ÍDOLOS DE LA CUEVA

Que me quede como estoy

Las señales, de naturaleza heteróclita, no dejan de multiplicarse. En las últimas semanas, y tras sendas peticiones formuladas con aprensiva cortesía, un par de taxistas han reducido sin rechistar el volumen de otras tantas tertulias apocalípticas; el viernes, una editora que acaba de sobrevivir a una reestructuración me reveló que casi le da algo cuando su secretaria le preguntó si le apetecía que le trajera un café, y que, el día antes, un editor júnior se había ofrecido para rellenar los sobres con el mailing de la próxima promoción; el Lunes de Pasión (¿todavía se llama así?) me sal...

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Las señales, de naturaleza heteróclita, no dejan de multiplicarse. En las últimas semanas, y tras sendas peticiones formuladas con aprensiva cortesía, un par de taxistas han reducido sin rechistar el volumen de otras tantas tertulias apocalípticas; el viernes, una editora que acaba de sobrevivir a una reestructuración me reveló que casi le da algo cuando su secretaria le preguntó si le apetecía que le trajera un café, y que, el día antes, un editor júnior se había ofrecido para rellenar los sobres con el mailing de la próxima promoción; el Lunes de Pasión (¿todavía se llama así?) me saludaron con un desarmante "buenos días" en el bar en el que suelo tomarme el primer descafeinado del día. Recuerdo, por cierto, que mi vecino de barra me preguntó si me molestaba el humo de su cigarrillo.

Se deja atrás la logorrea acerca de las cadencias infernales de trabajo y el derecho a la pereza. Trabajar es bueno. El trabajador es hoy el héroe

De repente, y gracias a la crisis financiera desencadenada por un puñado de desaprensivos especuladores y otro de políticos que los han amparado -¡es el sistema, estúpido!- un nuevo clima se ha instaurado en las relaciones laborales. Es lógico. En un país donde los optimistas pronostican una cifra de parados en torno a los 4,5 millones, y en el que cada día es el del Armagedón para multitud de autónomos y pequeños empresarios, la conservación del puesto de trabajo se ha convertido en un objetivo por el que bien vale la misa de modificar los hábitos de los tiempos de vacas rollizas. Se entierra con decisión la pasada amargura personal por haber terminado en un trabajo alejado de los ambiciosos sueños de juventud, y se deja atrás la logorrea sesentayochista y lafarguiana acerca de las "cadencias infernales de trabajo" y el derecho a la pereza. Trabajar es bueno. El trabajador es el nuevo héroe. Regresa convenientemente secularizada la sagrada sabiduría que sentenciaba que "con el sudor de tu rostro ganarás el pan" (Génesis, 3-19), y hasta resulta -por poco que escarbemos en cada cual- que incluso el jefe borde, arbitrario e ignorante que todos hemos padecido alguna vez aparece revestido de carisma.

Que el capitalismo es astuto -no ha habido quien acabe con él- se sabía de antemano. Pero lo que pocos sospechaban es que, de prolongarse esta recesión, saldrá aún más reforzado, incluso en sus aspectos más odiosos. El puesto de trabajo -lo que los anglófonos tienden a designar eufemísticamente como work station- se ha convertido en un bien en sí mismo. La oficina, el lugar real y simbólico en el que consumimos lo que Quevedo llamaba "la mayor parte de la muerte" (es decir, la vida) es ahora un refugio y un paraíso: una Nueva Jerusalén tanto más deseable cuanto que cada vez son menos los llamados a cruzar su puerta.

En The pleasures and sorrows of work (Hamish Hamilton), su último (y, como siempre, oportunista) libro, Alain de Botton, ese avispado "filósofo de la vida cotidiana" que ha hecho del optimismo un negocio, se pregunta cuándo un trabajo es gratificante. Y contesta: siempre que nos permite generar placer o reducir el sufrimiento de los otros. Pamplinas: examinando los 10 ejemplos que propone -10 trabajos de diferente naturaleza y estatus- uno termina sospechando que su reivindicación de la work station es la típica de quien nunca se ha visto en la obligación de trabajar por cuenta ajena. Ni siquiera hoy, con la que está cayendo, es fácil para la inmensa mayoría contemplar el tajo como un cálido refugio al que se le debe gratitud. Y tampoco un ámbito sexy, a pesar de que los cubículos de la oficina sean el teatro más bien cutre de la mayor parte de adulterios (¿todavía se dice así?) o salidas de armario contemporáneos. La sentencia bíblica fue una maldición, no un privilegio. Para privilegiados de verdad los de los bonus. Que no tienen horario. Ni principios.

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