Crítica:ÓPERA

Una obra inagotable

Tiene razón Lluís Pasqual cuando asegura que Tristán e Isolda es una ópera "inagotable". Lo subraya además en el planteamiento de una concepción escénica discutible en algunos aspectos de su desarrollo pero impecable en la idea de partida. Cada acto tiene lugar en un periodo diferente: el de la leyenda que sustenta la historia, el de la composición de la ópera, el que está viviendo el espectador. El mar está siempre presente como metáfora y elemento de unidad estética. Se viaja en el tiempo y en el espacio, como subrayan los elementos escenográficos, los materiales y el vestuario, pero ...

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Tiene razón Lluís Pasqual cuando asegura que Tristán e Isolda es una ópera "inagotable". Lo subraya además en el planteamiento de una concepción escénica discutible en algunos aspectos de su desarrollo pero impecable en la idea de partida. Cada acto tiene lugar en un periodo diferente: el de la leyenda que sustenta la historia, el de la composición de la ópera, el que está viviendo el espectador. El mar está siempre presente como metáfora y elemento de unidad estética. Se viaja en el tiempo y en el espacio, como subrayan los elementos escenográficos, los materiales y el vestuario, pero este paseo por el amor y la muerte recurre en primer plano a la inmortalidad de la música o, con un calificativo menos trascendente, a su inagotabilidad.

Tristán e Isolda

De Richard Wagner. Con Robert Dean Smith, Waltraud Meier, René Pape, Alan Titus, Mihoko Fujimura y Alejandro Marco-Buhrmester. Coro y Orquesta Sinfónica de Madrid. Director musical: Jesús López Cobos. Director de escena: Lluís Pasqual. Escenografía: Ezio Frigerio. Vestuario: Franca Squarciapino.

Producción del teatro San Carlo de Nápoles. Teatro Real, Madrid, 15 de enero.

La representación tuvo empaque y una factura más que notable

Una representación de ópera es una comunión a tres bandas entre la salida a la luz de una partitura, la capacidad de comunicación de unos artistas -o intérpretes- y la sensibilidad -o receptividad- del público que asiste. Y tiene una fecha concreta, de lo que se deriva que cada función puede ser diferente -en mejor o peor- a la que ahora se comenta. Los artistas no siempre están en el mismo tono vital y los públicos van cambiando. Una de las grandezas de la ópera es precisamente ese carácter de insustituibilidad. No hay dos días iguales. Ni siquiera los comentaristas están sujetos a las leyes de la objetividad al margen de las circunstancias. En una representación como la de anteayer, por lo visto y oído en los pasillos, daba la sensación de que un porcentaje importante de espectadores había visto por televisión la reciente apertura de la temporada de la Scala con este mismo título, con lo que el juego de las comparaciones adquiría un protagonismo desmedido. Incluso alguno iba más allá y afirmaba que el cantante tal o cual había estado más en forma el día x del mes y en la ciudad z en el mismo papel. Este perfeccionismo a ultranza es legítimo, pero condiciona sustancialmente el aquí y ahora.

La representación de Tristán e Isolda anteayer en el Real tuvo empaque y una factura más que notable en todos sus apartados. El público se volcó con la carismática Waltraud Meier y con el rotundo René Pape, dentro de una valoración positiva de los cantantes en bloque. Hubo cierta división de opiniones en la faceta orquestal, y aceptación sin más en el enfoque escénico. Quizá los menos valorados respecto a sus méritos fueron el tenor Robert Dean Smith, que hizo un trabajo espléndido, aguantando el tipo hasta el final en un papel endemoniado, y López Cobos, al que algunos abuchearon en el segundo intermedio y al final con algunos gritos un tanto fuera de lugar.

Se mire por donde se mire, existió una dirección consistente por parte del maestro zamorano. A su manera, bien es verdad. Con una atmósfera de serenidad. Con una componente analítica de mucho mérito. Con sentido de los contrastes y de la concertación. Con precisión en la estructuración. Con una estimable poesía del sonido. Y todo ello con personalidad, sin inútiles imitaciones, jugando en el terreno que director y orquesta mejor dominan. La Sinfónica de Madrid respondió a la medida de sus posibilidades. No es la Filarmónica de Berlín, pongamos por caso, pero está muchos enteros por arriba de la Orquesta del Liceo de Barcelona. ¿Con quién comparamos? La dirección teatral acertó en lo fundamental y se perdió en los adornos. No es de recibo que Isolda muera para el público en vez de para Tristán, es irrelevante la llegada de la protagonista en el tercer acto, es un poco insustancial el movimiento del segundo acto o es frustrante la conclusión del primero con el coro entre bambalinas. Sin embargo, el mar tiene una carga de fascinación desde la fuerza de la proa del barco o desde las camas de un tercer acto poderoso y profundo. ¿Estética por encima de la ética? Quizás.

El reparto vocal es excelente. Meier es una cantante alemana que enamora. Pisa el escenario con convicción, transmite una carga emocional intensa. Dean Smith es un tenor lírico sutil, Pape derrocha convicción, Titus desprende energía y Fujimura aporta un concepto ritual muy atractivo. La representación, pese a sus limitaciones, posibilita un acercamiento muy estimable a la ópera. No es poco. El Real se puede sentir orgulloso de obtener estos resultados artísticos en un título tan complejo.

La obra está dirigida por Luis CobosVídeo: ATLAS
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