ESCALERA INTERIOR

Carmela y el mal

Aquella tarde, a Carmen le dolían los pies. Ése no es un estado infrecuente en ella, dependienta en una perfumería de esas que presumen de que sus productos no han sido testados en animales, pero no dicen en ninguna etiqueta que su personal tiene prohibido sentarse durante su jornada laboral. Por eso no es infrecuente que a Carmen le duelan los pies. Tampoco extraño que los animales le inspiren poca simpatía. Alguna más que la multinacional de infinitas mangas que siempre tiene una carta escondida para no hacerla fija de momento, eso sí, pero poca en todo caso. Y además, y sobre todo, aquella ...

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Aquella tarde, a Carmen le dolían los pies. Ése no es un estado infrecuente en ella, dependienta en una perfumería de esas que presumen de que sus productos no han sido testados en animales, pero no dicen en ninguna etiqueta que su personal tiene prohibido sentarse durante su jornada laboral. Por eso no es infrecuente que a Carmen le duelan los pies. Tampoco extraño que los animales le inspiren poca simpatía. Alguna más que la multinacional de infinitas mangas que siempre tiene una carta escondida para no hacerla fija de momento, eso sí, pero poca en todo caso. Y además, y sobre todo, aquella tarde le dolían los pies.

Por eso, cuando su hija Carmela, radiante en su fiesta de cumpleaños, se acercó a la mesa donde su pobre madre aguantaba el doble tormento de los zapatos nuevos y la merienda en local con piscina de bolas, llevando entre las manos una especie de barreño sonrosado, adornado con una palmerita de plástico, su ánimo osciló como un péndulo sin suerte entre la indignación y el desaliento.

"La maldad absoluta, gratuita, acaba de irrumpir en su experiencia del mundo "

-¡Mira, mamá! Santi me ha regalado una tortuga…

"Esto es lo que me faltaba", pensó Carmen, pero al llegar a casa, su marido fue mucho más lejos.

-¡Ni hablar! -y tal y como volvía del taller, con el mono sucio, lleno de grasa, Chema parecía una encarnación del demonio-. Ya la estás regalando. O la tiras en una charca, lo que sea… Os lo he dicho un montón de veces. No quiero animales en casa.

-¡Pero si no es un animal, papá! -Carmela le miraba, le imploraba con dos lágrimas gordas y temblorosas al borde de los ojos-. Es Carlota.

Y como era Carlota, se quedó. Y los primeros días, Carmela fue una niña pegada a un tortuguero, porque no paró de moverlo de sitio hasta que encontró un rincón ventilado y cálido, donde la tortuga podía tomar el sol sin que el agua se evaporara. Entonces, Carlota aún era un montoncito verdoso rematado por cinco minúsculos apéndices, que nadaba como una loca desorientada y ni siquiera sabía subir por la rampa.

-Es mona, pero muy aburrida -sentenció Jose, el hermano mayor-. Para esto, sería mucho mejor tener un perro.

Pero era Carlota, y estaba ahí, y ya que estaba, había que cambiarle el agua y darle de comer. Por eso, Carmen asumió esa responsabilidad entre otras tan mecánicas y cotidianas como hacer el desayuno, y mientras el café subía y el tostador saltaba, se acostumbró a cogerla, a dejarla corretear un rato por el suelo, a ponerle agua limpia y comida suficiente. Y Carlota creció, su caparazón se hizo más duro, más oscuro; sus movimientos, más reposados y precisos. Aprendió a sujetar la comida con una pata para tragarla despacio, y a levantar la cabeza con los ojos muy abiertos cuando alguien la miraba. Así llegó el verano, y compraron una jaula para llevársela de vacaciones, y a la tortuga le sentó bien el viaje, y Chema se aficionó a ocuparse de ella también por las noches.

-¡Mirad! -exclamó a mitad de agosto-. Ha aprendido a comer de mi mano, es increíble…

Por eso, lo que acaba de pasar le ha afectado a él más que a nadie. Cuando entró en la cocina y vio a Carlota fuera del agua, con las patas muy estiradas y la cabeza baja, como muerta en medio de un líquido maloliente, no supo decidirse entre la furia y la tristeza. Carmen dictaminó que alguien había vertido en el tortuguero café y ketchup, y después sintió un hueco enorme en el estómago. Jose se echó a llorar, porque el culpable debía contarse entre sus amigos del cole, que aquella misma tarde habían entrado en la casa en tropel, para merendar después de jugar al fútbol. Pero no hubo llanto como el de Carmela, que se sentó en la mesa de la cocina y escondió la cabeza entre los brazos para llorar a solas, y no consintió en levantarse de allí ni siquiera para cenar.

Esta noche, todos han dormido mal. Los adultos, asustados, estremecidos por la crueldad insensible de un niño de diez años, incapaz de respetar la felicidad simple y pacífica de un animal pequeño, tranquilo, inerme, inofensivo. Si hubiera sido un perro, piensa Jose, con el radical sentido de la justicia propio de su edad, o un gato que les hubiera dado un buen arañazo, pero la pobre Carlota, que no puede defenderse… Carmela ni siquiera puede pensar. Sólo tiene siete años, y el mal, la maldad absoluta, gratuita, que no tiene otro fin, otro objeto que hacer daño, acaba de irrumpir en su experiencia del mundo.

Mientras tanto, Carlota baja por la rampa, alarga una de sus patas, toca el agua, comprueba que está limpia, que es dulce, bebe un poco, y se encierra en su caparazón antes de quedarse dormida como todas las noches.

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