Columna

El corte

A las puertas de un bar inglés, en el extremo oriente de Málaga, encuentro un aviso de que hay que entrar con camiseta, en inglés, porque en este bar sólo entran británicos preferentemente ingleses. Yo, que no soy cliente del bar, apoyo, a distancia, la medida (conozco el calor que despiden en las barras de bar los torsos desnudos de los viajeros nórdicos que se aventuran por el trópico marino andaluz) y recuerdo una iglesia de Roma, sobre la plaza de España, donde una señora alquilaba echarpes para los visitantes con los brazos al aire: los católicos guardan el decoro en sus templos.

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A las puertas de un bar inglés, en el extremo oriente de Málaga, encuentro un aviso de que hay que entrar con camiseta, en inglés, porque en este bar sólo entran británicos preferentemente ingleses. Yo, que no soy cliente del bar, apoyo, a distancia, la medida (conozco el calor que despiden en las barras de bar los torsos desnudos de los viajeros nórdicos que se aventuran por el trópico marino andaluz) y recuerdo una iglesia de Roma, sobre la plaza de España, donde una señora alquilaba echarpes para los visitantes con los brazos al aire: los católicos guardan el decoro en sus templos.

En el Instituto La Bahía, en San Fernando, Cádiz, el Consejo Escolar ha decidido que nadie vaya a clase como si fuera a la playa: prohibidos quedan bermudas y bañadores, bikinis incluidos, pareos y camisetas sin mangas. Los fanáticamente proamericanos tendrán que quitarse la gorra de béisbol para enseñar o aprender inglés. La directora del instituto, Concha Hidalgo, se asombra del asombro que causa la medida, aprobada hace cuatro años a propuesta de los alumnos y olvidada hasta hoy desde el mismo momento de su aprobación. Yo también me asombro. Un instituto es un instituto, una playa es una playa. Un alumno de Secundaria debería saber distinguir las cosas. Un profesor, también.

Las escuelas son un espacio visible de lo que antiguamente se llamaba la lucha de clases. En los años setenta, franquistas, la nueva Educación General Básica anunciaba a su pesar el tiempo de la democracia, la conversión de los súbditos en ciudadanos a través de cierta igualdad económica, educativa. Hoy sigue vivísimo el corte brutal entre colegios públicos y privados (pero pagados con dinero público), más agudo aquí, donde es poca la tradición de estudios en las casas, y donde los niños tradicionalmente dejaban la escuela, si iban, para trabajar en el campo o la obra o el bar. Los profesores de hoy se las entienden con padres que nunca estudiaron y ven inútil la enseñanza, y Andalucía es la región que menos dinero gasta por alumno.

Muchos alumnos tendrán que estudiar en casas mal hechas, construidas para que sus habitantes huyan a la calle sin camisa, en bañador y protegidos por una gorra. El alumno que estudie será un héroe, como lo será el profesor que en semejantes condiciones consiga que la escuela sea respetada. Ese respeto es una manera de combatir el corte clasista, tajante de la escuela a la universidad. Intentan adaptar la universidad española al Espacio Europeo de Enseñanza Superior, con su división entre grado y posgrado, titulación básica y especialización, y transforman el asunto en un nuevo corte entre universidades públicas, dispensadoras de cultura general, y cursos privados, de pago, para futuros especialistas con cotización en el mercado de trabajo. Disfrazan la operación de equiparación europea de títulos académicos, pero en el fondo es sólo esto, otra vez: separar lo privado, lo bueno, de lo público, de segunda clase. En esta situación, el respeto a las escuelas públicas debería ser el primer propósito, común, de alumnos y profesores.

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