Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA

Otra vez, Baroja en la guerra

Los sublevados habían fusilado a un cura que se llamaba Ariztimuño, nacionalista conocido, que bendijo al pelotón que lo ejecutaba. Y Baroja comenta: "!Qué credulidad más extraordinaria! Es lástima que hombres inteligentes y honrados puedan tener una fe así, de mandinga o de hotentote". Bastantes páginas después, recoge otra noticia: "Han fusilado a un médico de un pueblecillo próximo, nacionalista vasco exaltado, que se negó terminantemente a gritar '¡viva España!'. ¡Qué absurdo fanatismo! Qué importará que quede en el aire un ¡viva España! o un ¡viva Francia! o un ¡viva la Pepa!". Muchos pen...

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Los sublevados habían fusilado a un cura que se llamaba Ariztimuño, nacionalista conocido, que bendijo al pelotón que lo ejecutaba. Y Baroja comenta: "!Qué credulidad más extraordinaria! Es lástima que hombres inteligentes y honrados puedan tener una fe así, de mandinga o de hotentote". Bastantes páginas después, recoge otra noticia: "Han fusilado a un médico de un pueblecillo próximo, nacionalista vasco exaltado, que se negó terminantemente a gritar '¡viva España!'. ¡Qué absurdo fanatismo! Qué importará que quede en el aire un ¡viva España! o un ¡viva Francia! o un ¡viva la Pepa!". Muchos pensaron así, sin duda, en los días aciagos de la Guerra Civil española; sólo se atrevió a escribirlo Pío Baroja, a quien avalaban largos años de escepticismo acerca de la verdad y de pesimismo respecto a los seres humanos. El prólogo de este nuevo y desconocido octavo volumen de sus memorias, Desde la última vuelta del camino, nos informa de que "ha enjaretado estas cuartillas" porque "en algunas circunstancias las impresiones de las vidas vulgares, contadas con exactitud y detalles, pueden tener algún interés y dar el carácter de la época con tanta exactitud como la de los hombres arriesgados y extraordinarios".

LA GUERRA CIVIL EN LA FRONTERA. Desde la última vuelta del camino, VIII

Pío Baroja

Edición de Fernando Pérez Ollo

Caro Raggio. Madrid, 2005

206 páginas. 16 euros

Muchos pensaron así en los días aciagos de la Guerra Civil; sólo se atrevió a escribirlo Pío Baroja

No era, en efecto, un hombre "arriesgado" quien "enjaretaba" estas páginas ("enjaretar" es pasar un hilo o cordón por un "jarete" o dobladillo, hecho al propósito en una tela, y también vale por hacer algo deprisa pero sin descuido; es una buenísima metáfora del quehacer literario de Baroja: pasar el hilo de su yo por entre medias de los acontecimientos, de forma que el yo y la vida de alrededor se alternan ante el lector). Era un sexagenario bastante misántropo y sin ganas de bulla, un escritor que se quejaba de ganar poco dinero y de merecer todavía menos respeto y un ciudadano enfadado con el mundo del siglo XX que le había deparado "el periodo enteco y mísero de Alfonso XIII y el gobierno alegre y palabrero de la República" (aunque si les sucedía "el régimen de los comunistas o el de los militares unidos a los curas, estamos lucidos"; el editor ha puesto "lúcidos", lo que no tiene ningún sentido). Tiene la certeza de vivir una época estúpida que ha olvidado a "los grandes hombres que intentaron cambiar el mundo: Demócrito y Epicuro, Lucrecio y Marco Aurelio, Copérnico y Kant". Todo aquello acabó al hacerlo el siglo XIX y el famoso caso Dreyfus "fue la primera escisión político-social, en donde no se debate la verdad de fondo del asunto sino su utilidad". Baroja es todavía un liberal nada demócrata y un epicúreo lleno de achaques y prejuicios; incluso, a veces, es intolerablemente racista: "Esta gente de la CNT que anda por estas tierras vascas son gallegos, asturianos, navarros de la Ribera y aragoneses, los cuales se ve que sienten odio por el país".

El alma del egoísta

¿Valía la pena publicar estas páginas? Por supuesto que sí. No añaden mucho a lo que ya se pudo leer en la reedición de Ayer y hoy y en el resto de los artículos de tiempos de guerra, recogidos por Miguel Ángel García de Juan en los libros Desde el exilio y Libertad frente a sumisión, todos publicados por Caro Raggio, como éste. Y no son menos interesantes que las páginas de la novela crepuscular El cantor vagabundo, ni tampoco sus ideas han de diferir mucho de las que estarán presentes en el epistolario que Julio Caro Baroja guardó celosamente y en los desconocidos esbozos de su trilogía sobre el Madrid de 1936-1939. Supongo y espero que todo esto se irá publicando... Hay un cierto derecho moral de los lectores a conocer completa la obra que un autor concibió para ellos. Así lo evidencian a menudo estas páginas cuyo prólogo incluye una de las típicas galanterías barojianas (ha escrito esto "pensando en usted, amiga mía") y donde hay muestras abundantes de que las corregía muchos años después. Se habla del paradero -posterior a 1939- de algunos personajes y, en un momento determinado, de la "bomba de hidrógeno" que resolverá las guerras del futuro de un modo "más definitivo, más rápido y menos vulgar" (los amigos de Baroja anotarán al propósito una observación impagable: el autor creyó todavía que "la guerra, sobre todo en pequeño, tendría su malicia o su habilidad" -como pintó en Zalacaín el aventurero, diríamos nosotros-, pero se ha encontrado con que ésta es "algo mediocre y estúpido").

Y además, confuso... Parece que la turbiedad de los hechos, su inconsecuencia, su confusión, se han contagiado al relato que es reiterativo e inconexo hasta la exasperación. Lo que ya sabíamos de su peripecia personal se cuenta como a ráfagas, sin precisión alguna, por parte de quien confiesa haber tenido "más estupor que miedo" y a quien lo que más preocupa es dónde dormir cada noche. El testimonio capital del relato se refiere al incendio de la ciudad de Irún por parte de sus defensores republicanos, pero se nos cuenta a través de fuente indirecta, cuando Baroja ya se ha refugiado en San Juan de Luz. Y tampoco creamos que entonces el relato adquiere un orden muy cabal, por más que no carezca de esos detalles que iluminan todo un mundo: así, el momento en que el informante quiere ayudar a escapar a una familia vecina y halla que la que llaman "tía Pepita", la anciana impedida que les retrasa la fuga, es... el padre que se ha disfrazado de mujer para no ser reconocido.

Y, sin embargo, este narrador, que parece conservar algún reflejo de inteligencia, es quien, poco después, sólo acierta a llevarse de su casa incendiada un par de botellas de sidra. No nos engañemos: casi todos somos así, tan egoístas y tan vulnerables, cuando la violencia se transforma en rito. "Todo protocolo", se confiesa Baroja, al ver el esfuerzo de unos carlistas por arrancar la banda morada en la enseña tricolor del estanco del pueblo. Pero, después de ver arder una pila de libros -algunos son suyos- ante el Círculo Republicano de Vera de Bidasoa, observa: "El país resulta idílico. Larún estaba en aquellos momentos envuelto en niebla. La tarde de sol tenía ya un grato sabor otoñal, y de cuando en cuando se escuchaba el estampido del cañón". La fugaz estampa del final del verano, a la sombra del monte tutelar (la Rhune, tan presente en La leyenda de Juan de Alzate), resulta tan insólitamente hermosa como la minuciosa descripción, páginas después, de un circo ambulante en la plaza de San Juan de Luz. La emoción del mejor Baroja está ahí, aunque éste sea en un libro irritado e irritante, deslavazado y patético, sólo apto para barojianos inconmovibles, al que su no muy cuidadoso editor, Fernando Pérez Ollo, ha puesto unas oportunas y concisas notas epilogales.

El escritor y académico donostiarra Pío Baroja (1872-1956).

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