ESCALERA INTERIOR

Diecisiete segundos de felicidad

Ayer, a las 14.25, empezó a ponerse nerviosa. Desde hacía más de tres meses, todos los días se ponía nerviosa a la misma hora, aunque por razones diferentes. Las primeras veces sintió inquietud, una desazón cercana al miedo. Ella no era una mujer sofisticada, tampoco rica ni importante. Su teléfono no sonaba muy a menudo, y cuando escuchaba la versión electrónica del vals del Cascanueces que lo distinguía de los otros móviles de la oficina, solía encontrar en la pantalla los mismos nombres, su madre, su hijo, su ex marido, su hermana mayor, su hermana pequeña, su mejor amiga número uno y su me...

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Ayer, a las 14.25, empezó a ponerse nerviosa. Desde hacía más de tres meses, todos los días se ponía nerviosa a la misma hora, aunque por razones diferentes. Las primeras veces sintió inquietud, una desazón cercana al miedo. Ella no era una mujer sofisticada, tampoco rica ni importante. Su teléfono no sonaba muy a menudo, y cuando escuchaba la versión electrónica del vals del Cascanueces que lo distinguía de los otros móviles de la oficina, solía encontrar en la pantalla los mismos nombres, su madre, su hijo, su ex marido, su hermana mayor, su hermana pequeña, su mejor amiga número uno y su mejor amiga número dos. Cuando contestaba a un número oculto, siempre se trataba de un teleoperador que vendía algo. Por eso, la primera vez ni siquiera descolgó. Era un lunes soleado de enero, a las 14.40 exactamente. La segunda vez ni siquiera miró la hora, pero el tercer día se dio cuenta de que era el tercer día, número oculto, las 14.40. Qué teleoperador tan insistente, se dijo, si me llama otra vez, descuelgo. Pero no lo hizo. La cuarta llamada volvió a ser en lunes, todavía enero, llovía. El miércoles, el vals del Cascanueces volvió a sonar a las 14.40, y por fin pulsó la tecla verde.

¿Sí?, preguntó y no escuchó nada. ¿Sí?, volvió a repetir, y pasó un segundo, dos, cinco, seis, nueve, diez, doce, catorce, diecisiete. A los diecisiete, quienquiera que hubiera llamado, colgó. Ella tenía tanto miedo que ni siquiera se le ocurrió que podría haberlo hecho antes. Todas las películas de crímenes que había visto en su vida se agolparon en su memoria durante un instante. Le temblaban las manos, le temblaban las piernas, le temblaban los labios. Es un psicópata, pensaba, un asesino, viene a por mí, me está avisando… ¿Qué te pasa?, la secretaria del jefe de producción la miró con los ojos muy abiertos cuando la vio entrar en el baño, estás muy pálida, ¿te encuentras mal? Ella se lavó la cara con agua fría antes de hablar, y después le contó lo que había pasado, con tanta sinceridad, tanta vehemencia, que hasta le molestó la sonrisa que recibió a cambio. Pero vamos a ver, ¿jadeaba?, le preguntó aquella chica. No, contestó ella. ¿Hacía ruidos extraños, te ha amenazado, te ha dicho obscenidades, ha puesto alguna música? No, tampoco. En realidad, ni siquiera le había oído respirar.

Al volver a su mesa, no se podía creer la versión de la secretaria del jefe de producción. Mi ex marido, desde luego, sería incapaz de hacer algo así, aseveró. Pues será otro, escuchó a cambio, pero eso sólo lo hacen los enamorados. No, objetó ella, un enamorado hablaría. ¿Por qué?, respondió su compañera, a lo mejor, lo único que pretende es saber que todos los lunes, miércoles y viernes, a las 14.40, estás conectada a él de alguna manera, que estáis haciendo lo mismo, que te ocupas de él aunque ni siquiera lo sepas…

El viernes, a las 14.40, su teléfono volvió a sonar. Y sonó el lunes, y el miércoles, y el viernes siguiente, quince, veintidós, diecinueve segundos. A aquellas alturas, Rita, la confidente del cuarto de baño, ya se había convertido en su mejor amiga número tres, y estaba segura de que su enamorado trabajaba en la misma empresa. ¿Cómo habría podido conseguir su número, si no? Así, durante casi tres meses, aquellas llamadas articularon su vida. Se acostumbró a fijarse en todos los hombres con los que se cruzaba en aquel edificio enorme, se acostumbró a quedarse dormida cada noche pensando en cómo sería, y recuperaba aquel pensamiento cada mañana con el desayuno. Él no tenía prisa, ella tampoco. A veces pensaba que sería mejor seguir así eternamente, no cambiar nunca aquella ilusión por una decepción. Y entonces, a mediados de marzo, dejó de recibir tres llamadas a la semana, a las 14.40, desde un número oculto.

Calculó que sería por la Semana Santa, pero las vacaciones se acabaron y su móvil siguió mudo. El vals del Cascanueces sonaba sólo por su madre, por su hijo, su ex marido, sus tres mejores amigas, y esas llamadas no contaban. ¿Qué ha pasado?, se preguntaba a todas horas, ¿qué te ha pasado? Se habría enamorado de otra, se habría reconciliado con su novia, habría vuelto con su mujer, habría tenido un accidente… No, eso no. No podía soportar la idea de que pudiera haber muerto sin haberle conocido. Y así un día, y otro, y otro, una semana, y otra. Así hasta ayer, cuando sonó el pito de los SMS, a las 14.43, aunque fuera martes.

No puede ser, se dijo mientras cogía el móvil, no puede ser, al entrar en el menú correspondiente, no puede ser, al ver que el mensaje era de un número oculto, no puede ser… Lo siento. He estado en el hospital. Soy diabético.

Hoy, a las 14.40, ha vuelto a tener diecisiete segundos de felicidad.

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