Europa necesita a Hamilton
Europa llega a su momento Hamilton. El de ser o no ser: o avanza con decisión hacia la creación de una deuda común, los eurobonos; o se arriesga a su declive, a su desgarro, quizá a su dilución
Alexander Hamilton, el padre de los padres fundadores federalistas, fue el primer secretario del Tesoro de EE UU—de facto, primer ministro—, con George Washington. En 1790 creó la deuda federal, impulsó los impuestos comunes y alumbró el primer banco central, el First Bank: un sexenio, una obra gigantesca.
La Confederación de las Trece Colonias creada en 1777, en plena Guerra de Independencia contra la Corona británica (se rendiría en 1783) era una liga de vínculos flojos: estab...
Alexander Hamilton, el padre de los padres fundadores federalistas, fue el primer secretario del Tesoro de EE UU—de facto, primer ministro—, con George Washington. En 1790 creó la deuda federal, impulsó los impuestos comunes y alumbró el primer banco central, el First Bank: un sexenio, una obra gigantesca.
La Confederación de las Trece Colonias creada en 1777, en plena Guerra de Independencia contra la Corona británica (se rendiría en 1783) era una liga de vínculos flojos: estaba en bancarrota porque no podía honrar las deudas (un total abrumador entonces: 77 millones de dólares); no recaudaba impuestos, más que lo que le asignaban los socios; no regulaba el comercio interior ni exterior; solo controlaba las relaciones exteriores y la declaración de guerra.
Tras la Constitución federal (1787/88) encabezada por el famoso We, the people, la federación entronizó los impuestos “uniformes” que Hamilton había reclamado en El Federalista. Su reforma permitió desde 1790 recaudar en aranceles el 2% del PIB (parecido rango al actual de la UE) y financiar así la federalización de las deudas.
Esto es, la asunción por el Tesoro federal de los bonos que habían emitido los Estados para financiar la guerra de liberación. Muchos de ellos, pagarés IOU (apócope de I owe you, te debo) con que los 13 habían pagado a sus soldados. Era papel devaluado a una centésima del valor facial, y aun así, impagado: el hazmerreír.
Hamilton tuvo que pelear duro. Unos querían el “repudio” de la deuda. Otros, como su colega y rival, el agrarista James Madison, la “discriminación”: pagar a los soldados su precio facial; y a los especuladores que luego la compraron, el valor real, casi cero. El tesorero impuso la “redención” a todos los tenedores actuales apostando a que invertirían en crecimiento, y así aseguró su estabilidad y credibilidad.
El detalle calibra el alcance político de la operación, Hamilton ganó en la “cena de negociación” al ceder la capitalidad de su Nueva York a sus rivales: Georgetown, el hoy estiloso barrio de Washington.
El alumbramiento de la deuda federal fue así un acto fundacional de EE UU. “Una justificación explícita para nacionalizar la deuda de los Estados fue que la mayor parte de la misma había sido incurrida para financiar” sus contribuciones “a la guerra de independencia nacional”, recordó Thomas Sargent en su discurso de aceptación del Nobel, en 2011.
Fue así el pilar de “un gran proyecto político” (Fiscal Federalism, C. Randall y M. Kessler, Bruegel, 2012). No en vano Alexander Hamilton había confesado en una carta privada, ya en 1781: “Una deuda nacional [por federal], si no es excesiva, será para nosotros una bendición nacional, un poderoso cemento de nuestra Unión”.
La causa americana de entonces, recuperarse de la guerra. La europea de hoy, vencer la Gran Recesión del coronavirus.
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