Crítica:PIANO | C. Zacharias

Nitidez deslumbrante

Las visitas de Zacharias se sienten como las de los amigos de toda la vida. La confianza previa que transmite es de tal grado que las incertidumbres están fuera de sitio y el espectador se sienta en su butaca con la convicción de que va a disfrutar. Toca o dirige lo que le gusta, y lo hace con una entrega y una claridad a la altura de su inquebrantable entusiasmo y su no menor curiosidad por la vida. Dicho de otra manera, a Zacharias lo que más le motiva es compartir la música que está haciendo. Y ello se traduce con nitidez en sus aproximaciones a los diferentes compositores, tan didácticas...

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Las visitas de Zacharias se sienten como las de los amigos de toda la vida. La confianza previa que transmite es de tal grado que las incertidumbres están fuera de sitio y el espectador se sienta en su butaca con la convicción de que va a disfrutar. Toca o dirige lo que le gusta, y lo hace con una entrega y una claridad a la altura de su inquebrantable entusiasmo y su no menor curiosidad por la vida. Dicho de otra manera, a Zacharias lo que más le motiva es compartir la música que está haciendo. Y ello se traduce con nitidez en sus aproximaciones a los diferentes compositores, tan didácticas por una parte como iluminadoras desde una sencillez que desemboca directamente en la sabiduría.

XI Ciclo de Grandes Intérpretes

Escenas de niños, de Schumann; Sonata número 4, de Beethoven, y Sonata número 22, de Schubert. Organizado por la Fundación Scherzo y patrocinado por EL PAÍS. Auditorio Nacional. Madrid, 21 de noviembre.

Schumann es uno de los pilares de Zacharias. Su acercamiento a las Escenas de niños tuvo delicadeza, exquisitez, transparencia, pero, por encima de ello, propició una visión del mundo desde el teclado. En cada sonido, en cada silencio, había detrás un valor añadido. El poeta hablaba desde la interpretación. La comprensión tan natural del compositor favorecía el sentimiento de cercanía. Un alarido de tos salvaje enturbió el final de la última escena y cortó el idilio.

Schubert es, en manos de Zacharias, una absoluta delicia. En particular el andantino de su sonata D959 alcanzó cotas de encantamiento difícilmente superables. La sonata entera fue una maravilla de ejecución, seguramente porque el pianista se encuentra especialmente a gusto en estos pentagramas del Schubert más maduro. El virtuosismo estuvo al servicio de la belleza y la hondura. El espectáculo estaba en la inteligencia del criterio interpretativo. Un Beethoven juvenil precedió a esta explosión de musicalidad bien entendida. Todo estuvo en su sitio, qué duda cabe, pero en el juego de las comparaciones quizá no llegó con el mismo magnetismo. O tal vez el hechizo de Schubert impide en esta ocasión hacer justicia al resto. Lo que está fuera de dudas es que el recital fue artísticamente inmenso.

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