Análisis:

Desactivación de una diócesis

El rechazo del 77% de los párrocos guipuzcoanos al nombramiento de José Ignacio Munilla como obispo de San Sebastián es un fenómeno insólito en la etapa democrática. Una reacción de este calibre sólo se explica por la sensación de los firmantes de la carta de que el cardenal Rouco Varela quiere desactivar la línea de una diócesis marcada por el compromiso social, la corresponsabilidad de los laicos y la apuesta por el diálogo contra la violencia.

Munilla representa una línea muy conservadora en materia de moral personal y sexual -muy duro contra la despenalización del aborto, crítico co...

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El rechazo del 77% de los párrocos guipuzcoanos al nombramiento de José Ignacio Munilla como obispo de San Sebastián es un fenómeno insólito en la etapa democrática. Una reacción de este calibre sólo se explica por la sensación de los firmantes de la carta de que el cardenal Rouco Varela quiere desactivar la línea de una diócesis marcada por el compromiso social, la corresponsabilidad de los laicos y la apuesta por el diálogo contra la violencia.

Munilla representa una línea muy conservadora en materia de moral personal y sexual -muy duro contra la despenalización del aborto, crítico contra los preservativos-. Representa el regreso de una línea eclesial jerárquica, autoritaria y nada laica que choca con un clero guipuzcoano influido, a su vez, por el nacionalismo.

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Su rechazo sólo se aproxima al que tuvo Ricardo Blázquez cuando fue designado obispo de Bilbao en 1994. Pero hay una diferencia fundamental. Blázquez, que venía de ejercer como obispo en Palencia, era un desconocido, que acabó adaptándose al territorio. A Munilla se le rechaza precisamente porque es conocido. Es donostiarra, euskaldun. Fue párroco de Zumárraga (Guipúzcoa), y siempre ha actuado al margen de la diócesis guipuzcoana.

Al contrario que Blázquez, que es un hombre de diálogo, a Munilla se le cataloga como un hombre de poder, dogmático, un hombre de Rouco Varela.

Su llegada como obispo de San Sebastián supone el final de la etapa iniciada durante la transición, cuando el cardenal Tarancón era el jefe de la Iglesia española, de nombrar obispos muy vinculados a su territorio.

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