel Roubini, famoso por su sesgo bajista, considera que los peores escenarios son los que tienen menos probabilidades de materializarse.
Los consejeros delegados y los responsables de las políticas con los que hablé durante el Foro Económico Mundial (FEM) del mes pasado en Davos se hacían eco de este sentimiento. El hecho de que la economía global no cayera en una recesión en 2023, a pesar del marcado incremento de los tipos de interés, hizo que muchos expertos se mostraran optimistas respecto de la perspectiva para 2024. Cuando les pedían que explicaran su optimismo, mencionaban el desempeño mejor de lo esperado de la economía de Estados Unidos o predecían que la inteligencia artificial catalizaría la tan esperada alza de la productividad. Como observó un ministro de Finanzas, “si uno no es optimista por naturaleza, no debería ser ministro de Finanzas”.
Los economistas del mundo parece que comparten esta visión. El documento Perspectiva de los economistas jefe del FEM publicado en enero determinó que, si bien una mayoría de los participantes preveía una crisis global leve en 2024, la mayoría de ellos no estaban excesivamente preocupados y veían la desaceleración esperada como una corrección saludable para sofocar las presiones inflacionarias provocadas por el exceso de demanda.
Ni siquiera la alteración del comercio global causada por los ataques de los hutíes de Yemen contra barcos comerciales en el Mar Rojo o las guerras en curso en Ucrania y Gaza han mitigado el ánimo exultante de los analistas y de los líderes empresariales. El mercado bursátil de Estados Unidos está en niveles récord, y hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI), normalmente conservador, revisó sus pronósticos de crecimiento para el alza: la última edición de la Perspectiva de la economía mundial describió los riesgos para el crecimiento global como “mayormente equilibrados”. Esta caracterización marca un alejamiento importante del tono cauteloso que el FMI suele utilizar para desalentar a los ministros de Finanzas de incurrir en carreras de gasto insostenibles.
En un año electoral crucial en el que los votantes en decenas de países —que representan la mitad de la población mundial— irán a las urnas, ya se espera que el gasto gubernamental aumente. En macroeconomía, este fenómeno se conoce como “ciclos de presupuestos políticos”: los políticos en el poder quieren estimular la economía para mejorar sus oportunidades de ser reelegidos, de modo que aumentan el gasto público e incurren en mayores déficits.
A pesar del consenso relativamente optimista, los acontecimientos recientes sugieren que los riesgos para el crecimiento global todavía se inclinan hacia el lado más pesimista de la balanza. Por empezar, soy profundamente escéptico respecto del anuncio del gobierno chino de que su economía creció 5,2% en 2023. Desde hace mucho tiempo, las cifras de crecimiento del PIB han sido una cuestión de carga política en China, particularmente el año pasado, cuando el presidente Xi Jinping consolidó su régimen unipersonal al destituir de su cargo a numerosos funcionarios de alto rango, incluidos sus ministros de Defensa y de Relaciones Exteriores. Ahora que la economía china lidia con la deflación, una caída de los precios de los inmuebles y una demanda débil, resulta cada vez más evidente que sus dificultades económicas están muy lejos de haber terminado —y que Xi está decidido a controlar el discurso—.
La combinación de una desaceleración económica prolongada y un colapso del sector inmobiliario podrían llevar a China al borde de una “década perdida” al estilo de Japón. La solución keynesiana obvia para el descarrilamiento en cámara lenta de empresas inmobiliarias en crisis y para la deuda gubernamental local es iniciar transferencias de dinero directas a los hogares. Pero, dado que los consumidores chinos prefieren más ahorrar que gastar (a diferencia de los estadounidenses), y que la deuda gubernamental ya escala aceleradamente, una espiral de deuda y deflación parece cada vez más factible.
Mientras tanto, a pesar de haber sorteado una recesión en 2023, en general se espera que el crecimiento económico europeo siga siendo mediocre este año. Asimismo, la persistente falta de voluntad de los países europeos para invertir en su propia defensa sugiere que el potencial retorno del expresidente norteamericano Donald Trump a la Casa Blanca en 2025 podría necesitar un ajuste doloroso. Es alarmante que los líderes europeos, al parecer, no estén preparándose para un escenario de estas características, incluso si la guerra en Ucrania consume sus arsenales de municiones más rápido de lo que pueden reponerlos.
Europa también lidia con los efectos económicos adversos de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA por sus siglas en inglés) del presidente norteamericano, Joe Biden, que utiliza incentivos fiscales para seducir a empresas europeas. Si bien la ley IRA está ostensiblemente destinada a acelerar la transición hacia energías verdes de Estados Unidos, es esencialmente una política comercial proteccionista. Tal vez le haya dado a la economía estadounidense un impulso de corto plazo, pero sus consecuencias de largo plazo podrían reflejar las de la Ley de Aranceles Smoot-Hawley de 1930, que desató una guerra comercial internacional y exacerbó la Gran Depresión.
Como sea, el proteccionismo comercial de Biden es leve en comparación con el plan de Trump de imponer un arancel del 10% prácticamente a todos los productos importados, una medida que podría causar estragos en el sistema comercial global. Los países europeos, entendiblemente, apoyan a Biden, quien —a diferencia de Trump— ha reafirmado en repetidas ocasiones su compromiso de controlar el expansionismo ruso.
Es alarmante ver que tanto a demócratas como a republicanos en Estados Unidos no parezca interesarles recortar el gasto gubernamental, mucho menos reducir el déficit. Más allá de qué partido controle el Congreso después de las elecciones de noviembre, una carrera de gastos alimentada con déficit es algo prácticamente inexorable. Pero si los tipos de interés reales siguen altos, como muchos esperan, el Gobierno podría verse obligado a elegir entre un ajuste fiscal profundamente impopular o presionar a la Reserva Federal para que permita otro brote inflacionario.
A pesar de la creencia generalizada de que la economía global va camino a un aterrizaje suave, las tendencias recientes brindan pocos motivos para el optimismo. El mundo se enfrenta a otro año turbulento y los responsables de las políticas y los analistas necesitan tener en mente que un aterrizaje suave es irrelevante si la pista está en una zona de terremotos.
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