Tribuna:

Radicales de salón

Hace un tiempo, este periódico planteó a dos intelectuales de izquierdas, Ignacio Sotelo y Francisco Fernández Buey, la siguiente pregunta: "¿Por qué los intelectuales de izquierdas se hacen de derechas?". Sean lo que sean a estas alturas la derecha y la izquierda ?sea lo que sea a estas alturas un intelectual?, lo cierto es que ahora mismo la pregunta no parece impertinente. Es verdad que en la década de los sesenta la pregunta pertinente hubiera sido más bien la contraria, pero al menos desde los años noventa la tendencia se ha invertido. Sotelo y Fernández Buey aducen explicaciones atendibl...

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Hace un tiempo, este periódico planteó a dos intelectuales de izquierdas, Ignacio Sotelo y Francisco Fernández Buey, la siguiente pregunta: "¿Por qué los intelectuales de izquierdas se hacen de derechas?". Sean lo que sean a estas alturas la derecha y la izquierda ?sea lo que sea a estas alturas un intelectual?, lo cierto es que ahora mismo la pregunta no parece impertinente. Es verdad que en la década de los sesenta la pregunta pertinente hubiera sido más bien la contraria, pero al menos desde los años noventa la tendencia se ha invertido. Sotelo y Fernández Buey aducen explicaciones atendibles del fenómeno; otros podrán proponer otras. Sobra decir, en cualquier caso, que no hay nada censurable en el hecho de cambiar de adscripción ideológica, no digamos de opinión: al fin y al cabo, las contradicciones son el mejor carburante de la inteligencia, y si la realidad cambia a diario, es natural que nuestras opiniones sobre la realidad cambien también, porque la coherencia sin razones es la garantía infalible de la fosilización mental. Lo anterior es ya casi un lugar común, pero cabe preguntarse si nuestra antigua e ingenua adoración de la coherencia no le estará concediendo ahora a la incoherencia un prestigio que no merece. Sea como sea, la pregunta que a mí me intriga de verdad no es la que planteó el periódico, sino otra a la vez muy parecida y muy distinta: "¿Por qué los intelectuales radicales de izquierdas se hacen intelectuales radicales de derechas?". No creo que haga falta dar nombres; en España abundan: antiguos militantes del GRAPO convertidos en apologetas del franquismo, antiguos militantes de ETA (o inmediaciones) convertidos en vehementes defensores de la unidad de España -que, como el arquitrabe de Jaime Gil, parece hallarse en peligro grave-, antiguos prosoviéticos desorejados convertidos en savonarolas de la derecha preconciliar. No sigo: lo que une a todos estos conversos no es sólo su deriva ideológica, sino sobre todo la furia ciega, histérica y justiciera con que denigran a quienes discrepan de ellos, y con que, digamos, no sólo atacan a ETA (o inmediaciones), sino a todo aquel que no coincida exactamente con su idea de cómo acabar con ETA, que es la misma furia con que antes denigraban a todo aquel que no comulgaba con ETA (o inmediaciones).

¿Quién es esta gente? ¿De dónde sale? ¿Por qué ac- túan como actúan? No lo sé. Dado que muchos nacieron a la vida intelectual en los años sesenta, es fácil imaginar que se pincharon el radicalismo en vena, y que ya no pueden vivir sin él: contagiados del virus totalitario, que simplifica gratamente la realidad, no han querido ni han sabido vacunarse contra él, porque hacerlo exige un esfuerzo y una humildad que no están a su alcance, y porque tampoco les conviene; al fin y al cabo, en el mundo intelectual, el radicalismo brilla mucho: es una forma de pureza idealista, y eso siempre vende bien, aunque casi nunca sea otra cosa que la máscara hipócrita de la corrupción y de la tontería. Pero la explicación no basta; para esto, como para casi todo, no basta una sola explicación. Algunas cosas, sin embargo, sí sabemos de ellos. Sabemos, por ejemplo, que no dudan nunca, y por eso la palabra "tal vez", que era la favorita de Montaigne, ha sido excluida de su vocabulario. Sabemos que ignoran la ironía, que propone una realidad poliédrica; no digamos -¡horresco referens!- la autoironía; no digamos el humor. No ignoran, en cambio, el sarcasmo, convertido en sucedáneo rencoroso y fanatizado de la ironía. Llaman a los matices enjuagues o componendas, e interpretan toda discrepancia razonada como una agresión personal. Gritan mucho. Son campeones del juicio de intención: les chifla el adjetivo cobarde, el adjetivo mentiroso, el adjetivo arribista, el sustantivo ladrón, aunque no parecen darse cuenta de que al usarlos se delatan, porque los defectos que con más ardor denunciamos en los demás suelen ser nuestros propios defectos. Nunca se les ocurre pensar que, si en el pasado se equivocaron -y las equivocaciones de algunos no fueron veniales-, quizá se están equivocando también en el presente. En realidad, no se equivocan nunca: ni se equivocaron en el pasado -la culpa fue de sus padres, que los engañaron-, ni se equivocan en el presente, y si, por error, confiesan sus errores no es para pedir disculpas, sino para arrojárnoslos a la cara, para que nosotros los purguemos por ellos. Lo suyo, en suma, no es vanidad, sino megalomanía, y en el fondo tampoco es cuestión de ideas: los que ahora y aquí hacen más ruido son de derechas, pero no se engañen, también los hay de izquierdas. No sé si hace falta que añada que, a diferencia del poeta, esta gente vive en guerra con todos y en paz consigo misma, hozando en la charca mefítica de la autosatisfacción. Todo esto, la verdad, los vuelve bastante fastidiosos; pero si no fuera porque sabemos que, dadas las circunstancias propicias, son la gente más peligrosa del mundo, no pasarían de ser unos pelmas con un cierto interés antropológico, y a ratos resultarían entretenidos. Sé que mucha gente les pediría que dejaran de dar la lata y se limitaran a exponer con educación sus ideas sin aspirar a que aplaudamos a rabiar sus bandazos, piruetas y monerías, pero no lo hacen porque saben que es pedir demasiado. Yo casi me conformaría con que no gritasen tanto.

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