Tribuna:

Las trampas de la primavera

El presentimiento del sol la despertó mucho antes de que reuniera las fuerzas suficientes para levantarse, y saltar de la cama, y subir la persiana. Sus ojos ya conocían la clase de mañana luminosa y limpia, crujiente y templada, que encontraron al otro lado del balcón, aquel cielo absolutamente azul, aquel aire absolutamente transparente, aquel regocijo de los colores recién nacidos, tan vivos, tan intensos de pronto como si hubieran salido de los lápices de un niño pequeño. La primavera, pensó, bueno, es normal, y se fue a desayunar.

Era la primavera, sí, pero no la auténtica, la verd...

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El presentimiento del sol la despertó mucho antes de que reuniera las fuerzas suficientes para levantarse, y saltar de la cama, y subir la persiana. Sus ojos ya conocían la clase de mañana luminosa y limpia, crujiente y templada, que encontraron al otro lado del balcón, aquel cielo absolutamente azul, aquel aire absolutamente transparente, aquel regocijo de los colores recién nacidos, tan vivos, tan intensos de pronto como si hubieran salido de los lápices de un niño pequeño. La primavera, pensó, bueno, es normal, y se fue a desayunar.

Era la primavera, sí, pero no la auténtica, la verdadera estación, sino uno de esos prodigiosos anticipos que se cuelan sin avisar entre los días de febrero y de marzo, después del frío pasado y antes del venidero, el milagro precario, caprichoso, imprevisible, que desmiente la automática monotonía de los calendarios. Porque el fenómeno que explota este sábado no tiene nada que ver con el cambio climático. Ella recuerda desde siempre mañanas como ésta, la alegría fugaz y concentrada de unos pocos días buenos, benditos en su benéfica locura y en la enloquecida benignidad que producen. Mientras llena la cafetera, recuerda también que la primera vez que sintió auténtica ansiedad, esa clase especial de placer que es agridulce y sedienta a la vez, mientras se besaba con un chico, fue en una mañana como ésta, tumbados los dos en el césped, en una ladera del parque del Oeste. Era un día lectivo, pero cualquiera va a clase con el día tan bueno que hace, dijo él, y ella estuvo de acuerdo. Desde entonces han pasado muchos, casi muchísimos años, y sin embargo, mientras espera a que el pan salga del tostador, este sol la devuelve a aquél, y el fervor pasado siembra un hormigueo traicionero y repentino debajo de su piel.

¡Qué tontería!, se dice, pero la luz, que no lo sabe, entra hasta el centro de la cocina, y la envuelve en una cápsula de calor invisible, instantáneo, tan confortable que de repente ya no sabe si es su piel o su memoria la que recuerda. ¡Qué tontería!, insiste, y sin embargo ya no es sólo aquella ladera de césped, sino muchos otros lugares, otros días y sobre todo otras noches, y ya no es sólo la locura del sol la que revive, sino sus propias locuras pasadas, hazañas turbias, feroces, de los años salvajes. ¡Qué tontería! Pero el tiempo opera extraños fenómenos, y si a los treinta años no podía recordar sin ruborizarse las barbaridades que había hecho a los veinte, ahora, a los cuarenta, las mira, en cambio, con simpatía y una benevolente nostalgia de su propia juventud, aquella avidez perpetua, la implacable determinación de beberse cada noche una vida entera, como si pudiera vampirizarse la felicidad.

Es el sol, se dice, este espejismo adorable de la primavera que hace florecer los olmos secos y los ánimos exhaustos. Y siente un deseo repentino de vivir como antes, con la irresponsabilidad, y la insensatez, y la precariedad de antes. Meterse en el baño como antes, por ejemplo, y dedicar tres o cuatro horas sólo a ponerse guapa, y vaciar luego el armario encima de la cama, y probárselo todo muy despacio, jugando a combinar formas y colores imposibles, hasta encontrarse con una imagen nueva y sorprendente de sí misma, como hacía antes. Luego perdería el tiempo hasta el atardecer y sólo entonces saldría a la calle, estudiaría su aspecto en los escaparates, se sentaría en una terraza a dejarse mirar. Tal vez no la miraría nadie, se dice a sí misma, sucumbiendo a un súbito acceso de realismo, pero eso sería lo de menos. Lo de más sería volver a los bares, evaluar el panorama de un vistazo, escoger un fragmento de la barra, hacerse amiga de este o de aquel camarero, y ligar, o ni siquiera, sólo coquetear un rato, por puro deporte o por hacer un poco el tonto...

La verdad es que estaría bien, se dice, y sonríe, mientras lava la taza y el plato para que el fregadero no rebose antes de tiempo. Y el sol le sigue guiñando un ojo mientras va a despertar a los niños, porque los mellizos tienen partido de baloncesto. Su marido se ha comprometido a ir con ellos, pero ella, a su vez, le ha prometido a la pequeña llevarla a la biblioteca, a escuchar a los cuentacuentos.

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