Análisis:LA LIDIA | Desde el otro lado del Atlántico

El regreso de la tragedia

Vuelve a los ruedos José Tomás, a casi cinco años de su intempestiva retirada; y los tomistas no sabemos muy bien si debemos sentir entusiasmo o temor. Quiero decir: sentimos a la vez las dos cosas. Entusiasmo porque lo recordamos, y temor porque de sobra sabemos que cuando un torero retirado vuelve -y todos vuelven- no siempre vuelve bien. Ha cambiado él, han cambiado los toros y los gustos del público. Puede haber "perdido el sitio", que es un eufemismo taurino para decir que ha perdido el valor. Así que no sabemos qué esperar.

Nos pasa, pues, exactamente lo mismo que nos pasaba hace ...

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Vuelve a los ruedos José Tomás, a casi cinco años de su intempestiva retirada; y los tomistas no sabemos muy bien si debemos sentir entusiasmo o temor. Quiero decir: sentimos a la vez las dos cosas. Entusiasmo porque lo recordamos, y temor porque de sobra sabemos que cuando un torero retirado vuelve -y todos vuelven- no siempre vuelve bien. Ha cambiado él, han cambiado los toros y los gustos del público. Puede haber "perdido el sitio", que es un eufemismo taurino para decir que ha perdido el valor. Así que no sabemos qué esperar.

Nos pasa, pues, exactamente lo mismo que nos pasaba hace cinco años, cuando veíamos en la plaza torear a José Tomás: no sabíamos qué esperar pues era entonces un torero que traía en el esportón, junto a los trastos de torear, la casi olvidada virtud taurina de provocar la emoción del escalofrío. Y digo taurina porque no existe en otras artes, que vemos después, en frío, cuando el peligro del triunfo o del fracaso ya ha pasado y sólo queda su huella congelada en la obra. Sólo el toreo pertenece únicamente al presente, irrepetible (o a esos sucedáneos emocionales del presente que son la memoria y la esperanza). En el toreo estoico y extático de José Tomás sentíamos el escalofrío del peligro a cada paso: a cada pase de su muleta ingrávida, a cada lance de su capote silencioso. Y cada nuevo cite era un milagro.

Porque se ponía siempre en el sitio en que los toros cogen al torero (y muchas veces lo cogieron a él, sin que pareciera importarle). Luis Miguel Dominguín, que dijo tantas cosas, decía que en una plaza de toros el sitio de la muerte es un pequeño círculo movedizo sobre la superficie de la arena, como el disco de luz que dibuja un reflector en las tablas de un teatro. Ahí se pone el actor protagonista de la tragedia. Ahí se ponía para torear José Tomás. Por eso su toreo, al margen de sus formas hieráticas y ceremoniosas, al margen de su técnica -asombrosa según los tomistas, inexistente y debida por completo al azar en opinión de los incrédulos-, era, como se dijo del de Manolete, un toreo trágico. La sociedad actual pretende ignorar u ocultar la tragedia: por eso dije antes que hoy está casi olvidada la virtud trágica por excelencia, que es la de saber provocar a la vez la admiración y el miedo. La conocen, claro está, todos los toreros, porque sobre ella descansa la verdad de su arte (y es por eso, digámoslo de pasada, que últimamente ha ganado terreno la noción ñoñamente correcta de que el toreo es un arte bárbaro); pero no son muchos los que la practican, y menos todavía los que lo hacen a menudo. Decía Antonio Ordóñez que para ser figura del toreo hay que estar dispuesto a morir cuatro veces por temporada. José Tomás, cuando toreaba, salía todas las tardes con la disposición indiferente de abandono al destino de no salir vivo del trance.

Habría podido decir siempre (y dijo alguna vez) lo mismo que dijo el jefe sioux Toro Sentado en la mañana de su propia muerte:

-Hoy es un buen día para morir.En el toreo estoico y extático de José Tomás sentíamos el escalofrío del peligro a cada paso

José Tomás, en la Feria de San Isidro de 2001.MARISA FLÓREZ
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