Tribuna:

El listo del pueblo

Hasta hace poco tiempo existía en los pueblos el tonto del pueblo y el listo del pueblo. El tonto del pueblo era un tipo cordial y sonriente cuyas únicas rarezas consistían en caminar siempre agachado, como Groucho Marx; en pegar saltos o grititos en momentos inoportunos, y en tirarse la pepsi por la cabeza cada vez que alguien hablaba de él en su presencia, como si quisiera imitar a Dylan Thomas, quien cuando alguien comentaba ante él sus poemas se dejaba caer al suelo en medio de convulsiones. El listo del pueblo era todo lo contrario: caminaba como si se hubiera tragado el palo de un...

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Hasta hace poco tiempo existía en los pueblos el tonto del pueblo y el listo del pueblo. El tonto del pueblo era un tipo cordial y sonriente cuyas únicas rarezas consistían en caminar siempre agachado, como Groucho Marx; en pegar saltos o grititos en momentos inoportunos, y en tirarse la pepsi por la cabeza cada vez que alguien hablaba de él en su presencia, como si quisiera imitar a Dylan Thomas, quien cuando alguien comentaba ante él sus poemas se dejaba caer al suelo en medio de convulsiones. El listo del pueblo era todo lo contrario: caminaba como si se hubiera tragado el palo de una escoba, exhibía en la boca una eterna mueca despectiva, consideraba la cordialidad como la forma más cobarde de la hipocresía o como un disfraz o un sucedáneo del miedo, y conseguía mediante recursos ridículos que todas las conversaciones girasen en torno a él. El tonto del pueblo gozaba de un prestigio nulo: no hablaba mal de nadie, quizá porque sabía que no era más que nadie, o porque sentía que no hay nada ni nadie tan malo que no contenga algo bueno; el listo del pueblo gozaba de un prestigio enorme, basado en una única virtud: la maledicencia. Todo esto ocurría antes, hoy es distinto: hoy el tonto del pueblo está encerrado en un sanatorio psiquiátrico, mientras que el listo del pueblo sigue suelto por ahí, en los periódicos, las radios, las televisiones, las universidades y los cócteles mundanos, elevado a la categoría de árbitro de la elegancia. El resultado es que vivimos la apoteosis de la maledicencia.

La culpa es nuestra. Auden afirma que lo único que puede perseguir un crítico al hablar mal de un libro es lucirse. Admitamos, sin embargo, que Auden exagera, y que alguna vez hay que hablar mal de un libro, o una película, o una persona, porque no siempre basta el silencio y porque hay gente a quien pagan por emitir juicios honestos sobre libros, películas o personas. Pero ¿qué decir de quienes sólo hablan mal de libros, películas o personas?, ¿qué decir de quienes, como dice Saint-Simon de madame d'Heudicourt, nunca hablan bien de nadie si no es "con unos peros abrumadores"?, ¿qué decir de esos periodistas que se ganan la vida poniendo verdes a los famosos; de esos críticos y columnistas que jamás han elogiado un libro o una película, a menos que sus autores estén muertos hace tiempo y su prestigio indiscutido revierta en el propio? Sólo una cosa: que viven en estado de lucimiento permanente, que son los listos del pueblo. La culpa del prestigio estúpido del que gozan es, repito, nuestra, o más bien de nuestra incorregible estupidez o de nuestra maldad incorregible, de la que el listo del pueblo extrae toda su fuerza. Cuando alguien habla bien de alguien, nuestra estúpida maldad sospecha de inmediato: quien elogia, elogia porque es tonto, o porque es amigo del elogiado, o porque pretende obtener algún beneficio elogiando; quien denigra, en cambio, nos parece el colmo insobornable de la inteligencia y la valentía, porque a nuestra estúpida maldad le satisface saber que todo es una mierda y todo el mundo una porquería, igual que le conviene olvidar que es mucho más arriesgado y valiente hablar bien que hablar mal de algo o de alguien: hablar bien de algo o alguien equivale a exponernos por ello, a invertir nuestro prestigio en ese algo o ese alguien, a ponernos por debajo del elogiado; hablar mal de algo o alguien equivale a incorporarnos sin riesgo y sin mérito al prestigio de aquello de lo que hablamos mal y de quienes han hablado bien de lo que nosotros hablamos mal, una cobardía agravada por el hecho de que no hay nada ni nadie de quien no se pueda hablar mal, porque no hay nada ni nadie tan bueno que no contenga algo malo: ¿qué sentido tiene, digamos, que un articulista que jamás comentó una obra teatral contemporánea invierta su artículo en destrozar con argumentos estúpidos o falaces una obra que todo el mundo ha elogiado y que ha gustado y sido premiada en todo el mundo? Sólo uno: demostrar que es el listo del pueblo y que es superior no sólo al imbécil que escribió y dirigió la obra, sino a todos los imbéciles a quienes gustó esa imbecilidad. Por supuesto, el listo del pueblo es susceptible hasta el delirio, porque, dado que no puede imaginar que alguien no sea un maledicente, piensa que nadie tiene otra cosa que hacer más que hablar mal de él; por supuesto, alguna vez el listo del pueblo habla bien de alguien, pero suele arrepentirse enseguida: una vez uno de estos individuos dijo maravillas de una película rara y minoritaria, pero en cuanto, por un azar feliz, la película minoritaria se convirtió en mayoritaria -sin dejar por ello de ser rara-, el individuo arremetió contra ella con la furia de un amante despechado.

La culpa es nuestra: todos seguimos aplaudiendo enfervorizados al listo del pueblo, como si su soberbia maledicente satisficiera a nuestra estúpida maldad, o como si todos lleváramos dentro al listo del pueblo. O quizá sólo se trata de un error: en realidad, el listo del pueblo era el tonto del pueblo y el tonto del pueblo era el listo del pueblo, y basta para arreglar el entuerto con sacar de inmediato del psiquiátrico al tonto del pueblo ?que en realidad era el listo del pueblo? y meter allí al listo del pueblo ?que en realidad era el tonto del pueblo?. Hay que ser tonto de remate para no haberlo entendido antes.

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