La economía de la inteligencia artificial

El progreso tecnológico es la fuente del crecimiento y el empleo. Hay que estar preparados para aprovecharlo

Tomás Ondarra

El cerebro es un generador de automatismos que nos permite hacer cosas que no sabemos explicar cómo las hacemos. El portero que hace una palomita para despejar ese balón en la escuadra, la gimnasta que lanza la cinta y la recoge sin mirar después de varias volteretas, el tenista que conecta el passing shot a la carrera. Ninguno de ellos piensa (ni sabe) mientras ejecuta esos movimientos, cuál es el modelo matemático, las leyes de la física, que determinan esas trayectorias y, sin embargo, a base de unos conceptos básicos...

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El cerebro es un generador de automatismos que nos permite hacer cosas que no sabemos explicar cómo las hacemos. El portero que hace una palomita para despejar ese balón en la escuadra, la gimnasta que lanza la cinta y la recoge sin mirar después de varias volteretas, el tenista que conecta el passing shot a la carrera. Ninguno de ellos piensa (ni sabe) mientras ejecuta esos movimientos, cuál es el modelo matemático, las leyes de la física, que determinan esas trayectorias y, sin embargo, a base de unos conceptos básicos y millones de repeticiones, son capaces de hacerlos. Pero, a veces, sucede algo que trunca esa habilidad. Como le sucedió a Simone Biles en los Juegos Olímpicos de Tokio, a veces el cerebro pierde los automatismos. Las gimnastas pierden el eje, los golfistas el swing, los tenistas el servicio. Los conceptos no se han olvidado, pero los automatismos fallan. Y, si hay que pensar, ya no funciona. Para recuperarse, tienen que recomponer los automatismos poco a poco, hasta que son capaces, de nuevo, de jugar sin pensar.

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Los ordenadores, a diferencia del cerebro, necesitan modelos explícitos. Para poder enviar un cohete a la Luna, se diseñan complejas trayectorias con alta precisión. Para estudiar el efecto de una medida de política económica se diseña un modelo matemático que simula el funcionamiento de la economía. Los ordenadores necesitan instrucciones, no saben generar automatismos. En eso se diferencian de los humanos.

La inteligencia artificial empezó así, dando instrucciones al ordenador. Para traducir un documento, se diseñaba un modelo que replicaba la gramática del idioma. Para jugar al ajedrez, se diseñaba un programa que replicaba las reglas del juego. Pero era un camino con poco recorrido. ¿Cómo se escribe un programa para enseñarle a un ordenador lo que es un gato? ¿O para detectar un tumor en una radiografía? La inteligencia humana es distinta, no funciona con modelos. A un bebé no se le enseña a reconocer la cara de sus padres. Pero al cabo de unos días, a fuerza de verlos, es capaz de hacerlo.

Porque el cerebro es una máquina de predicción del presente inmediato a base de prueba y error. Cada acción y su consecuencia generan una conexión neuronal, cada repetición de esa acción refuerza esa conexión neuronal, y a base de repeticiones la conexión se consolida y el cerebro “aprende”.

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La inteligencia artificial ha evolucionado hacia la predicción del presente. La inmensa mejora de la capacidad de proceso de los ordenadores y el aumento exponencial de los datos disponibles para el análisis —más del 90% de los datos disponibles actualmente se han creado en los últimos años— posibilitan que los ordenadores operen de manera similar al cerebro. La traducción de textos se hace a base del análisis de millones de traducciones, y el ordenador aprende a predecir qué palabra o frase de un idioma se relaciona con otra del otro idioma. El reconocimiento facial se aprovecha de la digitalización y etiquetado de millones de fotos, que permite el análisis relacional de imágenes. Los sistemas de conducción autónoma se construyen con la digitalización y análisis de las acciones de conductores humanos, para poder predecir y replicar su comportamiento. Toda actividad que se pueda digitalizar y etiquetar se puede convertir en un ejercicio de predicción, y por tanto automatizar.

El alcance de la inteligencia artificial llega a los rincones más insospechados. Por ejemplo, este verano pude contemplar cómo, en una de las más famosas bodegas riojanas, las uvas vendimiadas que están en malas condiciones ya no se descartan manualmente, sino con un sistema de inteligencia artificial: el ordenador ha sido entrenado con imágenes de uvas en mal estado para reconocerlas, las cámaras las detectan en la cinta transportadora y activan un sistema de chorros de aire a presión que las elimina antes de llegar al tonel de prensado.

La economía de la inteligencia artificial es la economía de la predicción. El ordenador redujo el coste de las operaciones aritméticas, abaratando el proceso de predicción. La mejora de las conexiones de internet amplió de manera exponencial el volumen de datos a los que aplicar esa aritmética. La combinación de ordenadores más potentes y conexiones de internet más rápidas hacen el sistema escalable al ámbito mundial, haciendo la predicción infinitamente más barata y precisa, permitiendo convertir muchas actividades en ejercicios de predicción.

Los datos, sean imágenes, vídeos o textos, son la materia prima de la inteligencia artificial, el elemento fundamental para el aprendizaje y entrenamiento de los algoritmos. Cada vez que se manda un mensaje o se sube una foto a internet se está contribuyendo a que alguien desarrolle o mejore su algoritmo de inteligencia artificial. Las famosas cookies, y las búsquedas en internet, capturan patrones de comportamiento digital que servirán de entrenamiento de algún algoritmo. La regulación de los datos no es solo un tema de privacidad, sino también de propiedad de esta materia prima fundamental.

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Los datos, en el mundo de la estadística y la econometría, presentan rendimientos decrecientes: una vez que se estima un modelo, un dato más no mejora la predicción de manera significativa. Pero en el mundo de la inteligencia artificial presentan rendimientos crecientes: con pocos datos no se puede hacer reconocimiento facial, o sistemas de conducción autónoma. Pero la acumulación de datos en algún momento lo hace posible y económicamente viable, y a partir de ahí las mejoras son exponenciales. Esto explica el interés de las empresas tecnológicas por empresas que, aunque no sean rentables, son generadoras de datos. La exclusividad de los datos, más que los detalles de los algoritmos, es la clave del éxito en la inteligencia artificial.

Los datos también son el límite de la inteligencia artificial, porque la potencia de un algoritmo se limita a su base de datos. Por eso la inteligencia artificial reemplaza tareas, no empleos o estrategias empresariales. La clave del progreso tecnológico es la combinación de las máquinas y los humanos. Los mejores jugadores de ajedrez no son los humanos, ni los ordenadores, sino los humanos con la ayuda de los ordenadores. Los ordenadores ejecutan el análisis aritmético de probabilidades mejor que los humanos, pero los humanos son superiores en los juicios de valor, las decisiones intangibles, porque la experiencia acumulada en sus cerebros —su base de datos— es muy superior, en cantidad y diversidad, a la de los ordenadores. Y eso les permite reaccionar ante un imprevisto para el cual el algoritmo no estaba entrenado.

También facilita la creatividad, que casi siempre surge de las conexiones interdisciplinarias —­piensen en la cocina molecular, por ejemplo—. Por tanto, es fundamental educar a todos los ciudadanos para que sepan operar con los ordenadores —la informática debería de ser tan obligatoria como un segundo idioma—, pero sin olvidar las materias humanísticas y el razonamiento abstracto que dan esa agilidad y ventaja creativa.

El progreso tecnológico es la fuente del crecimiento y, por tanto, de la creación de empleo. Pero hay que estar bien preparado para aprovecharlo.

@angelubide

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