El relato choca con la realidad

Los cubanos necesitan que el fin del bloqueo elimine el último relato superviviente entre quienes justifican lo injustificable

MARAVILLAS DELGADO

Según el Global Protest Index, en el mundo se han producido recientemente 230 casos de protestas antigubernamentales que han afectado a 110 países, de los que el 78% eran regímenes autoritarios. Ni uno solo de los países de Latinoamérica se ha escapado de ellas. Pero Cuba, lo ha vuelto a hacer: los gritos de libertad, las crudas imágenes que mostraban el hartazgo de un pueblo ante la carencia de comida y de medicinas, y ...

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Según el Global Protest Index, en el mundo se han producido recientemente 230 casos de protestas antigubernamentales que han afectado a 110 países, de los que el 78% eran regímenes autoritarios. Ni uno solo de los países de Latinoamérica se ha escapado de ellas. Pero Cuba, lo ha vuelto a hacer: los gritos de libertad, las crudas imágenes que mostraban el hartazgo de un pueblo ante la carencia de comida y de medicinas, y la insólita arenga en televisión del presidente cubano —”la orden de combate está dada. A la calle los revolucionarios”— han barrido el resto de conflictos. Se acabaron las guerras culturales. Cuba vuelve a ser la exportadora preferente de mitos, relatos y nostalgias, tanto para la derecha como para la izquierda mundial.

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Los relatos no van a mejorar la vida del pueblo cubano. Los cubanos saben mejor que nadie lo que les ha costado que el dominó lleve trancado 70 años. Han sacrificado demasiados sueños, oportunidades y libertades como para confiar en que alguien va a salvarlos. Por patriotismo y por conocimiento de su historia saben que si hay solución para Cuba, serán ellos quienes la tengan que encontrar.

Los problemas de Cuba son muchos, pero todos tienen el mismo origen: el contrato social de la Revolución está económicamente roto, el liderazgo amortizado y su legitimidad evaporada. El experimento de organizar una sociedad diversa en torno a las ideas de una minoría ha llevado al autoritarismo, la jerarquización y la supresión de los disidentes. Simultáneamente, su modelo de desarrollo basado en la planificación, la propiedad estatal y los incentivos inmateriales lleva décadas siendo incapaz no ya de mejorar su vida, sino simplemente de mantenerse sin los subsidios externos, primero de la URSS y luego de Venezuela.

Los problemas económicos cubanos no los produce el embargo. Cuba comercia con más de 70 países, entre ellos con Estados Unidos, que es su sexto proveedor de bienes y el primero de alimentos. El problema de Cuba es que la baja diversificación, complejidad y productividad hacen que exporte muy pocos bienes —en 2019, 1.210 millones de dólares, lo que la sitúa en el puesto 152 entre los 225 países— y que con los países que lo hace tenga déficits comerciales. Para mantener un nivel mínimo de importaciones, Cuba depende del turismo, de las remesas de sus emigrantes y de los subsidios de sus socios. Cuando estas fallan, Cuba se enfrenta no a una guerra ideológica, sino a una muy tradicional crisis de balanza de pagos. La última que tuvo fue en 1990, tras el derrumbe de la URSS, y su consecuencia inmediata fue el Periodo Especial. Los salarios y el nivel de vida de los cubanos nunca se han recuperado de aquel shock.

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Aquella oportunidad para deshacerse de los mitos y encarar la realidad se desaprovechó. No por ignorancia, sino porque se prefirió salvar la ineficiente estructura de empresas públicas —en definitiva, el poder— a preservar el ideal igualitario. Se optó por los parches en vez de por las reformas. El instrumento elegido fue un sistema monetario dual, en el que convivían el peso cubano con un peso convertible con paridad fija frente al dólar. La surrealista complicación del sistema permitió que las empresas públicas fueran contablemente sostenibles, los sectores más dinámicos soportaran tasas impositivas paralizantes y los cubanos comprobaran que había dos tipos de ciudadanos: los que, legal o ilegalmente, accedían a los dólares, y quienes no podían hacerlo.

Todos sabían que ese sistema monetario era insostenible política, social y económicamente. Pero no se animaron a reformarlo hasta encontrar el peor momento posible: en medio de una pandemia, sin petróleo venezolano y con los precios mundiales de los alimentos y las medicinas al alza. La unificación monetaria —el reordenamiento— y las medidas de acompañamiento, como era previsible, llevaron a los cubanos a cambiar sus pesos por dólares, reduciendo la capacidad importadora de bienes básicos y poniendo en marcha un fenomenal proceso inflacionario. Con ello, llegaron de nuevo los apagones y el agravamiento de las penurias. Los manifestantes no son saboteadores, ni mercenarios, sino ciudadanos que se defienden de una suprema incompetencia.

La única salida a este caos es que los cubanos retomen la iniciativa y sean lo que son: una sociedad compleja, diversa, con iniciativa y harta del trancado dominó. Se han olvidado del tesoro, porque saben que quienes los dirigen han perdido el mapa. Necesitan lo que piden: libertad y democracia para optar por la patria y la vida. También ayuda humanitaria, y que el fin del bloqueo elimine el último relato superviviente entre quienes se empeñan en justificar lo injustificable. Porque, finalmente, el relato, los mitos y las nostalgias han chocado contra la realidad. Así está la cosa.

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