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La adolescencia de Laura González

Era una caja de cartón marrón perdida bajo una montaña de trastos, en la esquina que, desde que Junior tiene memoria, han escogido siempre los vecinos de este barrio para amontonar los trastos. Aquella noche, el Ayuntamiento se los iba a llevar gratis. Había carteles en todos los portales con el horario de recogida bien clarito, pero cuando él salió por la mañana, la caja ya estaba allí.

Cuando volvió del instituto, a media tarde, no logró verla. Había tantos trastos nuevos sobre los antiguos, que apenas se distinguía ninguno. Pero lo que sí vio Junior fue la silueta de su madre husmean...

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Era una caja de cartón marrón perdida bajo una montaña de trastos, en la esquina que, desde que Junior tiene memoria, han escogido siempre los vecinos de este barrio para amontonar los trastos. Aquella noche, el Ayuntamiento se los iba a llevar gratis. Había carteles en todos los portales con el horario de recogida bien clarito, pero cuando él salió por la mañana, la caja ya estaba allí.

Cuando volvió del instituto, a media tarde, no logró verla. Había tantos trastos nuevos sobre los antiguos, que apenas se distinguía ninguno. Pero lo que sí vio Junior fue la silueta de su madre husmeando. A ella siempre le había encantado recoger objetos desahuciados de la esquina de los trastos, y su hijo admiraba tanto su habilidad, la gracia con la que sabía devolverlos a la vida, que aquella tarde decidió ayudarla. Total, tenía pocos deberes. Así fue levantando, estudiando y seleccionando mesitas, estantes, adornos antiguos, hasta que se encontró con ella, aquella humilde caja de cartón marrón que aquella mañana ya había visto sin querer mirarla. Ahora tampoco le interesaba mucho, pero estaba abierta. A través del agujero de una solapa rota se veía la portada de un libro, Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, y la mitad de otra, Diccio… Espa…

"Seguía estando allí, en los libros y cuadernos, en las cartas y los discos"

Fue el diccionario, la curiosidad instantánea que le inspiró aquel título seccionado por una solapa bien cerrada. Español, ¿qué?, se dijo Junior, y arrastró aquella caja hasta un banco, se sentó con ella entre las piernas, la abrió del todo. Diccionario escolar Español-Latín. Enseguida leyó otra inscripción, un nombre escrito a boli, cada letra repasada muchas veces sobre la superficie irregular de los cantos bien apretados. Juanfran, decía. Cuando abrió el libro, vio aquel nombre escrito muchas otras veces, y en la primera página, arriba, con una letra redonda de niña modosita, otro nombre, Laura González, 5º B. Entonces se dio cuenta de que era un libro muy antiguo, el lomo destrozado, las páginas amarillentas, el pie de imprenta, 1974. Laura ama a Juanfran, Laura y Juanfran, Te quiero, Juanfran… En 1974, Laura González marcaba todos sus libros con la misma cuidadosa caligrafía. Le gustaba leer obras que Junior conocía, de Julio Verne, de Hermann Hesse, de Albert Camus, otras que le sonaban vagamente, como Rebeca o La feria de las vanidades, y otras de las que no había oído hablar jamás. La vida sale al encuentro, Edad prohibida, ¿y esto qué será…?

Pero en la caja no había sólo libros. Allí estaban también los cuadernos de Laura González -4º B, 5º B, 6º B-, donde Lucas había sucedido a Manolo, Manolo a Miguel, y Miguel al dichoso Juanfran. Y había también cartas, algunas con sobres de colores chillones, con dibujitos muy cursis, y muchas tarjetas de Navidad. Y algunos discos de vinilo, grandes y pequeños, con las tapas muy machacadas y títulos un poco raros, A Antonio Machado, poeta o Todo tiene su fin. Era como si Laura González, quienquiera que fuera, hubiera decidido cortar de golpe cualquier lazo que la uniera con su pasado remoto, su primer pasado adulto, la adolescencia que Junior estaba estrenando treinta años después. O como si se hubiera muerto, y su familia hubiera decidido desprenderse de todas las cosas que no necesitaba para recordarla. Y sin embargo, Laura González seguía estando allí, en aquellos nombres de chico, en aquellos libros y aquellos cuadernos, en las cartas y en los discos. Estaba allí igual que en cualquier otra parte, más quizá.

-¿Qué haces, Junior? -su madre levantó en el aire una lechera antigua, de hojalata, poco abollada, y una estantería muy pequeña, que parecía un especiero-. Vámonos a casa, anda…

En el fondo había un montón de fotos antiguas, y Junior las miró deprisa, observó la frecuencia con la que aparecía en ellas una chica delgada, morena, con el pelo cortado a capas y como doblado para atrás sobre sí mismo, muy raro, y volvió a ponerlas en el fondo de la caja. Después amontonó encima todo lo demás mientras sentía una tristeza profunda, inexplicable. La memoria de Laura González, adolescente hace treinta años, le dolía como en aquel momento presintió que le dolería su propia adolescencia abandonada, cuando hubieran pasado treinta años más. Tan pronto. Tan tarde. Tan pronto.

-¿Y eso? -su madre levantó mucho las cejas cuando le vio llegar con la caja en brazos.

-Me lo llevo -y antes de que ella le preguntara para qué, comprendió que no iba a ser capaz de decir la verdad, que le daba vergüenza dejar a Laura González tirada en la calle, rechazada, abandonada, expuesta a las miradas de otros-. Son libros. Algunos están muy bien, ¿sabes?

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