Columna

Aviso

Los resultados del referendo ratificador del nuevo Estatuto catalán han venido a significar un serio aviso al proyecto de España plural, que constituye la gran narrativa justificadora de la acción del Gobierno. Así ha de interpretarse la baja participación electoral (muy inferior al mínimo establecido por la Unión Europea para el plebiscito de autodeterminación de Montenegro) y el decepcionante apoyo recibido por el sí, en comparación con el anterior Estatut al que viene a reformar el actual recién nacido. Pero también es verdad que decir esto podría sonar paradójico, pues...

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Los resultados del referendo ratificador del nuevo Estatuto catalán han venido a significar un serio aviso al proyecto de España plural, que constituye la gran narrativa justificadora de la acción del Gobierno. Así ha de interpretarse la baja participación electoral (muy inferior al mínimo establecido por la Unión Europea para el plebiscito de autodeterminación de Montenegro) y el decepcionante apoyo recibido por el sí, en comparación con el anterior Estatut al que viene a reformar el actual recién nacido. Pero también es verdad que decir esto podría sonar paradójico, pues por otra parte, si bien se mira, el principal beneficiario del plebiscito ha sido el propio presidente Zapatero, que ha salido del paso políticamente reforzado.

En efecto, como los socios catalanes que le prestan apoyo parlamentario han quedado moralmente desautorizados, esto ha hecho que la correlación de fuerzas que les vincula en una coalición implícita se haya desequilibrado en favor de Zapatero, que por comparación ha ganado mucho más peso y capacidad de liderazgo. De ahí que inmediatamente haya podido forzar la defenestración de un sonado Maragall (¡qué inmenso error cometió este hombre, arruinando su capital político con su fallida presidencia de la Generalitat!) para imponer a un miembro de su propio Gobierno como nuevo líder del PSC, predestinado a perder en su duelo con Artur Mas. Sin embargo, esta victoria táctica de Zapatero en el corto plazo podría resultar pírrica a la larga, si se convierte finalmente en el anuncio de una derrota estratégica de la tantas veces cacareada España plural.

Como se sabe, este rótulo designa el proyecto de profundizar en el desarrollo del Estado autonómico intensificando los niveles de autogobierno territorial, tal como quedó plasmado en el famoso cónclave de barones socialistas convocados por Zapatero en Santillana del Mar. Y de tal impulso habría de encargarse el socialismo catalán con Maragall a la cabeza, dispuesto a liderar la reforma de un nuevo Estatuto que sirviera de ejemplo a todos los demás. Pues bien, aquel espíritu de Santillana puede darse por disipado con la tibia aprobación del referendo catalán, que podría significar además un punto de inflexión en el desarrollo del proceso autonómico. El inicial entusiasmo que, desde la Constitución, pareció espolear la progresiva descentralización política, y que en un comienzo demostró contar con el beneplácito popular, podría estar empezando a desinflarse, a juzgar por el incipiente absentismo del electorado catalán.

Se me dirá que esto es así por el agónico parto con que ha nacido el nuevo Estatut, cuyo tortuoso embarazo desmoralizó a propios y extraños. Es posible, además, que si se hubiera plebiscitado el nonato proyecto del 30 de septiembre, que no era federal sino confederal, la participación electoral hubiera sido más alta (al igual que el voto negativo). Y también es probable que el futuro referendo andaluz, presentado como una puja para emular al catalán, vuelva a elevar el listón de la participación electoral. Pero en cualquier caso, lo cierto es que, con este evidente desapego popular, el desarrollo del proceso autonómico está entrando en una deriva preocupante.

Cataluña, que siempre había llevado la iniciativa, hoy parece desinflarse. Y las demás comunidades se debaten en una forzada emulación, tratando de no ser menos que los catalanes pero sin ningún fervor popular. Así, la España plural parece ser ahora mismo un proyecto que ya sólo interesa a las fragmentadas élites que se ocupan de gestionar las administraciones autonómicas, sin que el pueblo soberano se sienta verdaderamente concernido. Lo cual plantea dos dudas inquietantes. La primera es si merece la pena proseguir un desarrollo legislativo tan complejo sin que haya auténtica demanda ciudadana. Y la segunda es hacia dónde se encamina un proceso de desarrollo autonómico tan desordenado como errático, que cada vez se parece más a un viaje interminable que no conduce a ninguna parte.

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