Columna

Políticos y ciudadanos

Nos espera un otoño caliente, por no decir francamente explosivo. Lo era ya por las secuelas de la crisis, pero cada día hay nuevos elementos que contribuyen a echar leña al fuego. El más relevante es, sin duda, la posible sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, que nos devuelve a esa situación de continuo tejer y destejer, cual Penélope, las costuras del Estado. También pueden añadir el aumento del paro, la incógnita sobre la gripe A y cuantas otras cuestiones delicadas se les ocurran. Estamos, en suma, justo en uno de esos momentos en los que el ejercicio del lid...

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Nos espera un otoño caliente, por no decir francamente explosivo. Lo era ya por las secuelas de la crisis, pero cada día hay nuevos elementos que contribuyen a echar leña al fuego. El más relevante es, sin duda, la posible sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, que nos devuelve a esa situación de continuo tejer y destejer, cual Penélope, las costuras del Estado. También pueden añadir el aumento del paro, la incógnita sobre la gripe A y cuantas otras cuestiones delicadas se les ocurran. Estamos, en suma, justo en uno de esos momentos en los que el ejercicio del liderazgo cobra una especial relevancia y en el que -como ocurrió en la Transición, por ejemplo- es casi imprescindible crear una situación de complicidad y confianza mutua entre políticos y ciudadanos y, desde luego, conseguir la mayor cohesión posible dentro de la clase política. Sólo así es posible lubricar la gobernabilidad en momentos excepcionales. Pero éste es el escenario del que, precisamente, cada vez nos alejamos más.

¿Tan difícil es extender a otros asuntos importantes el consenso sobre medidas frente a la gripe A?

Nos fuimos de veraneo con la encuesta del CIS del barómetro de julio, de la que, con razón, se resaltó más el incremento de la baja valoración de los políticos que la distribución del voto. Por tanto, la primera condición no parece cumplirse. Ni para el Gobierno ni para la oposición. Y en cuanto a la segunda, la esperanza de un discreto acuerdo de los dos principales partidos en torno a media docena de medidas de política económica imprescindibles para superar la crisis y ubicarnos en la senda de un verdadero despegue, se ha esfumado también detrás de las cotidianas críticas ventajistas del principal partido de la oposición y de los pocos esfuerzos del Gobierno por tratar de incorporarlos a un pacto de Estado. El colmo ya han sido las sorprendentes acusaciones del PP de que el Gobierno estaba instrumentalizando a algunas instituciones claves del Estado, como los cuerpos de seguridad y la judicatura, para hostigarlo con una infamante campaña de acoso y derribo. A la vista de la flagrante ausencia de pruebas, esto último no merece más comentario que la reprobación de una actitud irresponsable, que sólo se explica como un gesto de defensa preventiva ante la previsible cascada de condenas de políticos del PP que se avecina.

No es ya sólo que la oposición no sea solidaria con el Gobierno en tiempos difíciles o que disienta de todo cuanto aquél hace, algo para lo que está en su derecho, sino que ahora cuestiona la independencia de instituciones fundamentales del Estado. Lo grave, y aquí es donde deseo llegar, es que muestra un comportamiento de un sector de la clase política, bien jaleado en algunos medios, que alienta al final esa desconfianza de los ciudadanos frente a los políticos. En vez de discriminarse entre la responsabilidad de unos u otros por las actitudes y declaraciones respectivas que no nos gustan, la imagen que se acaba abriendo paso es que los políticos, ¡todos ellos!, nos crean más problemas de los que resuelven.

Como ha demostrado esta crisis, en el mundo en el que vivimos -y no sólo en España-, el sistema político se ha convertido en el destinatario de todos los problemas de la sociedad contemporánea. No hay casi ningún problema para cuya solución no nos dirijamos a los poderes públicos. Paradójicamente, sin embargo, aquellos encargados de resolverlos, la clase política, son percibidos por los ciudadanos con un escepticismo enorme cuando no con un displicente desdén. Los necesitamos porque son imprescindibles, pero no gustan; ni aquí ni en ningún otro lugar. Puede que sea porque es la única profesión entre cuyas actividades está la de poner a caldo en público a otros de su mismo gremio. (Imagínense el prestigio de los médicos, por ejemplo, si unos se dedicaran a cantar las debilidades y errores de los otros). Y es también la única sistemática y permanentemente sujeta a escrutinio público. Gran parte de la chispa de la política radica, sin duda, en el juego Gobierno/oposición y en la crítica mutua; sin discrepancias no hay democracia. Pero si ésta deriva en una crispación y descalificación permanente mientras se acumulan los problemas, entonces ya cambia radicalmente el enfoque. Sin perder de vista la responsabilidad que compete a cada cual, cuando las cosas vienen mal dadas queremos soluciones, más que saber quién es el bueno o el malo de la película, el tonto o el listo. ¿Tan difícil es hacer extensiva a otras cuestiones fundamentales esa magnífica imagen de consenso en torno a las medidas preventivas frente a la gripe A?

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