Reportaje:BELLEZA

El domador del riesgo

Una tira, con lentejuelas blancas y negras bordadas, pegada sobre las pestañas. Falsos tatuajes de cadenas que llevan la pasión infantil por la calcomanía al muy adulto universo del lujo. Labios reventones que parodian los de una muñeca de plástico sobre una pasarela presidida por una montaña de desechos. No es difícil adivinar que para la cabeza que está detrás de semejantes inventos el maquillaje es algo más que una sombra aquí y otra allá. En efecto, el belga Peter Philips, de 42 años, no es un maquillador al uso. Es conceptual y reflexivo. Lo que no significa que no aprecie hasta el más se...

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Una tira, con lentejuelas blancas y negras bordadas, pegada sobre las pestañas. Falsos tatuajes de cadenas que llevan la pasión infantil por la calcomanía al muy adulto universo del lujo. Labios reventones que parodian los de una muñeca de plástico sobre una pasarela presidida por una montaña de desechos. No es difícil adivinar que para la cabeza que está detrás de semejantes inventos el maquillaje es algo más que una sombra aquí y otra allá. En efecto, el belga Peter Philips, de 42 años, no es un maquillador al uso. Es conceptual y reflexivo. Lo que no significa que no aprecie hasta el más sencillo de los gestos de su profesión.

"Cuando empecé hacía cosas muy vanguardistas para suplir mis carencias técnicas. Pero pronto aprendí que la gente te recuerda mucho más por una sola exageración que por millones de buenos trabajos naturales", explica con sus maneras suaves y calmadas tras el alboroto de un desfile de Chanel en París. En la casa francesa, Philips ha encontrado su improbable lugar en el mundo como director creativo global de la división de maquillaje. Improbable para un tipo que saltó a la fama en los años noventa por dibujar un oscuro Mickey Mouse en la cara del modelo Robbie Snelders en un catálogo de su amigo Raf Simons. Pero, por favor, que nadie se lo recuerde otra vez. "La repercusión de aquello fue enorme. Pero me llevó a dosificar esas intervenciones tan llamativas y espectaculares. No quería que me encasillaran, ni convertirlas en algo banal, mecánico y carente de significado", apunta.

"No estoy aquí solo para epatar. Disfruto por igual ideando un color para las uñas que uno para los labios"
"Quiero eliminar el estigma de que el pintalabios deba ser rojo o no ser. Hay muchos tonos suaves y poderosos"

En todo caso, Philips no se ha pasado los últimos 15 años escapándose del riesgo. Más bien, al contrario. Colaborador habitual de las biblias de la modernidad -i-D, Pop, Visionaire- y de sus gurús -diseñadores como Alexander McQueen o Dries van Noten-, es su atrevimiento lo que le ha abierto camino en el cada vez más concurrido panteón de los maquilladores estrella. Imaginación e inventiva, que, según él, puede exprimir al máximo en Chanel. "Puedo incorporar la creatividad y experimentación de la alta costura al maquillaje. Es cierto que esta es una casa clásica, pero también es una de las que dispensan mayor libertad. Aquí nada es marketing", opina.

El fichaje de Philips se materializó en 2008, pero fue un proceso lento. Después de todo, no era un movimiento cualquiera para la firma: sus predecesores, Heidi Morawetz y Dominique Moncourtois, llevaban 30 años en el cargo. Moncourtois, de hecho, fue uno de los últimos empleados contratados personalmente por Coco Chanel (en 1969), y fueron ellos los que le propusieron para la plaza, a sugerencia de Karl Lagerfeld, que coincidió con Philips por primera vez en un trabajo para Fendi. "Al principio no tenía muy claro que este fuera mi sitio", admite en todo caso Philips. "Así que nos pasamos dos años viendo si encajábamos y, finalmente, vimos que sí. Fue como un largo noviazgo antes de un matrimonio".

Ese cortejo tal vez sea la única experiencia vagamente convencional de su trayectoria. Philips no cogió una brocha hasta los 27 años. Hijo de un pintor figurativo sobre madera, siempre se sintió atraído por lo plástico. Creció en Amberes y estudió diseño gráfico en Bruselas. Al terminar volvió a casa y se enroló en el prestigioso curso de moda de su ciudad. Era el final de los años ochenta. Un momento singular. Su padrastro -sus padres se divorciaron cuando tenía cuatro años- regentaba un negocio de catering y una carnicería en la que compraba la diseñadora Ann Demeleumeester. Philips todavía recuerda la impresión que le provocaban sus rupturistas estilismos, cuando le servía el pedido siendo adolescente. "Algo estaba pasando en las calles de Amberes. Algo totalmente nuevo e intrigante. Era el momento en que explotaron los Seis de Amberes. Ninguno tenía nada que ver con el otro, pero todos se expresaban a través de la ropa".

Como estudiante de la escuela de Amberes viajó a París para echar una mano en los desfiles, vistiendo a las modelos. Allí descubrió que había otra cosa con la que podría ganarse la vida: maquillando. No tenía ninguna formación, pero sí mano. Así que, tras graduarse en 1993, cuando su colega Willy Wanderperre necesitó a alguien que pintara a las modelos de sus fotos, encontró su vocación definitiva. "Es un cliché concebir el rostro como un lienzo, pero realmente el maquillaje tiene una cualidad muy pictórica. Que, por cierto, a veces se aprecia más en lo menos estridente. No estoy aquí solo para epatar. Disfruto por igual ideando un color espectacular para las uñas que diseñando un lápiz de labios con el toque exacto de luz y agua".

Encontrar ese difícil equilibrio entre lo estridente y lo impoluto es lo que, precisamente, se espera de él en Chanel. Que sea un domador del riesgo. Tal vez por eso, al poco de llegar, Philips dispensó varios golpes de efecto. Un bote del esmalte que lucían las modelos del desfile de otoño de 2009, en un exquisito verde jade, llegó a venderse por 100 dólares en eBay. Y los tatuajes de quita y pon que llevaban en el de esta primavera-verano tuvieron a miles de personas en lista de espera. En cambio, para responder a la segunda parte de la ecuación, en primavera lanzó Rouge Coco. Un producto llamado a liderar una revolución más silenciosa y discreta, pero desde luego no menos rentable. Un producto que busca atraer a las legiones de jóvenes seguidoras del brillo hacia los más intensos territorios del pintalabios. Que se rebela contra el hecho de que el color deba durar siglos en la boca. "Quiero que la mujer recupere el gesto de aplicárselo. Resulta muy sensual. No es poco razonable tener que retocarse cada dos o tres horas y se gana muchísimo en frescura. Además, quiero eliminar el estigma de que el pintalabios deba ser rojo o no ser. Hay muchos tonos suaves, naturales y poderosos".

Peter Philips en el estudio de Chanel
Peter Philips con una modelo en el desfile París-Shanghai

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