Columna

Democracia

En este Madrid perezoso para dejar entrar el verano, se ha alargado durante toda la semana la celebración de una primavera que comenzaba hace 30 años y que hoy es una realidad más que sana: la de nuestra democracia. Para un niño con la piel húmeda del norte, aquella palabra era todo un misterio equiparable al de la santísima trinidad. Sobre todo si vivía más o menos como la media de todos los españoles, en un entorno con la memoria rasgada y el fantasma de la guerra planeando sobre los recuerdos vivos de sus abuelos.

La democracia, que entonces para los agoreros de la tozuda España negr...

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En este Madrid perezoso para dejar entrar el verano, se ha alargado durante toda la semana la celebración de una primavera que comenzaba hace 30 años y que hoy es una realidad más que sana: la de nuestra democracia. Para un niño con la piel húmeda del norte, aquella palabra era todo un misterio equiparable al de la santísima trinidad. Sobre todo si vivía más o menos como la media de todos los españoles, en un entorno con la memoria rasgada y el fantasma de la guerra planeando sobre los recuerdos vivos de sus abuelos.

La democracia, que entonces para los agoreros de la tozuda España negra representaba una amenaza antes de que supieran ver cómo podían exprimirla a su capricho, se antojó pronto para la mayoría de la gente como un regalo que debían saber aprovechar: un gran mecano que podrían construir pieza a pieza, un fascinante juego de mesa cuyas reglas era preciso aprender cuanto antes y que ganaría quien acabara sabiendo convivir con el vecino.

Entonces, Madrid chapoteaba entre la tierra seca de sus genes manchegos y el ladrillo rojo del desarrollismo feroz

El curioso río de las colas puede resultar tan monótono como revelador. Hace 30 años, en el Madrid que esperaba turno a las puertas del futuro, la gente hacía colas interminables para votar. Aguardaban pacientes en ellas señoras con moño y en delantal, jóvenes con pantalones de campana y melenas mal lavadas, vejetes aturdidos, como deambulando en mitad de un sueño que unos malnacidos con pistolones les arruinaron 40 años atrás. El viernes pasado se formó otra enorme línea ordenada de gente durante todo el día para entrar en el Congreso de los Diputados. Observar ambas daba cuenta de cómo los españoles hemos sabido a conciencia disfrutar del regalo y del merecido homenaje que nos hicimos cuando bajó al infierno Paquito el chocolatero.

Por aquel entonces, Madrid chapoteaba entre la tierra seca de sus genes manchegos y el ladrillo rojo del entonces desarrollismo feroz que hoy se ha transfigurado en pelotazo, pero que viene a ser lo mismo. Aunque los Scalextric eran el colmo de la modernidad frente a los túneles, el Bernabéu presentaba un aspecto más chato, por el Calderón todavía no bajaba la M-30 y en Azca no se habían construido apenas los rascacielos más majestuosos. Aquel Madrid no podía casi ni imaginarse éste de hoy. El que hacía cola en las Cortes el viernes, un Madrid que ha ganado en colores, con inmigrantes orientales, latinos, africanos allí presentes; con jubilados que parecen todavía precavidos ante la extraña fragilidad de esta normalidad conseguida; jóvenes comprometidos con un futuro todavía mejor y niños de todas las edades que no están obligados a descifrar la palabra democracia como un misterio: para ellos es una realidad cristalina.

Todos entraron por las puertas del Parlamento, lo que es el mayor símbolo de la soberanía -otras dos palabras robadas entonces que fue preciso redefinir bromeando con policías y ujieres-. Éstos guardaban atentos los escáneres y las medidas de seguridad que hace 30 años no era preciso aplicar por esa ración extra de confianza en la gente que imperaba y que se daba por supuesta, no como ahora. Visitaban cada sala como un museo y saludaban, pedían autógrafos e incluso aplaudían a quienes se encontraban por los pasillos de tertulia en tertulia radiofónica. Sobre todo a quienes aun hoy sobreviven con la dulce cicatriz de aquel pasado más que glorioso, como el propio Santiago Carrillo, Martín Villa, Alfonso Guerra y la sombra de Adolfo Suárez que hizo justamente presente su hijo.

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También se dejaban ver famosos comentaristas, viñetistas y cronistas que sólo ejercieron en aquel periodo irrepetible de las Cortes Constituyentes, como Manuel Vicent. Éste desgranó ante los micrófonos de La ventana, en la SER, lo que fue la importancia de tumbar un sistema y cómo resultó igual de crucial acompañar la demolición de nuevos gestos entre los diputados que mostraran lo que era una convivencia civilizada: "La conversión del enemigo en adversario", decía Vicent.

Según él, Churchill lo definió perfectamente: "Adversario es quien tenemos delante; enemigo, el que viene por detrás". Treinta años después, esa política de los gestos y del compadreo sigue muy bien implantada. Pero, ¿qué ha quedado de aquellas ganas de arreglar los desajustes profundos que todavía nos estropean la convivencia? ¿Qué hay de ese frente común para enfrentarnos a la gravedad de algunas cosas? ¿Qué fue del consenso...? Vamos, pregunto...

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