Reportaje:2005 HISTORIA DEL AÑO

El viaje de Cyrille

No tiene papeles ni trabajo ni casa. EPS convivió con él y su grupo de cameruneses en el monte marroquí del Gurugú hace un año y su historia se publicó en un reportaje sobre su asalto a la valla de Melilla. Cyrille logró su objetivo: saltar a Europa. Ahora los hemos encontrado en Madrid.

Fue como una aparición. Un grupo de africanos ayudaba, al caer la noche, a aparcar los coches en la cuesta de la Vega, a espaldas de la catedral de la Almudena. Buscábamos a alguno de ellos que hubiera cruzado en los últimos meses la valla de Ceuta o Melilla para poder preguntarle y contar luego cómo le ha ido, cómo le va, cómo vive en este su primer fin de año en España. Y allí estaba el mismísimo Cyrille, el joven camerunés que EPS había retratado meses atrás en el monte marroquí del Gurugú al otro lado de esa barrera cada día más infranqueable que separa Europa de África. En ese instante, C...

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Fue como una aparición. Un grupo de africanos ayudaba, al caer la noche, a aparcar los coches en la cuesta de la Vega, a espaldas de la catedral de la Almudena. Buscábamos a alguno de ellos que hubiera cruzado en los últimos meses la valla de Ceuta o Melilla para poder preguntarle y contar luego cómo le ha ido, cómo le va, cómo vive en este su primer fin de año en España. Y allí estaba el mismísimo Cyrille, el joven camerunés que EPS había retratado meses atrás en el monte marroquí del Gurugú al otro lado de esa barrera cada día más infranqueable que separa Europa de África. En ese instante, Cyrille -físicamente uno más entre el grupo de los subsaharianos allí presentes: de ojos grandes, piel brillante; de porte elegante, vistiendo ropas usadas y una chaqueta de plumas que se ve extraña sobre hombros poco acostumbrados al abrigo- se convirtió en la encarnación de todos esos africanos que abandonan un día su ciudad, dejan atrás familia y amigos, se juegan la vida cruzando países y desiertos durante meses, se agazapan luego en un punto fronterizo y esperan el momento de pasar al otro lado.

"Sabemos que parte de nuestro problema está en nuestros países. A nuestros Gobiernos corruptos no les interesamos"
"Están condenados a estar en la calle, en los parques, a deambular. Son negros y no se les trata igual que a otros"

Trece mil intentos de cruzar la valla en Melilla y Ceuta se produjeron en 2005; una veintena de asaltos masivos. El fotógrafo Francis Tsang convivió con un grupo de cameruneses en el Gurugú hace 12 meses. Con ellos se encontraba Cyrille. Las imágenes en blanco y negro mostraban sus condiciones: en campamentos improvisados, escondidos entre los bosques, en medio de un paisaje miserable donde lo único para comer eran los restos de un vertedero cercano. Su historia se publicó en estas mismas páginas el 23 de octubre pasado.

Al encontrarle allí, de repente, en Madrid, al fotógrafo le dio un vuelco el corazón. Estaba vivo. Estaba bien. Había conseguido su objetivo tras dos años de viaje: saltar y pasar. Y como él, muchos de los subsaharianos que le acompañaron el 28 de agosto de 2005 cuando al atardecer 300 personas intentaron al unísono poner sus pies en España. Los ataques a la valla fueron constantes hasta primeros de octubre. Llegaría el Ejército a reforzar temporalmente la frontera. Marruecos deportó a muchos subsaharianos al desierto. Unos 1.700 se concentraban a final de verano en el Centro de Estancia Temporal de Extranjeros (CETI) de Melilla, que, pensado para 500, hubo de ampliar su capacidad.

La búsqueda había comenzado siguiendo el rastro de los subsaharianos por las calles de Madrid. "Hay muchos, pero ninguno recién llegado", nos decían una y otra vez. Quizá los que cruzaron en verano se encuentren aún en los CETI. En diciembre permanecen allí 1.043, según la delegación de Gobierno. Quizá ya no. Porque unos mil en los últimos meses han sido trasladados a la Península. Nadie tiene cifras de cuántos subsaharianos podría haber en la capital. "Y cualquiera que den, será errónea", aseguran en Extranjería. "Porque las vías de entrada son variadas, no sólo Marruecos o las costas canarias, muchos pasan por Francia".

Quizá los que buscamos se encuentren en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE, hay 10 en España) de Aluche, con 300 plazas, el mayor de la Península, inaugurado en 2002 en lo que fue hospital penitenciario de la cárcel de Carabanchel. Entrar ilegalmente en un país no es delito penal, sino falta administrativa; hay una detención judicial y un plazo: 40 días como máximo, aclaran. Así, del internamiento salen con un papel oficial como el que luego enseña uno de los cameruneses: "A 8 de noviembre de 2005 (…) por la comisaría de Melilla se ha solicitado el cese de internamiento y libertad del extranjero (…) hacer efectiva la expulsión acordada en vía administrativa… ". Se les dice algo así como "márchese usted señor...". Sí, ¿pero cómo hacerlo si ni a tu país le interesas? Se les expulsa… a la calle. "Y se empuja a los africanos a nutrir la bolsa de pobreza y marginación, sin más alternativa", asegura el padre Antonio, el alma de Karibu (Bienvenida, en suahili), una asociación que se ocupa de ellos desde hace tres lustros y que es punto de encuentro fundamental para ellos en Madrid. "Para las autoridades, los africanos son inmigrantes de tercera o cuarta categoría", sigue. "Y ni siquiera los que ya llevan tiempo aquí se pudieron beneficiar de la última regularización porque las condiciones que se exigen, los documentos, son muy difíciles de conseguir en sus países. Y eso aquí nadie lo entiende".

Así, en octubre de 2005, subsaharianos con tarjeta de residencia en toda España eran unos 100.000 (de 2,5 millones de extranjeros). Y en Madrid, en julio de 2005, había 513.194 extranjeros; de todos ellos, 43.724 africanos, y de éstos, 537 de Camerún, el país de Cyrille. Pero asegura el padre Antonio que no, que no hay aluvión africano, que esa es una conclusión equivocada propiciada por el exceso de foco de los medios de comunicación. En Karibu suelen atender a "unos tres mil nuevos inscritos cada año". "La inmigración africana existe desde hace tiempo, es silenciosa y procede de países cambiantes; hace dos años eran etíopes o somalíes; luego, de Sierra Leona o Nigeria, y ahora, de Camerún o Malí. Su llegada no es verdad que sea masiva: en un día por Barajas entran más latinoamericanos que subsaharianos en semanas por las fronteras marroquíes", dice. Pero se les ve más porque "están condenados a permanecer en la calle, a sentarse en los parques, a deambular de aquí para allá. Son negros y no se les trata igual que a otros extranjeros, ellos no son tontos y lo notan, lo saben", afirma.

Así, basta pasarse por el distrito de Centro para verlos. Bastará acompañar luego a Cyrille y a los suyos para descubrir su paisaje cotidiano en Madrid. Son todos jóvenes y corpulentos. De lejos, de aspecto fiero; de cerca, tan amigables como cualquiera. Deambulan por Lavapiés; se agolpan en los locutorios o en los bares para ver el fútbol (los camerunenses son fanáticos; todos juegan, por eso les preocupa mucho el calzado); se protegen del frío en el metro, el medio de transporte que mejor conocen. Surgen de la boca de la estación de Lavapiés constantemente: gente de color que se mueve más o menos rápida, quizá según tengan o no un lugar adonde ir, un trabajo o nada. Basta acercarse a Tetuán, donde se arremolinan al calor de la oficina de Cruz Roja en Juan Montalvo, con sus ventanillas siempre abarrotadas y los carteles en tres idiomas, o al comedor de las monjas terciarias capuchinas que ellos llaman "Mamá África"; a las oficinas de organizaciones como Karibu, a las que acuden para obtener ropa, alimentos, medicinas; a recoger correo o hasta papel higiénico… Grupos de africanos de grandes ojos que miran a los transeúntes en silencio; individuos que cuentan gratamente su historia si se les pregunta, pero a los que casi nadie pregunta.

Duermen al raso en el parque de la avenida de Pablo Iglesias, detrás del Canal de Isabel II, informó alguien. Y sí. Allí se cobijan muchos de los de largo recorrido. "Cuando llegan son gente digna, quieren trabajar, están ilusionados y poco a poco se van desesperando", advirtió el padre Antonio. Allí se acuesta cada noche Tomas Ofori, de Ghana, que tiene 40 años, el cuerpo poderoso, las manos resecas, cinco años vagando por Europa. "Ya no quiero ni trabajar ni nada, me han explotado en la construcción, recogiendo chatarra… No tengo nada. Sólo quiero regresar a mi país", dice mientras despliega una caja de cartón de un frigorífico. "Mi cama", presenta. Dos nigerianos se acurrucan allí, un maliense allá, otro de Guinea-Conakry más acá. Es sábado noche, algunos españoles con litrona se sientan al lado, ríen indiferentes, mientras los enseres de los subsaharianos aparecen desperdigados entre los arbustos como los restos de una hecatombe. "Aquí nunca nadie roba nada", afirma Tomas. "Nosotros no echamos la culpa a nadie, no a los españoles. Sabemos que gran parte del problema está en nuestros países", asegura Carlos, 38 años, de Burkina Faso. "A nuestros Gobiernos corruptos no le interesamos". Un bloque de pisos se levanta al lado; las terrazas, con vistas al parque.

Se corre la voz de que hay recién llegados. Se cobijan bajo el viaducto en la Almudena o en un albergue, El Don de María, que les ofrece camastro y manta, y en cuyo jardín cuelgan a secar sus ropas de colores. El edificio abre y cierra cuando llegan los voluntarios y el padre que organiza el rezo. Rezan mucho muchos africanos. También los camerunenses, que se autodenominan los "leones"; católicos, casi el 50% de sus 15 millones de habitantes; una media de edad de 18 años, una esperanza de vida de 48, un PIB per cápita de 1.900 dólares (en España es de 23.300).

Y es entonces cuando aparece Cyrille. El fotógrafo, Francis Tsang, le bombardea a preguntas: "¿Estás bien? ¿Estás vivo? ¿Y los demás? ¿Cómo lo hicisteis? ¿Dónde habéis estado hasta ahora?". Él bebe un zumo de naranja (la mayoría de ellos no prueba el alcohol) y calla. Cuando Tsang le retrató en el Gurugú, Cyrille aseguró que tenía 13 años; ahora dice que mintió, que tiene 16, pero no puede demostrarlo porque no tiene pasaporte, y para tramitarlo y enviarlo, su familia necesita dinero. Nadie sabe si ahora dice la verdad. "La policía no me cree", asegura él. "Ser menor implica protección especial. Así, cuando se presenta un caso se inicia un protocolo muy largo en el que se realizan distintas pruebas e intervienen diversas instituciones y las consejerías de protección de menores de las comunidades", aseguran en la Secretaría de Estado de Inmigración. Oficialmente, Cyrille está en la calle por ser mayor. En la Dirección General de Policía explican que se realiza un informe forense cuando hay dudas razonables sobre la edad. "Por el aspecto físico, sí, se sabe… Te puedes equivocar, claro, pero ellos siempre van a buscar una fórmula para intentar conseguir los papeles". "¿Y quién no haría lo mismo estando en su situación?", se pregunta el padre Antonio. "Y ante la duda… de lo que se trata es que no haya nadie en la calle, y mucho menos, menores".

Pausado y tranquilo, sin desabrocharse ni un segundo el plumas (les pasa a todos, sufren mucho con el frío), Cyrille comienza a contar. "Cruzamos muchos aquel 28 de agosto…". ¿Y los demás, dónde se encuentran? "Por aquí", señala hacia los arcos del viaducto. Un hilo para tirar y tirar… Y van apareciendo todos: Inocent Kakengue, Segnie Henve, Guy Tseffo, Alfonse Tonga, Jean Paul Ngue, Louarté, Tierry, Isaac… Allí están, caminando, sentados, mirando a las parejas pasear en día festivo a sus niños y sus perros ("Qué mundo tan raro", suspira Alfonse), ayudando a aparcar los coches ("El primero que toca el automóvil es el que cobra"). "Los pastores marroquíes nos avisaron de que la policía venía a detenernos, a devolvernos al desierto. Y decidimos saltar al día siguiente, a la tarde, porque la Guardia Civil esperaba que lo intentáramos por la noche. Los jefes nos indicaban en qué lugar de la valla debíamos colocarnos cada uno…", cuentan unos y otros. Louarté enseña las cicatrices de su rostro; Segnie, las de la cabeza; Inocent se queja de la espalda: "Los guardias nos pinchaban con pértigas cuando estábamos en lo alto; caí de tres metros de altura". Se produjeron víctimas aquel día (fueron siete los fallecidos a lo largo del verano): murió uno de sus compatriotas, Joseph Abunau, de 17 años, y hubo heridos, entre los que querían cruzar y entre la Guardia Civil que intentaba impedirlo con métodos antidisturbios.

Todos comentan el destino de otros compañeros: "Monsieur Bruno, detenido en Rabat; Asimba pasó en mayo; Emanuel y Jackson, también…". Lo saben todo gracias a los teléfonos móviles. Luego llegan las impresiones sobre España: "Estamos aquí y no era lo que imaginábamos". "Estamos aquí y no pasamos hambre; los españoles se preocupan de nosotros". "Estamos aquí y algunos vienen a retratar cómo vivimos, como si fuéramos animales…", desconfía Isaac, un hombre descomunal como corresponde a ese jugador de rugby que dice ser. "Salgo cada día a la calle, doy vueltas y vueltas, busco aquí y allá papeles, papeles, trabajo, trabajo…, pero nada", asegura frustrado. Reconoce, eso sí, que los peores momentos de su existencia, "sin duda", los vivió en el Gurugú. Así fue para todos.

Inocent, sin embargo, es de los que agradece lo poco que tiene. Nacido en Boufassam, de 21 años, su nombre hace honor a su aspecto. Es religioso, de sonrisa abierta y mirada limpia. Vio morir de sed a dos compañeros de travesía: 21 personas hacinadas en un jeep cruzaron el desierto de Níger durante dos semanas sin agua ni comida. "Allí veías al ganado comerse hasta los papeles… Ellos dos no lo resistieron. Hay que tener mucha fe, ser muy fuerte moralmente para aguantar", dice. Y añade que se negaría a que uno de sus nueve hermanos realizase su mismo viaje. "Si viene será en avión". Estudió formación profesional y trabajó descargando arena para hacerse con el dinero necesario y partir: 300 euros para su gran aventura, que comenzó, nunca lo olvidará, el 27 de mayo de 2004. "Ese día sentí pavor, dudé: ¿dónde voy a dormir, a comer…?". Lleva consigo, en una mochila azul raída, todo lo que tiene: hojas con números de teléfonos de los parientes y amigos que dejó atrás, de los que le ayudaron ("los árabes, la gente de la calle marroquí se portó muy bien con nosotros"), fotografías en las que se le ve trabajar y sonreír; mapas de África en los que marcó la ruta: de Douala a Kano (Nigeria), de Sokoto a Maradi y Tahoua (Níger); de Arlit, a Tamanraset e I-n-Salah (Argelia)… Y luego, ocho meses en el Gurugú.

Un recorrido similar -salpicado de esfuerzo, de mafias y detenciones que les devolvían muchos kilómetros atrás- han vivido también Cyrille, Louarté, Alfonse, Jean Paul. Todos cuentan sus miedos, nostalgias y sueños. Los de Louarté, de 21 años: "Soy un deportista impenitente, jugaba en Camerún en un equipo de fútbol de primera división, los Panthere de Baganpté; quiero irme a San Sebastián, donde tengo un hermano, y sueño con traer aquí algún día a mi novia, que se llama Alfonsine Dianne y tiene 18 años. ¿Puedo llamarla desde tu teléfono?", pregunta. "Claro…". "Bon soir, cheri", le grita emocionado. Y luego informa: "Me dice que me va a esperar".

Los deseos de Cyrille: "Estuvimos hasta finales de septiembre en el CETI y luego nos trajeron en un cargo militar a Madrid. Éramos 55 personas, pasamos 38 días en Aluche. Temíamos que un día nos durmieran y al despertar estar de nuevo en Camerún, repatriados", cuenta. Él procede de Douala, el mayor puerto del país; de familia muy pobre, sin padre, no pudo estudiar y se marchó un día en silencio para que su madre, Juditte, no se enterara; para retrasarle todo lo posible el dolor, el miedo a que su hijo varón se perdiera para siempre. Ahora, Cyrille sólo quiere recuperar su pasaporte y jugar al fútbol para emular a su ídolo, Samuel Eto'o. "Soy bueno", dice.

Los de Jean Paul, de 25 años, alto, elegante, con una cadena al cuello que le dio su padre: "Necesito que alguien me cuente cómo funciona España; quedarme aquí, saber moverme; no necesito dinero, no pasamos hambre; sólo quiero consejo, amigos…". Los de Alfonse, 20 años, rollizo, poderoso: "¿Sabes de algún sitio donde pudiera ganarme la vida? Yo era boxeador".

Los subsaharianos permanecen agrupados por nacionalidades, por zonas, por ocupaciones (los coches, el top manta, la agricultura…). Para autoprotegerse. Son como una familia. Hablar con uno es hacerlo con todos. Tienen sus guías espirituales. Y eso es lo que fue en el Gurugú marroquí, Emanuel Hyiki, de 31 años: "Hubo un momento en que la gente se venía abajo, necesitaba una inyección de moral". Emanuel lleva ya ocho meses en Madrid y trabaja recogiendo escombros. "Tenemos esperanza, hay que mantenerla", dice, mientras Jackson Foko, de 20 años, que le acompaña, asiente.

Quienes no parecen perderla nunca son algunos de los miembros de las ONG que los atienden. Cuando llegan de los CETI a la capital, a los subsaharianos los trasladan a las oficinas de las organizaciones de referencia, que suelen trabajar en red. Allí les entrevistan y orientan, les consiguen tarjeta sanitaria, información jurídica… "Se ponen en marcha servicios de protección humanitaria, pero también se brinda atención individual, alfabetización…", dicen en Karibu. "Se intenta que aprendan a moverse solos, que se involucren e integren", afirman en la Cruz Roja. Les suministran direcciones en Madrid donde comer, ducharse, ser atendidos en caso de enfermedad, dormir…

Y esta gente de las ONG (Karibu, CEAR, Cruz Roja, Médicos del Mundo), de unas y otras, de las laicas y de las religiosas, es gente entregada. "La fuerza de todo esto está en los voluntarios", concluye el padre Antonio. Gente como Yonaida, de Intercultura, que entrevistaba en el CETI de Melilla a los recién llegados y sigue su vida de cerca: "Son, a veces, tan tiernos, nada maleados…". Personas que les escuchan, que se patean las calles para convencer a los más jóvenes de la necesidad de aprender español. Religiosas, como Socorro, que los coloca enérgicamente en la cola para que haya sitio para alimentarlos a todos. Jubilados españoles que les buscan ropa y calzado, y trabajadores de su propio continente, como el zaireño Musenge, desde 1999 en la Cruz Roja, que siente sus pésimas condiciones.

Musenge se encarga del albergue de Simancas, 120 personas, el 60% subsaharianos. Y de allí, y del de la Casa de Campo, del Don de María, de los pisos compartidos… de todos esos lugares van saliendo los subsaharianos cada día, uno a uno, muy temprano. Los más afortunados, para trabajar; los menos, para deambular, para mirar cómo viven otros; para esperar.

El Protagonista. Procede de Douala, en Camerún. Se marchó de su casa sin decir nada, para aliviar el dolor de su madre. En la foto, en el Gurugú hace un año.FRANCIS TSANG

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