ESCALERA INTERIOR

Una estampa navideña

Yo este año no quiero cenar mucho, mamá, ¿eh? Y el turrón, ni probarlo, que estoy a dieta...

Las niñas, que bordeaban la frontera que separa la adolescencia de la edad adulta, fueron las que antes reaccionaron, pese a que carecían de responsabilidad, o quizá precisamente por eso.

-Oye, mamá, ¿me prestas para Nochevieja tu chaqueta de lentejuelas? Este año no vamos a comprar entradas para ninguna fiesta. La hacemos en el garaje de Mateo y nos ahorramos el garrafón, que todavía me acuerdo de la resaca del año pasado...

Respecto a sus padres, él sufrió más, porque se sentía m...

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Yo este año no quiero cenar mucho, mamá, ¿eh? Y el turrón, ni probarlo, que estoy a dieta...

Las niñas, que bordeaban la frontera que separa la adolescencia de la edad adulta, fueron las que antes reaccionaron, pese a que carecían de responsabilidad, o quizá precisamente por eso.

-Oye, mamá, ¿me prestas para Nochevieja tu chaqueta de lentejuelas? Este año no vamos a comprar entradas para ninguna fiesta. La hacemos en el garaje de Mateo y nos ahorramos el garrafón, que todavía me acuerdo de la resaca del año pasado...

Respecto a sus padres, él sufrió más, porque se sentía más culpable. Se daba cuenta de que su angustia era fruto de un tradicional prurito masculino, pero eso no aliviaba su sufrimiento. Tampoco el hecho de que siguiera ganando más que su mujer, funcionaria con el sueldo recortado y media paga extra aplazada sin fecha. Él, de momento, percibía su salario íntegro, pero no había visto ni un céntimo de la paga desde que el director general hizo un bello discurso sobre la solidaridad que la empresa requería de sus empleados y la necesidad de que remaran todos a una para mantener el barco a flote. Y eso no había sido lo peor.

"Había decidido tirar del regalo de empresa, esas botellas que despreciaban y los embutidos"

-Lo siento, cariño, pero... Este año no hay cesta.

-¡Ah, bueno! Qué susto me has dado -ella sonrió, fue hacia él, le abrazó, le besó en el cuello-. Creía que había pasado algo grave.

Era muy grave, porque ya había decidido tirar del regalo de la empresa, esas botellas que antes despreciaban y los mediocres embutidos que solían acompañarlos, para la cena de Nochebuena. Tenían dinero ahorrado, así que no era imprescindible, pero sí necesario. Había decidido escatimar en los festines y estirarse en los regalos de Reyes, sobre todo porque no pensaba gastarse ni un céntimo en chorradas. Mientras hacía la cena, intentó replantear los menús que tenía pensados: el caldo, que no era tan caro; unos entremeses sin marisco, si acaso langostinos congelados, y en vez de cordero, un solomillo de cerdo en hojaldre o hasta pechugas Villaroy, que a las niñas les gustaban mucho; besugo, ni de coña, y cava sólo en Nochevieja, que es cuando hay que brindar... Sus padres, que habían venido a pasar el mes de diciembre en su casa, la miraban y no decían nada. Si la preocupación le hubiera consentido mirarles, se habría dado cuenta de que podían leer en su cara como en un libro abierto.

A la mañana siguiente, cuando entró en la cocina como unas Pascuas, les vio sonreírse y no lo entendió, pero tampoco le dio mucha importancia. Nada tenía importancia después de una noche de sexo derrochador, irresponsable y meridional, como la que su marido y ella le habían brindado a Angela Merkel y al FMI mientras se compensaban mutuamente, él porque no había cesta, y ella porque le había sentado fatal que no la hubiera. Mira, había pensado al mirarse en el espejo recién levantada, con un aspecto espléndido aunque no había dormido ni cuatro horas, entre un jamón de Guijuelo y esto... Todavía le mando un christmas al jefe de mi marido, no te digo más.

-¿Y qué vas a hacer en Nochebuena, hija?

-Pues no lo sé todavía, mamá, pero no te preocupes, que cenaremos bien.

-No, no, si eso ya lo veo...

Y esta bruja -se preguntó a sí misma cuando se fue a trabajar- ¿cómo lo sabe? Mientras tanto, sus padres recordaban otros tiempos, los de su juventud, y antes los de su niñez. Los dos habían nacido en la tercera década del siglo XX. Él recordaba detalles, sonidos, imágenes de la guerra. Ella no, pero si cerraba los ojos podía ver la cartilla de racionamiento de su familia igual que si la tuviera entre las manos. Después habían seguido pasándolo muy mal. Él había estado a punto de emigrar a Suiza, como su primo Andrés, porque iba todos los años a vendimiar a Francia y se moría de pena al volver, pero en uno de aquellos viajes conoció a una chica que no quería vivir en el extranjero, y se quedó con ella. Su primera casa fue un cuarto realquilado, y su hijo mayor nació antes de que pudieran pagar un piso para ellos solos. Él llegó a tener hasta cuatro empleos a la vez. Ella cosía, metía pasquines en sobres, metía propaganda en los buzones, hacía muñequitos de fieltro, y los domingos se iba a su pueblo a comprar hortalizas que vendía después en una mesa plegable, en la puerta del mercado. Entre tanto, hubo muchos días de desesperación y muchas noches memorables. Esa había sido su vida, y al cabo ninguno de los dos la habría cambiado por otra.

-Pero, papá, mamá... -la mañana del 24 de diciembre, cuando abrió el paquete que habían traído de la pescadería, gambas, quisquillas y hasta media docena de cigalas gordas, su hija les miró como si tuviera visiones-. ¿Os habéis vuelto locos?

-No, hija mía -fue él quien contestó-. Lo que pasa es que no tenéis ni idea de lo que es una crisis.

Feliz 2012.

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