Escribir lo escrito

Imagínese, lector de esta crítica, sentado ante un pupitre de color negro con una lamparita cuyo parpadeo le indica cuándo debe pasar las páginas de un libro que tiene delante. El libro contiene viejos textos, dibujos de Mirella Weingarten, partituras anotadas por el autor y está todo él atravesado por una línea negra. Sobre su cabeza, en un andamio, la orquesta y, frente a ella, también en lo alto, su director. No hay escenario porque el verdadero escenario es usted, que parece encontrarse en una biblioteca o en el scriptorium de un monasterio medieval, leyendo y reescribiendo lo escri...

Imagínese, lector de esta crítica, sentado ante un pupitre de color negro con una lamparita cuyo parpadeo le indica cuándo debe pasar las páginas de un libro que tiene delante. El libro contiene viejos textos, dibujos de Mirella Weingarten, partituras anotadas por el autor y está todo él atravesado por una línea negra. Sobre su cabeza, en un andamio, la orquesta y, frente a ella, también en lo alto, su director. No hay escenario porque el verdadero escenario es usted, que parece encontrarse en una biblioteca o en el scriptorium de un monasterio medieval, leyendo y reescribiendo lo escrito y la música que lo acompaña.

Eso es Gramma, eso son los Jardines de la escritura que sirven de subtítulo a esta ópera de cámara de José María Sánchez-Verdú (Algeciras, 1968) que se estrenaba el jueves en Múnich. Eso y, por encima de todo, una música que va creciendo en esos jardines, que surge de la célula mínima, del fragmento, sutil, elegante, finísima de trazo, sabia y emocionante. Cantantes -fabulosos la soprano Simone Stock y el recitador Tom Sol- y orquesta, bajo la dirección de Rüdiger Bohn, trabajaron impecablemente. El público, al final, puede llevarse a casa el libro que le ha servido de guía y la ópera grabada en un CD. Como la coproduce el Palau de les Arts de Valencia, es de suponer que vendrá pronto aquí esta obra mayor de la nueva música europea.