ESCALERA INTERIOR

La memoria en un probador

Cuando fue a buscar a su marido con una percha en cada mano, él le dirigió una mirada genuinamente despavorida, difícil de resistir.

-Pero, tanto… -y giró la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro, como si buscara un agujero negro por el que fuera posible huir hacia otra dimensión-. ¿Tú crees que de verdad es necesario?

Mientras le veía caminar con la cabeza gacha hasta el probador, ella no pensó en la boda de su hermano, ni en la del íntimo amigo que había decidido casarse justo el último día del verano. No siguió mirando trajes, ni trató de calcular si su marido se g...

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Cuando fue a buscar a su marido con una percha en cada mano, él le dirigió una mirada genuinamente despavorida, difícil de resistir.

-Pero, tanto… -y giró la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro, como si buscara un agujero negro por el que fuera posible huir hacia otra dimensión-. ¿Tú crees que de verdad es necesario?

Mientras le veía caminar con la cabeza gacha hasta el probador, ella no pensó en la boda de su hermano, ni en la del íntimo amigo que había decidido casarse justo el último día del verano. No siguió mirando trajes, ni trató de calcular si su marido se gustaría con alguno de los que ella había escogido, después de tantos días discutiendo, aferrado él a la certeza de que el contenido de su armario era suficiente, llevándole ella la contraria con la misma convicción. No, aquella tarde, en aquel centro comercial ajeno, próximo a la casa de verano en la que los dos cultivaban las chanclas y los pantalones del mercadillo con el mismo placentero afán, a ella le dio por acordarse de su propia boda.

"Llevaban mucho tiempo buscándose, haciendo como que se tropezaban el uno con la otra"

El día que comenzó su historia, los dos llevaban muchos años unidos a otras personas. También llevaban mucho tiempo buscándose, haciendo como que se tropezaban el uno con la otra al cruzarse por un pasillo, pero, quizá precisamente por eso, ninguno de los dos se lo tomó muy en serio. La seriedad se impuso ella sola, mucho más deprisa de lo que esperaban, y a partir de ahí todo fue fácil, no porque no tuvieran problemas, sino porque les daba lo mismo tenerlos. Los dos perdieron un piso, un coche y un montón de dinero, y ninguno de los dos era rico, pero les siguió dando lo mismo. El apartamento de alquiler donde se instalaron era demasiado pequeño para las cosas de los dos, pero regalaron muebles, ropa, libros, y todo lo demás fue a parar a un trastero. No les hacía falta. No tenían ni tiempo ni ocasión de ver la televisión, de comer en restaurantes, de ir al cine o de tiendas, así que ni se les pasó por la cabeza la idea de casarse. Un hijo sí. En la pequeña y feliz, atávica Arcadia entre sábanas donde habían escogido vivir, fue muy natural que los dos quisieran enseguida un hijo de los dos, y eso también fue muy fácil. Tanto, que acabó siendo además muy complicado.

En realidad, piensa ella ahora, montando guardia en la puerta del probador, a ellos no les casó el concejal que ofició su boda, sino la abogada que él contrató para hacer frente a la demanda de su anterior pareja de hecho. Fue ella la que le recomendó que hiciera testamento para reconocer de antemano al hijo que venía de camino. Si no lo haces y te pasa algo, precisó, tu ex mujer alegará que tú no eres su padre, porque no se pueden hacer pruebas de paternidad post mortem. A ella, que estaba delante, aquel discurso le debió pillar en una coyuntura hormonal más bien tonta, porque se le saltaron las lágrimas y todo. Pero eso es una barbaridad, acertó a balbucir, es tan macabro… La abogada se encogió de hombros y alegó que ella no tenía la culpa. ¿Y si me caso?, preguntó él entonces. Si te casas, el niño que nazca será hijo tuyo de todas todas. ¿Sí?, y no se lo pensó un segundo, pues entonces me caso.

Solo por ese motivo, tan técnico, tan siniestro, tan poco romántico, se casaron ellos dos. Claro que entre el divorcio de ella, el papeleo, la necesidad de encontrar un concejal amigo que les casara en sábado, los compromisos de una familia y los de la otra, al final, ella estaba ya de siete meses y medio. Eso también le dio igual. De pequeña habría querido hacer la comunión vestida de Sissi Emperatriz, pero las monjas de su colegio la obligaron a llevar el mismo hábito que las demás niñas. Después, a principios de los ochenta se casó con un traje de chaqueta típico de novia progre, que fue claramente un error. Así que decidió hacerse un traje de novia definitivo y sin complejos, un vestido color champán, escotado, bordado, largo y vaporoso, que la favorecía un montón aunque le marcara muy bien la barriga. Aquel día, su novio también decidió ser feliz, y desdeñó por igual el traje y la corbata a favor de una americana vagamente entonada con los vaqueros, porque, como le dijo a ella, total, esto ya no es una boda de penalti, sino de goleada…

Todo esto recuerda ella ahora, en la puerta del probador, y que al final se rieron un montón, que se lo pasaron muy bien en su propia boda, tanto como se lo habían pasado antes, como se lo seguirían pasando después mientras la vida, tan complicada, fuera multiplicando sus problemas sin invadir jamás el irreductible fortín de su felicidad originaria. Por eso, ahora avanza hacia la puerta, la abre, descubre a su marido mirándose en el espejo con cara de acelga, y le arrebata la americana que tiene entre las manos.

-¿Sabes lo que te digo? -añade después, solamente-. Que no hace falta que te compres un traje.

-¿No? -él la mira, sonríe, ensancha la sonrisa mientras la ve negar con la cabeza-. ¡Qué bien! P

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