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Los propósitos de Marisa

Hoy, Marisa se ha despertado de buen humor. Como los sábados tiene que abrir la mercería igual que los lunes o los viernes, ella pertenece a esa restringida comunidad que aún disfruta de los domingos. Por eso, aunque lleva un buen rato despierta, todavía no se ha levantado de la cama. Va a seguir acostada hasta que le cruja la espalda. Ésa es la primera ceremonia del ritual.

La segunda consiste en desayunar mucho aunque no tenga hambre. Pero hoy, Marisa tiene hambre y se prepara un desayuno en dos tiempos, el escueto preámbulo de un café desnudo, primero, y después otro café, vestido co...

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Hoy, Marisa se ha despertado de buen humor. Como los sábados tiene que abrir la mercería igual que los lunes o los viernes, ella pertenece a esa restringida comunidad que aún disfruta de los domingos. Por eso, aunque lleva un buen rato despierta, todavía no se ha levantado de la cama. Va a seguir acostada hasta que le cruja la espalda. Ésa es la primera ceremonia del ritual.

La segunda consiste en desayunar mucho aunque no tenga hambre. Pero hoy, Marisa tiene hambre y se prepara un desayuno en dos tiempos, el escueto preámbulo de un café desnudo, primero, y después otro café, vestido con leche y abrigado con un par de huevos fritos con puntillas y unas gotas de vinagre por encima. Al contraste de la acidez del vinagre con la melosidad amarilla y suntuosa de la yema, sabor de los domingos de su infancia, se puede achacar quizá el acceso de ingenuidad que la impulsa a levantarse en pos de una libreta y un bolígrafo.

Debe de hacer años que no hago una lista, se dice, y sonríe para sí al hacerlo. Siempre le han gustado las listas, las clasificaciones, los resúmenes, las enumeraciones precisas, transcritas sin titubeos, sin tachaduras. Cuando iba al colegio, confeccionaba unos horarios preciosos, con rotuladores de colores, para pegarlos en las tapas de todos los cuadernos. Después, mientras hacía Magisterio, se especializó en la elaboración de unos cuadros sinópticos que, de puro perfectos, hasta la eximían de estudiar, tanto y tan bien se los preparaba. Esto es más o menos lo mismo, se advierte, mientras cerca el número uno con la exacta mitad de una circunferencia.

Dejar de fumar, escribe, y se queda con el bolígrafo suspendido a media altura. Tanto, añade, después de pensarlo un momento. Muy bien. Dos, no coger el ascensor. Subir y bajar escaleras es el ejercicio aeróbico más completo, todo el mundo lo sabe. Aprueba su decisión con la cabeza, enciende un cigarrillo sin darse cuenta, y afronta el número tres. Ponerme crema en la cara todas las noches. Fundamental, porque, como también sabe todo el mundo, la pereza es fatal para las arrugas. Cuatro, no pelearme con mis hermanos. Desde luego, más que nada porque no merece la pena, aunque el día de Reyes se partió de risa al ver la cara que se le quedó al mayor cuando le sugirió que entrara en Google, tecleara la palabra "miserable" y seleccionara la opción "Voy a tener suerte". Pero no hay que pelearse con los hermanos de una, y tampoco conviene gastar tanto. Por eso, el número cinco lo consagra al ahorro. Piensa en una cifra, le parece poco, la duplica, le parece demasiado, opta por la ambigüedad, ahorrar tanto como sea posible. Bueno, eso y nada es lo mismo, pero hoy se ha despertado de buen humor y no está dispuesta a perderlo tan pronto. Seis, anota a continuación, y se queda pensando. ¡Pues claro!, se reprocha enseguida, ¿cómo he podido olvidarlo? Seis, adelgazar cinco kilos. ¿Cinco? A lo mejor tendría que haber escrito siete, o hasta ocho, pero eso tiene fácil arreglo. Como mínimo, añade, y relee el último punto, seis, adelgazar cinco kilos como mínimo, eso sí que está bien. A partir de ahí coge carrerilla. Siete, ir más a menudo al cine, porque le encanta, pero nunca encuentra el día, y cuando por fin se hace un hueco ya han quitado la película que quiere ver. Ocho, hablar con la asistenta, que cada vez llega más tarde, limpia peor y se marcha antes, y todo porque sabe que ella no tiene carácter, que es incapaz de echarle la bronca que se anda buscando. Pero todo tiene un límite, piensa Marisa, y así no podemos seguir. Sin embargo, el nueve y el diez son puntos clásicos, los más débiles o los más fuertes de su vida. Por eso los escribe muy deprisa, casi sin pensar, y no sabe si le gusta o le disgusta leerlos. Nueve, Matías. No escribe nada más, no hace falta. El nombre de su eterno pretendiente, el único hombre que la persigue, el que nunca termina de convencerla, es suficiente. Diez, tener un hijo o no tenerlo. Eso tampoco necesita más precisiones, y todavía no ha terminado enero, todavía no va a cumplir cuarenta años, todavía está a tiempo de estar a tiempo, el plazo no es muy largo, pero es un plazo, todavía.

Hoy, Marisa está de buen humor. De tan buen humor, que cuando va a buscar una chincheta y encuentra en el fondo de un cajón una lista titulada 2005, y cuyo primer punto es no fumar tanto, la rompe en cuatro trozos, la tira a la papelera, la reemplaza con la que acaba de escribir, cierra el cajón y se echa a reír.

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