Columna

Solo dolor

Acababa de leer Los Hundidos, de Daniel Mendelsohn, una novela de búsqueda, pero también novela-reportaje, a la vez que novela familiar de componente autobiográfico. Daniel Mendelsohn, miembro de una familia judía, fascinado por los relatos familiares de su abuelo materno, percibe en ellos un vacío, algo que siempre se elude, referente a la parte de la familia que se quedó en Bolechow y que fue asesinada por los nazis. La novela es el relato-reportaje de la aventura del autor para tratar de llenar ese vacío familiar. ¿Quiénes fueron, en realidad, Schmiel Jäger, su mujer y sus cuatro hij...

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Acababa de leer Los Hundidos, de Daniel Mendelsohn, una novela de búsqueda, pero también novela-reportaje, a la vez que novela familiar de componente autobiográfico. Daniel Mendelsohn, miembro de una familia judía, fascinado por los relatos familiares de su abuelo materno, percibe en ellos un vacío, algo que siempre se elude, referente a la parte de la familia que se quedó en Bolechow y que fue asesinada por los nazis. La novela es el relato-reportaje de la aventura del autor para tratar de llenar ese vacío familiar. ¿Quiénes fueron, en realidad, Schmiel Jäger, su mujer y sus cuatro hijas, y cómo, dónde y cuándo fueron asesinados? De los 3.000 judíos que vivían en Bolechow cuando llegaron los alemanes, a los que habría que sumar otros tantos procedentes de localidades vecinas y que fueron concentrados allí, sólo sobrevivieron 48. La masacre de Bolechow, tan similar a otras del Holocausto, constituirá un fondo sobre y con el que se delinean las muertes a recuperar de esos familiares del autor, muertes específicas, con un sufrimiento propio que les pertenece de manera intransferible y que el autor nunca podrá hace suyo.

Nuestras declaraciones nos retratan y nada solucionan

Sin embargo, el conocimiento de quiénes eran, cómo eran, cuáles fueron sus últimos momentos o dónde los mataron, liberará a esas personas y su dolor de ese horror ominoso, inabarcable, tan lejano en su inmensidad a cualquier sentimiento que no sea el del espanto -despersonalizador como es éste- que suele provocar en nosotros el Holocausto, y nos lo acercará en su padecimiento humano, aunque el extremo último de ese dolor nos esté negado vivirlo. Nunca sabremos lo que padeció Ester Jäger en Belzec mientras la llevaban a la cámara de gas ni cómo actuó en esos momentos, pero la indagación de Daniel Mendelsohn sí nos permite compartir, com-padecer, acercarnos a un sufrimiento personal que está también más acá del espanto de lo inimaginable y de las cifras. Sabremos que a Ester y a una de sus hijas, junto a otros 2.500 judíos, se los llevaron durante la segunda Aktion de Bolechow, y sabremos también que Ester no fue a la cámara de gas en compañía de su hija adolescente, sino que tuvo que ver primero cómo asesinaban a ésta en la plaza misma del pueblo, y que fue sola a Belzec con ese dolor a cuestas y que murió sola. Por inabarcable que nos sea esa experiencia del dolor, todos esos detalles nos la aproximan y nos permiten percibir el abismo de esa soledad, aunque no podamos vivirla. Los detalles que Daniel Mendelsohn buscará y hallará, tras entrevistarse con testigos y supervivientes en Bolechow, Australia, Israel, Suecia o Dinamarca, redimen del horror deshumanizado a las víctimas y nos las hacen próximas, nuestro prójimo.

Había acabado, les decía, de leer Los Hundidos cuando murió asesinado por ETA en Capbreton el guardia civil Raúl Centeno y fue herido de extrema gravedad su compañero Fernando Trapero. Otro zarpazo más de dolor, específico, individual, intransferible, ante el que quizá sólo quepan el rechazo, la condolencia y la condena. Y la confianza en la justicia. Aunque habrá más reacciones que harán del dolor causado un punto más, una anécdota, de un relato que sólo lo necesitaba para reafirmar su dictado previo. En Los Hundidos, el conocimiento de la verdad recorre un camino tortuoso y sólo el azar o un último empeño de la voluntad enderezan a veces su rumbo. Testigos y supervivientes se contradicen, cuentan historias distintas, ceden a sus debilidades, eluden recordar, de forma que sus declaraciones terminan convirtiéndose en pequeños retratos de quienes las emiten. Nos ocurre lo mismo con nuestros asesinados, con nuestras víctimas, y nuestras declaraciones nos retratan. Nada solucionan y tampoco, pese a las apariencias, suelen ser testimonio de nuestra compasión. No voy a citar aquí las que se están haciendo estos días, algunas bien miserables. Diré que también yo he estado tentado de hablar de mi atentado, del efecto que me causó, del padecimiento que me procuró, en suma, de mi relato. Espero no haber caído en esa tentación de retratarme. Ante las dos nuevas víctimas de ETA sólo cabe pedir honor y piedad para ellas y sus familiares.

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