Columna

Armas de mujer

En los años treinta Victoria Ocampo era la gran dama de la cultura de Buenos Aires. Por su aristocrática mansión de San Isidro, pasaron los mayores talentos del momento llegados de todas partes del mundo para colaborar en la prestigiosa revista Sur que ella patrocinaba. El nombre de la publicación fue idea de Don José Ortega y Gasset y se decidió en una conversación por teléfono. Años después ambos se conocieron personalmente durante el exilio argentino de Ortega y el filósofo quedó tan fascinado por la fuerza de aquella mujer sofisticada con fular y gafas oscuras que conducía un Packar...

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En los años treinta Victoria Ocampo era la gran dama de la cultura de Buenos Aires. Por su aristocrática mansión de San Isidro, pasaron los mayores talentos del momento llegados de todas partes del mundo para colaborar en la prestigiosa revista Sur que ella patrocinaba. El nombre de la publicación fue idea de Don José Ortega y Gasset y se decidió en una conversación por teléfono. Años después ambos se conocieron personalmente durante el exilio argentino de Ortega y el filósofo quedó tan fascinado por la fuerza de aquella mujer sofisticada con fular y gafas oscuras que conducía un Packard por las calles del Plata, que una noche no pudo evitar la tentación de insinuarse. Pero ella fue implacable:

- Don José, yo le he invitado a usted como pensador. Para la cama ya tengo a un campeón de polo, le dijo.

En la revista Sur escribía habitualmente Jorge Luis Borges, que también profesaba una pasión incontrolada por las mujeres de carácter. En aquel momento estaba perdidamente enamorado de Estela Canto. Cuando consiguió reunir el valor suficiente para pedirle que se casara con él, ella le respondió:

- Mira Borges, yo soy una mujer que ha leído a Bernard Shaw, y por lo tanto, no va a haber boda si antes no nos acostamos.

A Borges le entró tal pavor que ahí se acabó el compromiso. Son muchos los grandes hombres que naufragan en las distancias cortas sobre todo si tienen enfrente a una mujer de una pieza. Cuenta Indro Montanelli que cuando la actriz Anita Ekberg llegó a Roma para rodar La Dolce Vita, lo primero que hizo fue invitar al director de la película a su habitación del hotel, pero Fellini no era un hombre de aquí te pillo, aquí te mato, y preso del terror escénico, no se le ocurrió mejor cosa para salir del paso que fingir un ataque de apendicitis. Lo hizo tan bien, que lo operaron de verdad.

La anécdota, aunque jugosa, no es del todo cierta porque Anita Ekberg nunca concedió sus favores al director, pero el propio Fellini en un alarde de vanidad masculina, dejó que se extendiera el bulo, pensando que alimentaría su leyenda de conquistador sin contar con que la actriz iba a vengarse con las mismas armas, poniendo en cuestión sus atributos.

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Según algunos estudios médicos, el rendimiento sexual de muchos varones ilustres es inversamente proporcional a la inteligencia de las mujeres que tienen enfrente. El mito del latin-lover descansa a menudo sobre supuestas hazañas cuyo repertorio se ha ido adaptando al cambio de los tiempos. Frente a esos alardes machistas siempre ha habido vampiresas de corazón opaco y mirada glacial que han convertido su ingenio en un arma de doble filo para aquellos incautos que creyeron que bastaba poseerlas para hacerlas suyas. Mujeres risueñas, provocadoras e insumisas, conscientes de que sólo la ironía permite librar con elegancia la batalla del sexo. Pero quizá ninguna lo hizo con la desfachatez de Mae West, aquella rubia descarada y sensual que acuñó sin saberlo la divisa del feminismo más radical: "Cuando soy buena, soy muy buena; pero cuando soy mala, soy mejor".

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