ESCALERA INTERIOR

El segundo de Valentina

Eran tres. Bajas, pequeñas, extranjeras. La mayor tendría como mucho quince años, la más pequeña no medía más de un metro y medio. La rodearon por detrás, sin que se diera cuenta, no se dio cuenta de nada hasta que una de ellas apretó una tecla distinta de la que ella tenía previsto pulsar, 300 euros, la máxima cantidad que se puede sacar con un solo movimiento. Entonces comprendió que eran las mismas que habían robado a Ana dos semanas antes, y durante una fracción de segundo pensó en la suerte. Mala suerte para vosotras, buena suerte para mí, mala suerte para la próxima persona que venga a e...

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Eran tres. Bajas, pequeñas, extranjeras. La mayor tendría como mucho quince años, la más pequeña no medía más de un metro y medio. La rodearon por detrás, sin que se diera cuenta, no se dio cuenta de nada hasta que una de ellas apretó una tecla distinta de la que ella tenía previsto pulsar, 300 euros, la máxima cantidad que se puede sacar con un solo movimiento. Entonces comprendió que eran las mismas que habían robado a Ana dos semanas antes, y durante una fracción de segundo pensó en la suerte. Mala suerte para vosotras, buena suerte para mí, mala suerte para la próxima persona que venga a este cajero sin tener un compañero de trabajo al que le hayan robado ya por este mismo sistema.

Dame tu tarjeta, le dijo la mayor, con una sonrisa casi dulce, en su rostro la expresión más inocente. A Ana la habían distraído exactamente igual, habían conseguido apartar su atención de la pantalla, hacerle suponer que lo que estaba en juego era su tarjeta, y así habían acabado llevándose el dinero. Con Ana os salió bien, pero conmigo no, se dijo Valentina, que, antes de mirarla, ya estaba apretando la tecla de cancelar como una loca. La que estaba detrás de ella intentó intervenir, pero le apartó el brazo de un manotazo mientras seguía moviendo el dedo índice sin descanso. ¿Qué?, preguntó de todas formas. Que me des tu tarjeta, insistió la misma de antes, que no podía ver el mensaje, operación cancelada, que apareció en ese momento en la pantalla, y por tanto tampoco podía enterarse de que las cosas se estaban torciendo. ¡Sí, hombre!, dijo Valentina, muy nerviosa, en eso estaba yo pensando, en darte mi tarjeta... Debió de decirlo gritando, porque en ese instante, mientras el cajero la escupía y ella la sacaba deprisa para meterla en su bolso con dedos histéricos, Pascual salió del bar preguntando si pasaba algo. Eso bastó para que echaran a correr, pero una de ellas chocó con él, que la sujetó no tanto por retenerla como por evitar que se cayera al suelo.

Valentina volvió a pensar durante una fracción de segundo, que fue la más larga, la más densa, la más confusa de su vida. ¿Qué hago?, pensó. Fue sólo una fracción de segundo, pero le dio tiempo a pensar en muchas cosas a la vez. No eran más que unas niñas, pero eran unas niñas ladronas, que a ella podían hacerle un agujero, pero a una anciana pensionista, por ejemplo, le causarían un daño muchísimo más grave. Eran extranjeras, y ese dato en sí mismo no significaba nada desde un punto de vista estadístico, desde un punto de vista moral, pero desde otras perspectivas tal vez sí contara, ahora que la derecha pedía que se rebajara la edad penal a los doce años, ahora que se hablaba de expulsar sin contemplaciones a los inmigrantes que delinquieran. No eran más que unas niñas, unas niñas pobres y ladronas, intoxicadas seguramente de escaparates, que a media mañana tendrían que haber estado en el colegio, y no robando a la gente por la calle para entrar luego en un centro comercial y gastarse el dinero en unas botas, en un jersey de marca o en alguna chorrada electrónica. ¿Qué hago? Lo que le pedía el cuerpo era cogerlas de una en una, darles un par de bofetadas y soltarles un discurso estupendo sobre el bien y el mal, antes de recordarles lo que se estaban jugando, lo que podría pasarles a ellas, y a sus familias, si un día se les ocurriera escoger a una mujer policía de paisano, sin ir más lejos. Eso era lo que le pedía el cuerpo, pero era imposible y además no serviría de nada, porque se destrozarían de risa en su misma cara. ¿Qué hago?

Al final de esa eterna fracción de segundo le dijo a Pascual que no pasaba nada. La que estaba en peligro salió pitando, se reunió con las otras, que la esperaban en la esquina, las tres habían desaparecido ya cuando Valentina logró enhebrar la más torpe de las explicaciones. Nada, me estaban pidiendo un euro, ya ves, ¡huy, qué tarde!, el recreo está a punto de acabarse, tengo que volver al cole... Y eso hizo, con las piernas blandas, tan temblorosas como si fueran de gelatina. Sus músculos no lograron aplacarse en todo el día, su ánimo tampoco. ¿Y si mañana me entero de que esta tarde han robado a un pobre abuelo, a un ama de casa con el dinero justo para llegar a fin de mes? ¿Y si resulta que las han cogido, que las han detenido y las han metido en alguna parte? Al final, cuando llegó a casa y se lo contó todo a su marido, estaba segura de que, después de todo, lo mejor sería que la hubieran robado a ella, pero eso tampoco se atrevió a decirlo.

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