PERDONEN QUE NO ME LEVANTE

Estás en los cielos

Supongo que a todos nos ocurre igual. Nunca nos parecen lo bastante buenas ni lo bastante justas las necrológicas dedicadas a seres que fueron importantes para nuestras vidas. Por eso hoy quiero hablarles de Jean Simmons, fallecida recientemente a los 80 años. Este pequeño homenaje conectará con aquellos lectores de mi generación a quienes la mirada y la sonrisa de Jean no dejaron indiferentes, y que necesitan más gestos recordatorios hacia ella.

Fue el technicolor y el cinemascope. Para empezar, porque su rostro ofrecía apasionados contrastes cromáticos. Cabello negro y espesas cejas y...

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Supongo que a todos nos ocurre igual. Nunca nos parecen lo bastante buenas ni lo bastante justas las necrológicas dedicadas a seres que fueron importantes para nuestras vidas. Por eso hoy quiero hablarles de Jean Simmons, fallecida recientemente a los 80 años. Este pequeño homenaje conectará con aquellos lectores de mi generación a quienes la mirada y la sonrisa de Jean no dejaron indiferentes, y que necesitan más gestos recordatorios hacia ella.

Fue el technicolor y el cinemascope. Para empezar, porque su rostro ofrecía apasionados contrastes cromáticos. Cabello negro y espesas cejas y pestañas a juego, ojos como los mejores zafiros y la piel alabastrina de una inglesa sin granos ni manchas. Como Liz Taylor -cuya belleza provocó infartos, pero no ternura, cual fue su caso-, era inglesa y morena, y fue actriz juvenil. Esto en lo que se refiere al color, tan vivaz, de las películas de los cincuenta.

Su rostro ofrecía apasionados contrastes cromáticos"

En cuanto al cinemascope, protagonizó, junto a un muy joven Richard Burton, La túnica sagrada (1953). Pero me había enamorado de Simmons un par de semanas antes -empezaba a adolecer con necesidad de heroínas indómitas-, en su, pese a lo improbable del parecido, excelente encarnación de Isabel I de Inglaterra. La película era Young Bess (La reina virgen, 1953), y con ella actuaban el irrepetible Stewart Granger (su Scaramouche alegró la existencia de muchos niños y no pocos adultos), como Thomas Seymour, y Deborah Kerr, otra gran reina del technicolor y de la clase, como Catalina Parr, la esposa que sobrevivió a Enrique VIII. Jean y Stewart pronto se casaron, y para mí pasaron a ser de la familia. La familia del cine, quiero decir.

Tanto este filme como La túnica sagrada pertenecían a lo más almibarado y sensiblero de las andanadas hollywoodienses destinadas a cargarse la verdad histórica, en el primer caso, y a hacer pía propaganda de los primeros cristianos, en el segundo. No obstante, eran películas que despedían luz. La luz del color, la luz de los nuevos formatos. La luz del cine de los sábados. El milagro de ser otro, otra, por unas horas.

Yo no sabía que mi amor púber y casto por Jean Simmons se afianzaría con los años, con el mismo entusiasmo de la niñez, convirtiéndose en una admiración sin límites por su talento como actriz. Cuando por fin pude verla en Cara de ángel (1951, ni siquiera sé cuánto se retrasó su estreno en este país; la vi en el extranjero), yo ya no era adolescente ni siquiera muy joven, y adoré su interpretación de una psicótica enamorada y obsesionada por -cómo no- Robert Mitchum. Historia durísima del más puro cine negro creada por Otto Preminger. No habría sido posible sin la angelical sonrisa y la mirada clara de Simmons, maravillosamente enturbiadas por el blanco y negro.

Era también mayor cuando pude ver Narciso negro (1947), que paradójicamente rodó al principio de su carrera en Inglaterra, a las órdenes de la sin par pareja de directores Michael Powell y Emeric Pressburger (autores de Las zapatillas rojas y El fotógrafo del pánico, entre otras obras imperecederas). Y ocurrió algo curioso. Aquella película, aquella Kanchi con pulseras en los tobillos y piercing en la nariz, ondulante melena y seductora silueta, se metieron en mi inconsciente junto con los gloriosos colores de la película, con su morbo de sexo, monjas y abismos reales y morales (también Deborah Kerr estaba allí). Muchos años más tarde, en mi libro Esperadme en el cielo, elegí como disfraz para volar con Terenci y Manolo precisamente la encarnación de Kanchi, devolviéndole así a mi niñez el recuerdo que en realidad no pude tener por culpa de la pinche censura de entonces.

Un beso en la frente, pues, para la mujer que escondía vodka en frascos de colonia en Con los ojos cerrados; para la hermana Sarah del Ejército de Salvación que, en Ellos y ellas, se desabrochaba un botón en cuanto se le alegraba el cuerpo; para la férrea compañera que compartió el sueño de Espartaco; para la fanática religiosa de El fuego y la palabra. Y, por encima de todo, para la maestra tranquila y firme de Horizontes de grandeza.

Pues de esta clase son, de carne y sueño, nuestros amores de película.

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