Reportaje:LA CAMPAÑA DE LA FRESA

A la fresa con acento

Viaje con las mujeres que llegan a Huelva desde Marruecos para trabajar en la campaña agrícola

Cuatro meses caben en una maleta y un par de bolsas de viaje pequeñas. Soumia Benlafalmi, de 22 años, acaba de cerrar su equipaje y no le ha ocupado más que tres bultos. Le queda un día para montarse en un autobús que la llevará, durante toda una noche, de Beni Mellal, una ciudad marroquí a los pies del Atlas, a Tánger. Desde allí, partirá en un ferry rápido que cruzará, en poco más de media hora, el Estrecho de Gibraltar, hasta Tarifa. En España la recogerán para llevarla por carretera a Cartaya (Huelva), donde trabajará unos 120 días como bracera en la campaña de recogida de la fresa,...

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Cuatro meses caben en una maleta y un par de bolsas de viaje pequeñas. Soumia Benlafalmi, de 22 años, acaba de cerrar su equipaje y no le ha ocupado más que tres bultos. Le queda un día para montarse en un autobús que la llevará, durante toda una noche, de Beni Mellal, una ciudad marroquí a los pies del Atlas, a Tánger. Desde allí, partirá en un ferry rápido que cruzará, en poco más de media hora, el Estrecho de Gibraltar, hasta Tarifa. En España la recogerán para llevarla por carretera a Cartaya (Huelva), donde trabajará unos 120 días como bracera en la campaña de recogida de la fresa, viviendo en una casa preparada en la misma explotación que corre a cargo del empresario. Al término de la temporada, volverá a Marruecos.

"El año pasado nos gastamos lo que gané en el entierro de mi madre"
"Desde que nuestras hijas trabajan en España, vivimos mejor"
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Esta es la historia de Soumia y sus compañeras contratadas por empresarios españoles que han viajado al Magreb en busca de una mano de obra que, desde hace años, escasea en las zonas agrícolas de Huelva; es la historia de la particular hégira al Norte de unas mujeres que se han convertido en salvadoras de un sector clave en la provincia. Se calcula que cerca de 16.000 marroquíes acudirán este año a la provincia andaluza para doblar la cerviz cinco días a la semana por 900 euros al mes recogiendo la fruta de los invernaderos y los campos citrícolas. En Marruecos, por un trabajo similar, difícilmente ganarían más de 150 euros.

Gracias al proyecto de empleo Aneas-Cartaya, liderado por el Ayuntamiento de este municipio onubense y respaldado por la UE, las marroquíes se convierten por primera vez en el contingente mayoritario de extranjeras contratadas en origen. Las rumanas y las polacas, que hasta ahora componían las principales nacionalidades en los cultivos, han disminuido su presencia desde la entrada de estos países en la Unión Europea. En total, se espera que este año trabajen en la campaña fresera y citrícola unas 40.000 mujeres de Marruecos, Rumania, Polonia, Ucrania, Bulgaria y Senegal.

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Soumia vive en Jlalta, una pequeña aldea a unos 30 kilómetros de Beni Mellal, capital de la provincia agrícola de Tadla-Azilal, en el centro de Marruecos. Jlalta es un pueblo con calles sin asfaltar, polvorientas cuando el clima es seco y barrizales cuando llueve. La joven reside con su hermano en una casa que construyó su madre. Como en muchos vecindarios de esta zona rural, la parte trasera de las casas suele destinarse a cuadras y corrales para burros, vacas, conejos o gallinas. Con el dinero que gana la joven en España se mantienen ella y su hermano, que hace trabajos esporádicos moliendo harina. Los Benlafalmi poseen una pequeña parcela dedicada al cultivo para consumo propio. Y es que Tadla Azilal alberga una tierra excelente para la agricultura.

Soumia también trabaja como jornalera en tierras de otros propietarios, pero el salario que gana no alcanza los cinco euros al día. Algunos de sus paisajes, poblados por olivos, naranjos, limoneros y extensos campos de cereales, recuerdan mucho a Andalucía. Lo comenta la misma temporera, mientras hace la maleta en su cuarto, en el que atruena una canción de Chayanne en la minicadena de música. En una esquina, se amontonan, perfectamente dobladas, las alfombras que ella misma teje a mano y que le sirven de cama. Junto a ellas, lucen unos arreglos florales de plástico que confecciona ella misma. Fuera, le espera su vecina y compañera de viaje, Khadoug Fanane, de 35 años.

Es la tercera vez que Soumia viaja a España y lo tiene casi todo listo desde hace días. Sólo le queda ultimar la maleta. "Llevo mucha ropa interior, dos pantalones, dos suéteres y dos pañuelos para trabajar. Además, también llevo pantalones, vestidos y camisetas para ir al pueblo los días de descanso", comenta mientras dobla metódicamente las prendas y las ordena perfectamente en la maleta. La muchacha viste a la moda occidental. "Los pañuelos sólo me los pongo para la fresa, porque con la tierra y los fertilizantes se me estropea el pelo", explica. En su maleta tampoco falta el café marroquí que "es mejor que el español", apunta; y la harina y el cuenco de barro para hacer la masa del pan que horneará con sus compañeras. "Me gusta ir a España porque también es una manera de encontrarme con amigas a las que sólo veo en la campaña", dice al tiempo que cierra una maleta a rebosar. Muchas de sus compatriotas son menos comedidas y portearán cada una varios maletones inmensos. "Yo llevo menos porque he dejado ropa de otros años guardada en la finca", dice.

El dinero que ha ganado Soumia estos años, todavía no le ha dado para muchas mejoras en su casa, que podría parecer a medio hacer, con algunas paredes de cemento sin pintar y sin agua corriente. "El año pasado murió mi madre y lo que gané lo gastamos en el entierro y el funeral. Este año, el dinero se invertirá en la planta de arriba de la casa, donde vive mi hermano, porque él quiere arreglarla".

Los avances que la trabajadora planea, poco a poco empiezan a notarse en las viviendas de otras familias de jornaleras emigrantes en Huelva. A las afueras del pueblo de El Kasiba, a unos 15 kilómetros de Beni Mellal, viven las hermanas Fatiha y Hasna Ghanim con su familia, en una casita al borde de la carretera que va a la capital. Fatiha, de 29 años, reside de forma permanente en Cartaya desde hace cuatro años, donde trabaja en una finca agrícola.

"La electricidad la pusimos en casa con el dinero que ganamos en España", recuerda Fatiha señalando el poste de luz plantado el jardín con árboles frutales. Dentro de casa, las paredes han vuelto a enlucirse y se ha arreglado el cuarto de bañó, "sólo nos falta agua corriente". Destaca el amplio salón, perfectamente preparado para agasajar a los visitantes con la hospitalidad bereber.

Su hermana Hasna, de 27 años lleva tres campañas yendo y viniendo al son de las fresas. Hasna dejará en casa a su padre, Moha Ghanim, de 50 años, y a su madre, Malika Fhik, de 45. Ella es la que más va a echar en falta a su hija, pues Hasna le ayuda en el grueso de las tareas caseras. La joven no trabaja en Marruecos "porque hacerlo por menos de cinco euros al día es demasiado barato", dice. Hasna está deseosa de volver a España y sólo se queja de no quedarse más tiempo. "Si pudiera, me gustaría vivir allí y venir a Marruecos sólo en vacaciones", reconoce con una amplia sonrisa.

Su padre, trabajador en el campo, ve con buenos ojos que su hija se marche a Europa y ayude al resto de la familia con su sueldo. "Desde que nuestras hijas trabajan en España, vivimos mejor. Tenemos más dinero para arreglar la casa y comprar comida. Y sabemos que allí están bien, no tenemos miedo por ellas". Minutos después, Malika no puede evitar llorar cuando se despide de su hija abrazándola en el jardín. Moha las mira con una sonrisa que se torna triste al decir adiós a Hasna. No se volverán a ver hasta el verano.

Las separaciones familiares pueden ser mucho más duras. Que se lo pregunten a Zohra el Habz, de 41 años, que ha dejado a su hija de tres años y medio en su ciudad, Essaouira, en la costa atlántica, cerca del Sahara. "Una mujer que es profesora de escuela la está cuidando. No se puede encargar mi marido porque trabaja fuera de la ciudad", comenta Zohra camino de España. "Mi marido las visita siempre que puede y lleva comida y ropa a nuestra hija". Zohra calla. Le caen lágrimas. Tuerce el gesto y se tapa la cara con un pañuelo para que no se le vea llorar.

Desde la campaña pasada, los agricultores buscan que las trabajadoras procedan no sólo de zonas rurales, sino que también tengan cargas familiares como maridos o hijos. Ello se debe a los problemas que encontraron con los primeros contingentes de mujeres magrebíes que trajeron. Muchas de ellas optaron por incumplir los contratos y abandonar a los agricultores, justo en mitad de la cosecha, con la ilusión de buscar más trabajo y prolongar su permanencia en España. Maridos e hijos, además de otras personas a cargo de las trabajadoras, han demostrado ser la mejor garantía para que las jornaleras cumplan sus contratos. El año pasado, el índice de abandonos se redujo del 90 a menos del 13%. Sólo retornando a su país las trabajadoras pueden repetir en la siguiente campaña en Huelva.

De esta manera, los requisitos en la preselección que las asociaciones agrícolas onubenses piden a ANAPEC, la agencia nacional marroquí de promoción del empleo, han cambiado. Ahora, el perfil que buscan los españoles ya no coincide con el de Soumia o Hasna, que son jóvenes y solteras. Sino con el de mujeres con familia, como Halima Motaki, de 36 años, casada con Kamili Salah, de 56. "Separarse no es bueno, no me gusta. Dejar a mi marido es triste, pero con el dinero que gano vivimos mejor y he podido comprar una tierra cerca de mi pueblo. En el futuro me gustaría hacer allí una casa", dice Halima. Al su lado, Kamili protesta. A él también le gustaría ir a España con su mujer.

Hay quien no entiende la rigidez de la selección planteada por los españoles. A 11 kilómetros de Beni Mellal, bajo un sol implacable, trabaja la tierra Fatiha Rashidi, de 20 años, sembrando trigo. "Yo estoy divorciada y no tengo hijos. Sólo por eso, no puedo ir a España a trabajar. Me apunté en las listas de ANAPEC pero me dijeron que, sin marido y sin niños, no me llamarían. Y no lo han hecho", dice sin dejar de soltar semillas en la tierra abierta por su azada.

Como Fatiha, muchos ven con envidia la partida anual de las braceras de la fresa. En el autobús que ya las lleva a Cartaya, Soumia, Hasna y Halima se consideran, en cierto modo, afortunadas. Suena la alegre música bereber del violinista Mustapha Oumgil. Soumia no puede evitar levantarse y bailar agitando su pelo. Está a punto de llegar y el resto de compañeras ríen y aplauden al ritmo de las frenéticas notas del violín.

Contingente

Marruecos: 16.200Rumania: 12.000Bulgaria: 4.000Polonia: 3.500Ucrania: 3.000Senegal: 750Filipinas: 270

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