Las empresas se enganchan a las previsiones meteorológicas para anticipar cómo irá el negocio
Tras un verano marcado por la sequía, Europa mira con temor al invierno: el frío dispara el consumo de gas. Cada vez más sectores tienen en los mapas del tiempo un elemento clave para sus resultados
Los compartimentos estancos son una mala idea que la realidad suele acabar superando. A golpe de fenómenos extremos y de exposición de sectores productivos esenciales al calentamiento global, los caminos de dos disciplinas aparentemente tan distantes como la economía y la meteorología se dan la mano: nunca antes el mundo del dinero prestó tanta atención a los mapas del tiempo. El viento, el sol ...
Los compartimentos estancos son una mala idea que la realidad suele acabar superando. A golpe de fenómenos extremos y de exposición de sectores productivos esenciales al calentamiento global, los caminos de dos disciplinas aparentemente tan distantes como la economía y la meteorología se dan la mano: nunca antes el mundo del dinero prestó tanta atención a los mapas del tiempo. El viento, el sol y el agua son, cada vez más, ingredientes fundamentales del cóctel energético; la agricultura se enfrenta a sequías y aguaceros cada vez más severos; las aseguradoras tienen un nuevo enemigo en el cambio climático; y hasta el turismo se está viendo moldeado por la subida de las temperaturas, que convierten en lugares de veraneo emplazamientos que antes no lo eran y reducen el interés por otros.
“Hasta hace poco, a los economistas no les interesaba la meteorología, pero desde hace dos años ha habido un bum: no solo de las renovables y la agricultura, sino de todos los sectores. La variable meteorológica está cobrando cada vez más interés y peso en los modelos económicos”, afirma Beatriz Hervella, de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet).
La mejor piedra de toque de este cruce de trayectorias entre economía y meteorología es el verano recién terminado. La alarmante falta de lluvias ha hundido la generación hidroeléctrica a mínimos históricos en la Península, al tiempo que agravaba la crisis nuclear francesa —las centrales necesitan agua para su refrigeración—, lastraba las cosechas e impedía el trasiego de barcazas de transporte en el Rin y el Elba, dos de las mayores autopistas fluviales europeas. La ausencia de viento, por su parte, ha reducido la aportación de la energía eólica, encareciendo la electricidad: cuanto más se mueven los aerogeneradores, más barata es la luz. Y el mayor uso de los aires acondicionados por las olas de calor ha estirado la demanda en las horas centrales del día, obligando a exprimir al máximo las centrales térmicas.
La llegada del otoño no está alejando las miradas de los mapas del tiempo. Todo lo contrario. Los Gobiernos europeos contienen estos días la respiración ante lo que puede estar por venir en los próximos meses, en los que unas temperaturas más bajas de lo habitual obligarían a quemar más gas, poniendo en riesgo sus exiguas reservas. Una buena previsión tendría más valor que nunca, el problema es que la meteorología tiene sus limitaciones, derivadas de la naturaleza caótica y compleja de la atmósfera.
Aemet avanzó recientemente sus predicciones estacionales que, a grandes rasgos, dibujan un otoño y un invierno más cálidos de lo habitual en España y en el resto del continente. Esta muestra del calentamiento global es, paradójicamente, una buena noticia en la actual coyuntura: cuanto menos haga falta poner la calefacción, menos gas se consumirá. Algo que, ya sin la muleta rusa, no es cuestión menor. “Si el invierno es normal, no habrá problemas. Si es muy frío, los precios se dispararán y el suministro puede no estar garantizado en Europa”, apunta una alta fuente del sector gasista. “El gran problema sería una gran ola de frío ya en el tramo final del invierno, cuando los depósitos ya estén bajos y la capacidad de respuesta sea menor”.
Hay, sin embargo, algo que preocupa aún más a los sectores productivos que el corto plazo: el horizonte de cambio climático, que golpeará a industrias enteras: desde los productos básicos (con rendimientos variables) hasta las firmas financieras y aseguradoras (primas más altas, riesgos mucho mayores). En términos agregados, el mundo se juega el 4% de su PIB de aquí a 2050, según la agencia de calificación de riesgos S&P; una cifra que Deloitte eleva a más del 7% hasta 2070. “Afecta a todo: desde la producción industrial hasta las notas de los niños en los colegios”, enfatiza Benjamin Olken, profesor del departamento de Economía del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT).
Desde el sector textil al vitivinícola
Desde una perspectiva histórica amplia, la evolución de la estructura productiva mundial —con un peso cada vez menor de la agricultura, en favor del sector secundario (en primera instancia) y los servicios (más recientemente)— hace que la economía sea hoy “mucho más resistente a las condiciones meteorológicas de lo que era hace 50 o 100 años”, esboza Olken. A mediados del siglo XX, recuerda, el porcentaje de trabajadores empleados en sectores directamente expuestos a las veleidades del tiempo era notablemente mayor.
Pero hay una legión de industrias de nueva impronta cuya actividad también está al albur de los mapas del tiempo. “A medida que la economía se ha ido complicando, las predicciones meteorológicas se han vuelto más importantes: tienen un impacto, mayor o menor, en casi cualquier sector que se te ocurra”, confirma Santiago Gaztelumendi, director del área de Meteo y Clima de Tecnalia y coordinador del servicio vasco de meteorología (Euskalmet).
Los ejemplos son múltiples. Las mayores navieras del planeta, como Maersk, cuentan con sus propias estaciones de medición y predicción a bordo de los buques. La firma de materias primas agrícolas Cargill tiene un ejército de meteorólogos tratando de adelantarse a los acontecimientos. Y, a partir de un cierto tamaño, prácticamente todas las empresas de renovables cuentan con sus propios especialistas para buscar los mejores emplazamientos posibles y amortizar al máximo los aerogeneradores y las placas solares.
Hay más. Al sector textil, que va con una temporada de adelanto, le interesa conocer las tendencias a un año vista para no tener que asumir las pérdidas de miles de chubasqueros o abrigos sin vender. Bodegas enteras están pensando en trasladar su producción, y su personal, a otras partes del mundo donde el clima es más benigno. Hasta Starbucks consulta las predicciones para decidir si una temporada apuesta por los cafés fríos o calientes, y los pubs ingleses tienen seguros para cubrir sus pérdidas en caso de que no puedan usar las terrazas un mínimo de días.
“Todos los sectores están empezando a tener en consideración las predicciones estacionales, pero su fiabilidad es baja”, admite Daniel Santos Muñoz, experto en supercomputación aplicada a la meteorología y jefe de proyecto de sistemas en los consorcios de meteorología europeos Accord e Hirlam. En este sentido, Aemet confirma que algunas empresas se han dirigido a ella interesadas en la predicción estacional de lluvias, aunque no aclara quiénes ni cuántas ni de qué sectores por considerar esta información como confidencial.
Este creciente interés del sector privado por las predicciones del tiempo está provocando un aumento en el apetito tanto por los perfiles profesionales vinculados con esa área como por las empresas de consultoría meteorológica y climática. Según un informe publicado el año pasado por la firma de investigación Orbis Research, el mercado de servicios privados de predicción meteorológica crecerá más de un 40% hasta 2026. “Cada vez más empresas cuentan con servicios propios de predicción. No hay prácticamente ninguna compañía puntera que en los últimos años no se haya preocupado por tener expertos de esta área en su plantilla”, zanja Gaztelumendi. “Pero esto no ha hecho nada más que empezar”, añade.
Los límites de toda previsión
Frente a una creciente demanda de previsiones meteorológicas a largo plazo, el problema es que, cuanto mayor es el alcance de un pronóstico, menor es su fiabilidad. “La predicción pura y dura tiene un rango que va de unas horas a una o dos semanas y en ocasiones contiene mucha incertidumbre”, admite Santos. “Hemos mejorado mucho en el corto plazo: avanzamos un día por década y hoy tenemos la misma probabilidad de acierto para el quinto día a partir de hoy que para el segundo hace 20 años”.
A partir de las dos semanas entran en juego las predicciones estacionales, elaboradas con modelos más complejos, “en los que intervienen otros factores como la temperatura de los océanos o la dispersión de los contaminantes y en la que solo podemos aportar tendencias, desviaciones sobre los comportamientos medios”, apunta Santos. El salto es de gigante: se pasa de decir que mañana lloverá a las cinco de la tarde en el Alto Ampurdán a cómo serán las precipitaciones en toda España este otoño, sin poder concretar ni cuándo, ni cuánto, ni dónde.
Este tipo de predicciones, generales, probabilísticas, difusas —y, en ocasiones, incompletas— tienen un mayor grado de acierto en la temperatura y menor en lo referente a la lluvia, las dos variables que se divulgan por su interés ciudadano, aunque también existen de viento. Y son menos fiables en estaciones más cambiantes como el otoño y la primavera. “Cada vez hay más información y mejores modelos, pero la predicción en detalle llega hasta donde llega”, reconoce Santos. Son esos límites de la meteorología los que traen de cabeza a sectores enteros.