El mastín que no ladró

La pandemia ha revelado con dramatismo las desigualdades de la arquitectura financiera mundial

Tomás Ondarra

En 1944, en Bretton Woods, se puso en marcha la nueva arquitectura financiera mundial para la posguerra, con el Fondo Monetario Internacional (FMI) como institución central con la misión fundamental —y los recursos— de intervenir para ayudar a corregir desequilibrios temporales en la balanza de pagos de países miembros. En la práctica, su intervención ha sido asimétrica; jamás se ha orientado a economías con balanzas persistentemente con superávit. Su foco ha sido en aquellas con agudos déficits exter...

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En 1944, en Bretton Woods, se puso en marcha la nueva arquitectura financiera mundial para la posguerra, con el Fondo Monetario Internacional (FMI) como institución central con la misión fundamental —y los recursos— de intervenir para ayudar a corregir desequilibrios temporales en la balanza de pagos de países miembros. En la práctica, su intervención ha sido asimétrica; jamás se ha orientado a economías con balanzas persistentemente con superávit. Su foco ha sido en aquellas con agudos déficits externos o crisis de balanza de pagos, dando fondos de emergencia, condicionados a aplicar políticas de austeridad fiscal. El supuesto detrás es que las economías “saneadas” con sus recetas repuntarían fuertemente en crecimiento y productividad. Tal dinámico repunte rara vez ocurrió. El FMI ayudó a las economías con financiación en el corto plazo, pero las condicionalidades de austeridad y demás las condenó en el medio plazo a sumirse más en una trampa de lento crecimiento, desigualdad, pobreza y crisis recurrentes de balanza de pagos.

Ante la pandemia y la brutal recesión global, se esperaba del FMI un papel estelar en coordinar la respuesta. Su gigantesco fondo cercano al billón de dólares para enfrentar la crisis de la covid-19 — descrito como bazuca por su directora, Kristalina Georgieva— y su renovado discurso desmarcado de la austeridad, aceptando déficits fiscales considerables, auguraban su liderazgo en la financiación ante la pandemia. Parecía que retomaba la visión de Keynes, quien apuntaba que el FMI debería velar por políticas macro que garantizasen pleno empleo.

¡Sorpresas te da la vida! Con el mundo en desarrollo clamando por tener financiación, en los 12 meses que van con pandemia declarada, y si bien 85 países han recurrido al FMI, este ha canalizado menos del 25% del fondo disponible. Tal monto, insuficiente, es menor que el que el FMI otorgó en la crisis de 2008-2009. De hecho, ante la pandemia, la deuda externa de los países emergentes se ha elevado más de cinco billones de dólares. ¿Por qué la débil respuesta del FMI tanto respecto a sus fondos disponibles como a las necesidades de financiación de emergencia? ¿Por qué muchos países, aunque necesitan urgentemente fondos, optan por acudir a otras fuentes en vez de al FMI? ¿Se debe a las condicionalidades inherentes en su financiamiento o al estigma de hacerlo? ¿O es que el FMI no tiene capacidad institucional de respuesta rápida significativa?

América Latina y el Caribe es la región donde el impacto económico y social de la pandemia ha sido más severo, con aguda caída del producto interior bruto y un coste dramático en número de fallecimientos por la covid-19. En esta emergencia, todos los países centroamericanos, varios caribeños y del Cono Sur (Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay y Perú) han recibido apoyo del FMI. Sin embargo, dentro de este grupo solamente Chile, Colombia y Perú —con México— pueden recurrir a la línea de crédito flexible; creada a raíz del colapso de 2008-2009 sin condicionalidad alguna. Aquellas economías de ingreso medio sin acceso a tales líneas, en caso de recurrir al FMI deben hacerlo a través de otras “ventanillas” más estrechas, en algún grado acotadas por la cuota individual de cada nación. Como reconoce el FMI en informes oficiales, sus líneas de crédito distan de cubrir las necesidades de financiación en su totalidad. Cabe notar que las economías en programas tradicionales del FMI están sujetas a condicionalidades, en la jerga usual, “anticipadas”. El margen de respiro que reciben en lo macro en el corto plazo se constriñe en el medio plazo al forzar a registrar prematuramente superávit fiscal primario.

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En la práctica, las economías latinoamericanas tienen tres opciones para acceder a recursos de emergencia. Una alternativa es acudir al mercado privado de bonos. Frente a la pandemia, varios países de la región han realizado emisiones de bonos en divisas a tasas de interés que, aun siendo bajas, superan el ritmo de crecimiento histórico de sus exportaciones o de su actividad productiva. Otra opción es el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, que, sin embargo, no ofrecen préstamos concesionales a economías de ingreso medio. La tercera vía es el FMI a través de sus programas de ajuste, con condiciones, comisiones y recargos.

De la experiencia de los países latinoamericanos, son elusivos sus resultados en cuanto a elevar la pauta de crecimiento económico de largo plazo. Más aún, las reacciones sociales a la austeridad fiscal impuesta pueden ser violentas, dada la profunda desigualdad, pobreza y desprotección social. Cabe subrayar que la recuperación acelerada de Estados Unidos, con el plan de estímulo, puede reducir abruptamente el atractivo de los mercados financieros de economías emergentes con la consecuente salida de capitales y presión sobre sus tipos de cambio y reservas. Queda por ver si estas economías tendrán, tarde o temprano, que reestructurar sus pasivos con urgencia.

Los datos muestran que con la pandemia el FMI dejó de ser la opción más atractiva de financiación para países en desarrollo. La liquidez que aporta en el corto plazo es insuficiente, no se traduce en mayor dinamismo de medio plazo, y tiende a llevar a fragilidad e incluso insolvencia de largo plazo. En los hechos, el discurso actual de mayor apertura del FMI se ha traducido escasamente en flujo de recursos financieros significativo y libre de condicionalidades tradicionales que requiere hacer frente a la pandemia y sus repercusiones. La arquitectura financiera internacional induce, por no decir orilla, a las economías emergentes en problemas de balanza de pagos a endeudarse en los mercados de capital privados, en condiciones onerosas y en última instancia insostenibles. El FMI termina actuando como ejecutor de los acreedores o como observador pasivo en un sistema perverso. La evolución sustentable y sostenible de la economía globalizada exige que el FMI sea, como lo había sugerido Keynes, un instrumento que equilibre de manera justa y funcional entre acreedores y deudores el peso del ajuste de desequilibrios de balanza de pagos. Su misión debe ser corregir tales fallas en las economías atendiendo sus causas de fondo y no meramente sus síntomas con recetas de austeridad fiscal, con nefastas consecuencias de largo plazo.

La inminente aprobación de una nueva ronda de otorgamiento de Derechos Especiales de Giro por un monto inédito de 650.000 millones de dólares es celebrada como solución al agudo problema de financiación debido a la pandemia. No es una panacea. Y menos si no es parte de una agenda de transformación productiva y reforma fiscal en el marco de una nueva agenda de desarrollo sostenible. Claramente no nos exime de una reflexión profunda sobre el rol, recursos y responsabilidades que debe tener el FMI. La covid-19 es la primera pandemia que descarriló la dinámica de la economía mundial. Reveló con dramatismo las grandes desigualdades e insuficiencias de la arquitectura financiera internacional. No será la última. Cuando llegue la siguiente pandemia, o la próxima crisis financiera internacional, ¿qué hará el Fondo; el mastín que hoy apenas ladró?

Autores: Pablo Bortz es profesor de la Universidad San Martín (Argentina), Santiago Capraro y Juan Carlos Moreno-Brid son profesores de la Universidad Nacional Autónoma de México, Leonardo Vera es profesor de la Universidad Central de Venezuela y Matías Vernengo es profesor de la Universidad Bucknell (EE UU).

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