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Amenidades portátiles

De todos los tormentos, y entre las múltiples torturas a las que pueden someternos los adictos al teléfono portátil, también llamado móvil o celular, uno de los suplicios más refinados es aquel que te infligen, durante horas, mientras toman el sol junto a ti, en la inevitable promiscuidad de la playa o la piscina.

¿A qué diablos de compañía telefónica están abonados, de qué diantre de oferta especial disfrutan, quién narices les subsidia sus interminables conversaciones con cada uno de los miembros de su familia y cada una de sus amistades? ¿Cómo pueden pagarse las vacaciones, te...

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De todos los tormentos, y entre las múltiples torturas a las que pueden someternos los adictos al teléfono portátil, también llamado móvil o celular, uno de los suplicios más refinados es aquel que te infligen, durante horas, mientras toman el sol junto a ti, en la inevitable promiscuidad de la playa o la piscina.

¿A qué diablos de compañía telefónica están abonados, de qué diantre de oferta especial disfrutan, quién narices les subsidia sus interminables conversaciones con cada uno de los miembros de su familia y cada una de sus amistades? ¿Cómo pueden pagarse las vacaciones, teniendo que hacer frente al mismo tiempo a la cuenta del maldito teléfono? Y sobre todo, ¿por qué se empeñan en explicar con todo lujo de detalles lo que han hecho, en tiempo real y minuto a minuto?

Recientemente, en una playa, fui víctima de uno de estos enloquecidos híbridos, resultado del cruce entre un ser humano y un fonógrafo. Era una turista que hablaba en inglés, lo cual, en el fondo, podía haberle ido muy bien a mi personal desmadre del idioma, ya que durante cuatro horas, y digo bien, cuatro largas, pesadas e interminables horas, pude escuchar su reiterativo monólogo o comunicación de sus andanzas, enviada a los incautos que recibieron su llamada. No faltó de nada. Noche anterior con tapas y sangría, discoteca y alcohol hasta altas horas, esta mañana una jaqueca que ni te cuento, aunque sí, por qué no, te la voy a contar también, y esto y lo otro, y ahora estoy en una playa así y asá, encima de una toalla asá o así, mientras Bill & Teddy & Susan están bañándose (o quizá tratando de alcanzar Estambul a nado: lo cierto es que tardaron mucho en regresar; cuando lo hicieron, ella siguió y siguió), pero yo prefiero tumbarme al sol porque sería tonto no aprovechar para broncearme, no te parece, y esta tarde haremos tal y cual cosa, y por la noche, tal y cual otra, pero no te preocupes, que mañana te llamaré y te lo contaré…

Transcurrían las horas, y a mí el libro se me había convertido en piedra. Aquel sonsonete regular y monocorde, aquella pobreza de lenguaje (mi vocabulario en inglés no mejoró en absoluto, y mira que era fácil), consiguieron que mi atención dejara de concentrarse en la estupenda novela de intriga que estaba leyendo (de un inglés, precisamente: J. G. Ballard, Milenio negro, una fantasía sobre terrorismo que, leída ahora, da escalofríos; la terminé en la habitación, claro), y empezara a rebotar sobre la arena, en los cuerpos sudorosos, en el mar apacible, en los niños que jugaban a la pelota, en el horizonte. Mi atención se hallaba completamente absorta en el soniquete de mi vecina, y yo no podía ni mirar las páginas.

Iba ella por el noveno relato de lo mismo cuando me sobrevino (abriéndose paso por la sopa espesa en que se había convertido mi cerebro) nada menos que Una Idea Genial que inmediatamente les explico y pongo a disposición de ustedes, sin copyright, por pura solidaridad.

Desenfundé mi propio y vero aparato telefónico y, dándole al botón de opciones, es decir, sin marcar número alguno y ni siquiera conectar línea, me lancé a un frenético e indignado monólogo:

-¡Pesada, coño, qué pesada! -a gritos-. ¡Insoportable, plasta!

Así diez minutos. Me quedé de bien… Hasta el punto que ahora saco mi móvil a la menor ocasión y me pongo ciega de réplicas, llegando incluso al insulto, si es necesario. El truco consiste en hablar con la mirada fija en otra parte. Que pasa un machote y te empuja y no puedes replicarle, fuera teléfono y:

-¡Eres el cerdo más grande que he conocido en mi vida! ¡Te rompería la cara! ¡Te mandaría a galeras!

Que hay unos niños dando la brasa en las cercanías:

-¡Enano miserable, espera lo tuyo, no sabes cómo es la vida!

Por fin un aliado, un amigo, como aquel ser invisible que nos acompañó durante la infancia, y con el que hablábamos solos.

Y sin gastar ni un euro.

No me gustaría terminar este artículo sin comentarles que a mi vecina locuaz le quedó una señal blanca en la mejilla derecha, con la forma del móvil: donde no le había dado el sol.

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