ESCALERA INTERIOR

Una mala costumbre

Ella mecía el cochecito de su nieto por pura costumbre, aunque el niño llevaba un buen rato dormido. También por costumbre aguzó el oído. Nunca había sido demasiado cotilla, pero desde que hacía de abuela a tiempo completo, se aburría, y buscaba en las vidas de los demás la emoción que faltaba en la suya, aunque los recién llegados, que pidieron dos tés, un descafeinado, un café con leche y un agua con gas, no parecían muy prometedores. Se trataban con mucha confianza, debían de ser amigos antiguos, pero en conjunto, lo más excitante que encontró en ellos fue un carro de la compra morado, flam...

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Ella mecía el cochecito de su nieto por pura costumbre, aunque el niño llevaba un buen rato dormido. También por costumbre aguzó el oído. Nunca había sido demasiado cotilla, pero desde que hacía de abuela a tiempo completo, se aburría, y buscaba en las vidas de los demás la emoción que faltaba en la suya, aunque los recién llegados, que pidieron dos tés, un descafeinado, un café con leche y un agua con gas, no parecían muy prometedores. Se trataban con mucha confianza, debían de ser amigos antiguos, pero en conjunto, lo más excitante que encontró en ellos fue un carro de la compra morado, flamante, con cuatro ruedas y un mango ergonómico. Ése sí que me vendría bien a mí, pensó, tan absorta en sus prestaciones que se perdió el principio de la conversación.

"Pensó en todas las mañanas en las que se había levantado prometiéndose que nunca más"

-Eso dicen, que el precio se ha desplomado -el que hablaba era alto, delgado, con las piernas muy largas y cierto aire atlético-, pero no encontramos nada. Y ya me han dicho en tres agencias que mi piso sólo se puede vender por trece o catorce millones menos de lo que me costó.

-¿Y tú? -una de las mujeres se dirigió a la más joven, una chica muy guapa, de expresión dulce, con el pelo largo, rubio natural-. ¿No ibas a vender el tuyo?

-Sí, ya me gustaría.

En ese momento, estuvo a punto de girar la cabeza hacia otro lado. Una conversación sobre el precio del suelo, se dijo, la crisis inmobiliaria, qué bien, qué divertido... Pero la chica rubia no hablaba de precios, sino de su expareja, que la había dejado unos días antes de la boda, aunque sólo después de haber firmado una hipoteca a medias. Habían quedado en vender el piso para pagarla y repartirse el resto, pero él se había metido a vivir allí, había cancelado todos los anuncios y desde hacía meses no le cogía el teléfono.

-Así que ya veis -apostilló el hombre alto-, después de lo que pasé yo, la suerte que tenemos...

Porque él también tenía una historia que contar, una expareja, dos hijos, y un rosario de demandas y contrademandas judiciales que enunció con voz serena, en un tono casi divertido.

-Y el otro día, encima aparece en mi casa a media mañana, me pide que la invite a un café y me dice, oye, es que estoy un poco mal, ¿no podrías prestarme un poco de dinero?

-Todo eso da igual -el otro hombre intervino en un tono risueño antes de contar su propia historia, más demandas y contrademandas, otra guerra por la tutela compartida, bienes perdidos, repartos desfavorables-. Y fue lo mejor que me ha pasado en mi vida, de verdad -la mujer que estaba a su lado le cogió de la mano, la besó-. Os lo digo en serio.

-Desde luego -la otra mujer aprobó con la cabeza-. Mira, la primera pareja que tuve en mi vida tenía el piso embargado. Pagué yo para levantar el embargo con una indemnización que me dieron al despedirme de un curro, y al final me dijo, yo me quedo con el piso y tú con los muebles, que eran un asco, de esos de bambú de cuando éramos hippies, pero le dije que sí, que sí, ¿y sabes por qué? Pues porque no veía el momento de perderle de vista...

-¿Qué? -un tercer hombre, moreno, con gafas, se inclinó sobre ella y la besó en la cabeza-. ¿Ya hemos llegado a los muebles de bambú?

-¿Y qué quieres? -ella se echó a reír y se volvió hacia la chica rubia-. Mira, si hubiera estado peleándome por aquel piso, a lo mejor ni había conocido a éste...

-¿Me da tiempo a tomarme un café? -preguntó el recién llegado, después de anunciar en voz alta que tenía el coche aparcado ahí afuera-. Total, ya no llueve.

Así, los cinco se convirtieron en seis, cada uno con su propia historia de amores y desamores, de propiedades y de hipotecas, de hijos propios, ajenos pero propios, y comunes. Ella siguió escuchándolos, pensando en su casa, que su novio y ella habían pagado a tocateja con un préstamo de sus padres, y en los muebles que luego heredó de su suegra y que jamás le habían gustado, aunque siguiera quitándoles el polvo todos los días, y en su marido, que desde que nació hasta que descansó en paz para dejarla en la Gloria no había sido otra cosa que un animal de bellota, y en todas las noches que había pasado en vela cuando era joven, preguntándose si su vida de verdad iba a ser eso, aquella interminable y monótona rutina que no se parecía nada a las novelas que leía de jovencita. Pensó en todas las mañanas en las que se había levantado de la cama, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta años, prometiéndose a sí misma que hasta ahí había llegado, que nada más, nunca más, ni un paso más. Y así, un día tras otro, y siempre más, y más, y más de lo mismo.

Hasta que llamó al camarero, pagó la cuenta y empujó el coche de su nieto como si tuviera algo urgente que hacer. Acababa de prometerse a sí misma que nunca jamás volvería a escuchar conversaciones de desconocidos, por más que estuvieran sentados en la mesa de al lado.

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