Tras vetar el petróleo de Moscú todos miran al gas: la ruleta rusa del corte energético
Tras el embargo parcial del petróleo ruso, la UE sopesa cómo y cuándo golpear al hidrocarburo del que es más dependiente: el gas del Kremlin
Es la bala en la recámara de las sanciones de la Unión Europea contra Rusia. Pero también la más dolorosa de disparar, por el autodaño que infligiría. Tras acordar en abril el embargo al carbón ruso y después decretar esta misma semana una prohibición parcial a la importación del petróleo de Moscú, todos los caminos conducen ahora hacia el botón de último recurso: el gas que fluye a la UE desde Rusia. Algunos socios, liderados por los beliger...
Es la bala en la recámara de las sanciones de la Unión Europea contra Rusia. Pero también la más dolorosa de disparar, por el autodaño que infligiría. Tras acordar en abril el embargo al carbón ruso y después decretar esta misma semana una prohibición parcial a la importación del petróleo de Moscú, todos los caminos conducen ahora hacia el botón de último recurso: el gas que fluye a la UE desde Rusia. Algunos socios, liderados por los beligerantes bálticos, reclaman ya su inclusión en un séptimo paquete. Francia no lo excluye. Pero Alemania reconoce que no estaría preparada hasta 2023. Y en Bruselas son conscientes de que no queda apenas margen de negociación entre las capitales, por lo que piden calma: una alta fuente comunitaria asegura que de momento conviene trabajar progresivamente en desconectarse del gas ruso, más que en su inclusión en el próximo paquete.
La hoja de ruta, reconoce esta fuente, debería seguir los caminos del llamado Repower EU, el programa de iniciativas propuesto a finales de mayo por la Comisión Europea para reducir drásticamente la dependencia energética del Kremlin. El objetivo declarado es disminuir progresivamente hasta dos tercios de los 155.000 millones de metros cúbicos de gas de Moscú que consume la UE antes del final de año. ¿Cómo? Con una combinación de fórmulas que van desde el incremento de las importaciones de gas natural licuado (GNL) de países como Estados Unidos o Qatar; un mayor trasiego de gas por tubería desde Azerbaiyán; o el cambio acelerado de calderas de gas por bombas de calor para calentar los hogares cuando comience la temporada de frío. Sin embargo, con tan poco margen temporal —en condiciones normales, esta hoja de ruta tardaría años (y no meses) en desplegarse—, son muchas las dudas que planean en Bruselas y en el resto de capitales del continente.
Thierry Bros, reputado analista energético y profesor de la Escuela de Asuntos Internacionales de Science Po (París), lo ve de otra manera: es Putin, dice, quien con sus cortes de suministro a varios Estados miembros —Polonia, Bulgaria, Finlandia, Dinamarca y Países Bajos— ha tomado la delantera y ha iniciado el alejamiento de la UE del gas ruso al cortar el suministro a cinco integrantes del bloque. Según sus cálculos, esas restricciones, unidas al compromiso de los países bálticos de poner punto final a la compra del gas ruso, provocará una reducción del 40% del consumo de gas ruso a finales de 2022.
Ir más allá, sin embargo, será difícil: la cantidad restante, unos 95.000 millones de metros cúbicos, son contratos en vigor con la gasista estatal rusa Gazprom, algunos muy a largo plazo, que van expirando hasta bajar a cero en el año 2040. Pero por lo general se trata, añade Bros, de acuerdos que exigen pagar por el gas contratado se consuma o no. “La idea de la Comisión de reducir dos tercios es estúpida. La única fórmula correcta es ir hacia un embargo. O esto o dejamos a los rusos que decidan”.
Tras la cumbre de esta semana, los ánimos europeos están divididos. “No podemos excluir nada porque nadie sabe cómo evolucionará la guerra”, respondía el presidente francés, Emmanuel Macron, al ser interrogado el pasado martes por un hipotético séptimo paquete de sanciones que incluya el gas. El canciller alemán, Olaf Scholz, explicaba que Alemania está preparándose en términos de infraestructuras para la sustitución de la dependencia rusa: “Algunas de estas inversiones se producirán muy rápidamente, por lo que esperamos ver un cambio significativo para finales de año. Pero algunas cosas llevarán más tiempo”.
Unos pocos primeros ministros, como la estonia Kaja Kallas, pidieron ir más allá: “Creo que el gas tiene que estar en el séptimo paquete, pero también soy realista. No pienso que esté ahí”. Otros, entre ellos el belga Alexander de Croo y el canciller austríaco, Karl Nehammer, se plantaron. “Paremos de momento”, decía el primero. “El gas natural tiene un papel diferente en el suministro de energía que el petróleo”, replicaba el segundo. “Se puede encontrar alternativa para el petróleo ruso mucho más fácil [...] pero el gas es una historia diferente y, por tanto, el embargo no será un tema de discusión”.
A medida que se aprieta aún más el torniquete económico en torno al régimen de Vladímir Putin, el siguiente paso se vuelve más complejo. La última ronda de represalias, adoptada formalmente este viernes, con el embargo al petróleo en el centro de la diana, ha sido la más costosa de negociar hasta la fecha. Con Hungría enrocada y al frente de un bloque de países reticentes por su altísima dependencia del crudo de Moscú, la unidad comunitaria ha caminado junto al abismo. Su aprobación ha requerido casi un mes de discusiones entre las capitales y un encuentro de alto nivel en Bruselas para desatascar todo en el último minuto, al más puro estilo comunitario. La solución de equilibrio, diluida, llegó al filo de la medianoche del lunes en forma de embargo del 90% del crudo ruso a final de año. Un día después la pregunta ya era otra: ¿y para cuándo el gas?
El deseo y el pragmatismo discurren, como tantas otras veces, por carriles divergentes. Pocas cosas complacerían más a un buen número de autoridades europeas que cortar por el sano también con el gas, la segunda gran fuente de financiación del Kremlin. Pero el frío baño de realismo se impone: tras años fomentando la dependencia de Moscú, desoyendo las muchas voces de quienes alertaban del peligro que eso entrañaba, la UE no puede permitírselo. La única forma de dejar de comprar gas a Rusia a muy corto plazo sería aplicar un estricto plan de racionamiento que induciría al bloque a una recesión de caballo. Un coste, económico y político, que nadie quiere asumir.
¿Por qué el crudo sí y el gas no? La respuesta es doble: de disponibilidad y de logística. Tanto EE UU como Qatar —las mayores potencias gasistas mundiales, junto con Australia— se han comprometido a redoblar sus envíos de gas a Europa a cambio de contratos a largo plazo. Pero en lo más inmediato, sencillamente, los números no dan. Máxime cuando Europa necesita llenar sus depósitos para llegar al próximo invierno con un colchón de seguridad frente a los vaivenes de Putin.
El petróleo, por su propia naturaleza, puede transportarse con facilidad: se extrae, se mete en un barco y se descarga en cualquier puerto mínimamente preparado para recibirlo. Ese proceso, en cambio, es harto más complicado en el caso de su hermano menor: debe ser sometido a un proceso de licuefacción —pasarlo de gas a líquido—; se requiere un buque metanero capaz para transportarlo a muy baja temperatura —y no son muchos los que hay en el mundo: unos 700—; y exige, también, una planta regasificadora en el puerto de destino que devuelva el combustible a su estado natural. Tres cuellos de botella difíciles de superar, especialmente en las actuales circunstancias: medio mundo pugna por los contratos de distribución de GNL.
La dependencia es especialmente grave en Italia y Centroeuropa: República Checa, Austria... y Alemania. Con todas las esperanzas puestas en el Nord Stream 1 —activo— y Nord Stream 2 —sentenciado antes incluso de entrar en operación—, los dos tubos llamados a colmar todas sus necesidades de gas, el país germano llegó en mantillas a la crisis con Rusia: ni en la más dura de las pesadillas nadie en Berlín pensó que se llegaría a una situación como esta. Y eso, viniendo de la primera potencia europea —la cuarta parte del PIB comunitario—, es mucho decir: si Alemania para, toda la UE echa el freno.
Según los cálculos de Bros, de Science Po, si es Putin quien golpea y cierra la manija, la UE se podría llegar a permitir que Rusia corte el suministro de la mitad de los 95.000 millones de metros cúbicos de gas que en principio seguirán fluyendo a lo largo de este año hacia la UE. “La otra mitad no es reemplazable”, zanja. Especialmente, si los cortes afectan a Alemania: “Este país es el riesgo sistémico de la UE. Nuestros amigos alemanes nos han debilitado y tenemos que vivir con esto”. Si ocurrirá o no es difícil saberlo. “Putin ya está jugando duro y seremos más débiles de cara al invierno. Si quiere hacernos daño, no lo hará entre julio y agosto, sino a principios de septiembre”, avisa. Para Bros, el sector energético cumple los parámetros de una economía de guerra: “Ya no funciona como un mercado”.
El petróleo ha sido y es la principal vía de entrada de dinero a Rusia desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, el estirón acelerado en el precio del gas natural —aún más fuerte que el del crudo— ha estrechado la brecha entre ambos. Según el contador del think tank ambientalista CREA, Moscú lleva ingresados casi 31.200 millones de euros por ventas de crudo a la UE desde el inicio de la invasión de Ucrania. En el caso del gas, la cifra asciende a casi 26.400 millones. La conclusión es cristalina: el veto al crudo apretará a la economía rusa sin ahogarla. Pero los Veintisiete no pueden permitirse dar un paso más allá sin ahogarse también a sí mismos. Todavía no.