Columna

La conciencia de Júnior

Y de qué sirve adelgazar, si uno no tiene dinero para invitar a una chica a los coches de choque? Júnior, que piensa tanto como antes a pesar de que la afortunada combinación de un estirón y una dieta le han deparado un verano prometedor, lleva varios días meditando acerca de esta cuestión. Se llama Pascual Martín Martínez, sí, y eso no tiene remedio, pero en la playa hay un montón de niños más gordos que él, bueno, de niños no, se corrige, de tíos, porque él ya es un tío, ¿o no? Acaba de cumplir catorce años, y además, con los vaqueros que su madre le ha comprado en el mercadillo, si se deja ...

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Y de qué sirve adelgazar, si uno no tiene dinero para invitar a una chica a los coches de choque? Júnior, que piensa tanto como antes a pesar de que la afortunada combinación de un estirón y una dieta le han deparado un verano prometedor, lleva varios días meditando acerca de esta cuestión. Se llama Pascual Martín Martínez, sí, y eso no tiene remedio, pero en la playa hay un montón de niños más gordos que él, bueno, de niños no, se corrige, de tíos, porque él ya es un tío, ¿o no? Acaba de cumplir catorce años, y además, con los vaqueros que su madre le ha comprado en el mercadillo, si se deja la camiseta así, como por fuera, para que no se note que el botón todavía le aprieta un poco, no tiene ni pizca de tripa, la verdad. El hombre es voluntad. Eso dijo Ramón y Cajal y eso leyó él en alguna parte, aunque ahora no sabe dónde, porque ahora, desde que Laura, la sobrina de su tío Saturnino, la chica más guapa de Aranda de Duero y del universo mundo, le ha dicho que vale, que sí, que va a la feria con él, Júnior ya no sabe nada, no se acuerda de nada, y su pensamiento, antaño poderoso, se limita a bascular sin solución entre dos puntos, la inutilidad a la que el miserable estado de sus finanzas condena su sacrificio y la mejor manera de conseguir que el maldito botón de los vaqueros no se le clave justo encima del ombligo.

Es todo tan injusto, concluye, por enésima vez en lo que va de día, y entonces lo ve, un monedero de mujer, largo, abultado y tirado en el suelo, a la sombra de una palmera del paseo marítimo. Igual no lo han tirado, piensa luego, se le habrá caído a alguien, pero se acerca, lo recoge, se lo mete en el bolsillo y echa a andar hacia delante, sin volver la cabeza, sin mirar hacia los lados, sudando un estremecido mar de nervios.

Antes de llegar al puerto se detiene, se sienta en el pretil, y se dice que mirar no es un delito. Él no tiene la culpa de que su padre odie al tío Saturnino, ni de que le repatee veranear en su dúplex, ni de que se haya dado cuenta de que su cuñada les invita todos los años porque eso le sale más a cuenta que hacer ella la compra, y cocinar, y limpiar la casa. Júnior no tiene la culpa, pero preferiría no tener que pedirle dinero a su padre, y el monedero estaba en el suelo, él lo ha encontrado, mirar no es un delito. Lo abre y el corazón le trepa hasta la garganta, ve seis billetes y los latidos se desplazan a su paladar, cuenta ciento setenta euros y ahora retumban ya entre sus dientes. Pues cojo veinte, piensa, y no pasa nada, cojo veinte y dejo ciento cincuenta, cojo veinte y total, veinte no son nada, ocho viajes en los coches de choque y nada al mismo tiempo… Pero el monedero tiene otro compartimento. Seguro que hay un montón de tarjetas de crédito, se dice Júnior, la dueña estará forrada, porque si no, a ver, ciento setenta euros, así, por las buenas… No había un montón de tarjetas de crédito, sólo dos, y de las que no tienen los números en relieve, un carné de la Edad Dorada, varias fotos de niños pequeños, y un DNI con el retrato de una señora mayor y una dirección del puerto, una de esas calles con casitas bajas, pequeñas, blancas. Una abuela no, piensa Júnior, por favor, una abuela no, y se le cae el corazón a los pies.

Se guarda veinte euros en el bolsillo, sin embargo. Primero miraré, mirar no es un delito, a lo mejor vive en un chalet que te pasas, vete a saber, igual yo soy pobre y ella rica, y esto no es nada más que una acción directa para redistribuir la riqueza… Pero no. Encuentra enseguida la dirección, y allí, una cortina de tiras de plástico en la puerta y un barreño rojo, recién lavado y puesto a secar contra la pared. Vaya, murmura para sí mismo. Saca los veinte euros del bolsillo, los vuelve a meter en el monedero, busca un timbre y, como no lo encuentra, saluda desde el umbral, en voz alta, buenas tardes…

Por la noche, después de cenar, Pascual sénior sale a la terraza y le hace una seña a su hijo para que le siga. ¿Qué te crees, que voy a dejar que te vayas a la feria sin dinero, tontaina?, murmura, mientras le mete veinte euros en un bolsillo. Por fortuna, elige el izquierdo. En el derecho hay un billete igual, que su hijo ha tenido que aceptar, después de varias negativas, de una señora muy simpática que ni siquiera había echado su monedero de menos y, luego, encima, se ha empeñado en invitarle a un donut. Eso sí que no, de verdad, que es que estoy a régimen, le ha dicho Júnior. Y así encuentra un nuevo motivo para pensar.

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